La nueva derecha: los discursos (y los tuits) tienen consecuencias

Los discursos nunca son inocentes, pueden serlo las personas, pero no todas las ideas o acciones que defiendan. En la política, como en la vida, es mentira que las palabras se las lleve el viento. Van dejando huella, para bien o para mal. Incluso falsedades enormes, del tamaño de Brasil, terminan calando como si fueran verdades, o lo que es aún peor: “realidades alternativas”. Se empieza por deslegitimar el resultado de las urnas y se termina atizando, con premeditación o sin ella, a una horda de fanáticos dispuestos a asaltar las instituciones democráticas. Ocurrió hace dos años en Washington; ha ocurrido hace veinticuatro horas en Brasilia; y puede repetirse en cualquier democracia. La conjunción entre el auge de una extrema derecha populista y un conservadurismo radicalizado, capaz de contaminarse de discursos, estrategias y hasta propuestas delirantes con tal de mantener el poder o recuperarlo es un caldo de cultivo perfecto para que en algún momento salten las costuras de la democracia, lentamente deshilachada. 

Vemos en bucle las imágenes de centenares de brasileños adictos a Bolsonaro armados con móviles para grabar o emitir en directo su salvajada, como en su día vimos las de aquella tropa adicta a Trump que hacía astillas el mobiliario del Capitolio. Tienen mucho en común: su sectarismo, su odio al diferente, su culto a un líder iluminado por la soberbia, su convicción de que dando una patada al sistema este se regenerará como por esporas… Si no respetan al otro, ¿cómo van a respetar a las instituciones intermediarias imprescindibles en democracia?

Creo que nos equivocamos si cedemos a la tentación de pensar que todo eso nos pilla lejísimos, que Europa es muy diferente, o que España está vacunada contra los autoritarismos después de casi cuarenta años de dictadura. Se ha escrito mucho sobre los factores que impulsan los nacional populismos y los extremismos que vienen deteriorando la democracia en América y Europa, y que derivan en algaradas golpistas como las ya citadas. Pero les invito a poner el foco en un aspecto que analiza con lucidez una politóloga austriaca, Natascha Strobl, en su último ensayo, titulado La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado (Katz Editores). 

Como ocurre siempre en tiempos de cambio, entre lo que no acaba de morir y lo que no termina de nacer, aparecen monstruos. En estas primeras décadas del siglo XXI, marcadas por la revolución digital, una globalización financiera y especulativa incapaz de gestionar la galopante brecha de desigualdad y un capitalismo de casino que entierra derechos sociales para imponer márgenes de rentabilidad inmediata a las elites tradicionales y a las nacidas del neoliberalismo imperante, surge una Nueva Derecha que “se reproduce principalmente a través de los espacios digitales y utiliza este campo para librar su batalla cultural por las mentes de la gente”. El Movimiento Identitario en Europa, el Alt-Right en EEUU o el bolsonarismo en Brasil tienen enfoques diferentes, pero comparten “desde las fantasías evangélicas revivalistas y el racismo descarado hasta el antifeminismo y la misoginia”. Se van debilitando las clases medias que se ensancharon sobre el Estado del bienestar construido tras la Segunda Guerra Mundial y brota lo que distintos sociólogos han denominado “burguesía cruda”, que no se caracteriza esencialmente por su mayor nivel económico, sino sobre todo por sus actitudes autoritarias cada vez más visibles y totalmente alejadas del sentido de la justicia, la solidaridad o la equidad.

“La burguesía cruda –advierte Strobl– es especialmente peligrosa porque es ampliamente aceptada, es decir, se convierte en hegemónica”. De ello se encargan think tanks generosamente financiados y toda una batería de medios conservadores que articulan e imponen los ejes de la conversación pública, en fondo y forma (ver aquí), con toda la “crudeza” que sea necesaria y a costa de una “polarización” muy conveniente para la antipolítica y la desmovilización de la ciudadanía moderada y progresista (ver aquí).

En la coctelera del conservadurismo radicalizado encajan la deslegitimación del Gobierno o de los pactos con otros grupos, el bloqueo del Poder Judicial o la acusación de falsear las cifras de empleo. Y también el vergonzoso tuit de Cuca Gamarra

En este punto es donde la politóloga austriaca introduce un concepto que me parece clave para entender lo que nos pasa, desde Brasilia hasta la Gran Vía madrileña pasando por Texas: el “conservadurismo radicalizado”, que surge cuando los partidos conservadores (supuestamente demócratas) tradicionales “dan un paso hacia la extrema derecha, impulsados por la dinámica de la burguesía cruda”. En otras palabras, intentan competir en su ‘mercado’ electoral asumiendo el marco discursivo del populismo extremista, a menudo incluso neofascista, cuyo pack ideológico incluye el negacionismo climático o de la violencia de género, el antifeminismo, la criminalización de los migrantes o el desmantelamiento de los sistemas públicos de protección social. ¿Con qué hoja de ruta o estrategia para lograrlo? Atiendan: “El conservadurismo radicalizado adopta las estrategias y el lenguaje del populismo de derecha o del extremismo de derecha moderno basado en los partidos y extraparlamentario. Se basa en la polarización más que en el consenso y busca remodelar el sistema político existente a su favor (...) Los representantes de la oposición dejan de ser meros competidores o adversarios políticos y se convierten en enemigos a los que hay que eliminar”. 

Olvidémonos de los tiempos en los que conservadores y centristas acostumbraban a presumir de rigor, de ejercer como garantes del orden establecido, etcétera, etcétera. “El conservadurismo radicalizado –escribe Natascha Strobl– ya no consiste en eso. Más bien, se abren grietas en la sociedad o se magnifican las diferencias existentes. El objetivo es crear un desorden y un caos que pueda reordenarse posteriormente”. Asaltar el Capitolio o el Congreso brasileño. ¡Que se hunda España, ya la levantaremos!, que diría Montoro (según contó Ana Oramas).

Pongan ustedes, si quieren, nombres, temas, fechas y citas. Vamos sobrados de ellas. En esa coctelera ideológica y estratégica del conservadurismo radicalizado, en España protagonizado por el Partido Popular desde mucho antes de la era Feijóo, encajan la deslegitimación del Gobierno de coalición o de los pactos con otros grupos parlamentarios, el bloqueo de la renovación del Poder Judicial o la acusación de falseamiento de las cifras de empleo. Y también el vergonzoso tuit de Cuca Gamarra sobre el asalto a las instituciones democráticas de Brasil (ver aquí). No sólo porque evitaba condenarlo, sino porque hacía una acusación falsa: el Código Penal español sigue incluyendo en su artículo 472 un delito de rebelión que encaja como un guante en lo ocurrido (ver aquí). Es lo de menos en su estrategia, en eso coincidente con la de Bolsonaro o la de Trump: lo que importa no son los hechos, sino sembrar la sensación de caos y señalar como responsable a la izquierda socialcomunista.

La pregunta pertinente es obvia: ¿qué se puede hacer para frenar al conservadurismo radicalizado y a esa extrema derecha que necesita para recuperar el poder? Apunta Strobl: “Sólo queda el camino hacia adelante. Las fuerzas progresistas y de izquierda no deberían tener miedo de explorarlo. Eso también significa dar menos vueltas sobre sí mismas, soportar las ambivalencias y mostrar con confianza cómo podría ser el mundo en realidad”.

No quiero añadir prosopopeya a lo que otros u otras explican muy bien, y disculpen el spoiler del ensayo de Strobl: “La gran fuerza de la izquierda política es que existe un mosaico diferenciado y deslumbrante de diferentes preocupaciones, movimientos y conocimientos. Ahora es el momento de definir un soporte común que se centre no sólo en los síntomas sino también en las causas. Esto significa hacer visible un mundo postcapitalista (...) Más allá de las elevadas alturas de la moral y la decencia, se requiere una política concreta y comprensible. Porque el futuro puede ser mucho mejor. Y por eso merece la pena luchar”.

Amén. Así sea. Insha’Allah. Hágase.

Los discursos nunca son inocentes, pueden serlo las personas, pero no todas las ideas o acciones que defiendan. En la política, como en la vida, es mentira que las palabras se las lleve el viento. Van dejando huella, para bien o para mal. Incluso falsedades enormes, del tamaño de Brasil, terminan calando como si fueran verdades, o lo que es aún peor: “realidades alternativas”. Se empieza por deslegitimar el resultado de las urnas y se termina atizando, con premeditación o sin ella, a una horda de fanáticos dispuestos a asaltar las instituciones democráticas. Ocurrió hace dos años en Washington; ha ocurrido hace veinticuatro horas en Brasilia; y puede repetirse en cualquier democracia. La conjunción entre el auge de una extrema derecha populista y un conservadurismo radicalizado, capaz de contaminarse de discursos, estrategias y hasta propuestas delirantes con tal de mantener el poder o recuperarlo es un caldo de cultivo perfecto para que en algún momento salten las costuras de la democracia, lentamente deshilachada. 

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