El nuevo Superman (2025), de James Gunn, vuela mejor que sus predecesores pero es difícil darse cuenta porque, como en todas las películas contemporáneas de superhéroes, quizá con la excepción de The Batman (2022), de Matt Reeves, hay decenas de personajes que vuelan y el mundo que nos presenta está lleno de brechas dimensionales, agujeros negros, superarmaduras voladoras, objetos mágicos, metahumanos superpoderosos y extraterrestres que lanzan rayos. Haciendo memoria, la primera gran superproducción del género, Superman (1978), de Richard Donner, se presentó al mundo con un eslogan muy simple y que aludía a la promesa del prodigio: “Creerás que un hombre puede volar”. Era una promesa mínima y descomunal, y la película la cumplía. Había un único prodigio y todo lo demás era cotidiano —la vida en Kansas, el incesante trasiego de taxis de Metrópolis, Lois fumando y cometiendo horribles faltas de ortografía, Clark Kent tropezando en la redacción o en el ingente tráfico humano de las aceras…—, de modo que el milagro brillaba por su contraste brutal con lo común.
Hoy en el género se multiplican los prodigios hasta la banalización: saltos temporales, multiversos, dioses nórdicos, alienígenas, clones, universos infinitesimales, naves de dimensiones colosales... La maravilla ya no es excepción, es paisaje, lo extraordinario es lo común y por tanto el prodigio es vulgar. Dicho de otro modo, el prodigio deja de existir como tal porque es rutina. Se obstará que la causa de esta hipertrofia es la posibilidad técnica, es decir, la digitalización del truco, pero también entre efectos digitales se pueden trabajar las proporciones para fijar la atención en aquello a lo que se le quiere dar dimensión, como veíamos en el uso del rotoscopio para crear el llamado bullet time (“tiempo de bala”) en Matrix (1999), de las hermanas Wachowski, o como demuestran las excepcionales coreografías de acción de los nuevos Mad Max del australiano George Miller.
Esta conversión de la hipérbole en rutina le ocurre al periodismo del presente, atado a los aspavientos de lo político. Entre los aforismos de esta ocupación menesterosa tan pródiga en ellos, es conocido uno que señala que “noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que uno hombre muerda a un perro”. A simple vista, la afirmación parece incontestable, pero nos remite a un debate de otro tipo relacionado con lo que tiene que ser un medio de comunicación. Porque en aplicación del aforismo, todos los medios serían como aquel célebre Mundo insólito, que giraba en torno a animales de varias cabezas, abducciones extraterrestres y asesinatos truculentos. Y sin embargo, los medios no son así —al menos, no la mayoría— sino que están comprometidos con trasladar un relato cabal sobre el mundo realmente existente, jerarquizado y con sentido de la proporción y la gravedad.
Las dialécticas normales de la política se empezaron a romper en España tras la derrota del Partido Popular en 2004 y de la mano de sus rimbombancias y exageraciones solemnes, la enmienda a la totalidad del adversario se convirtió en moneda de uso común. Pero el lenguaje tiene una flexibilidad limitada, y a partir de determinado punto de exageración no hay forma de incrementar la presión que no sea el descarrilamiento democrático o la comedia bufa. O, como vemos en Estados Unidos, las dos cosas a la vez.
La conversión de la hipérbole en rutina le ocurre al periodismo del presente, atado a los aspavientos de lo político
Hay una razón profunda, de época, para que esto pase: habitamos una época barroca. El barroco fue quizá la primera vez en que la estética se articuló como política a priori, es decir, de forma consciente, reflexionada y con un objetivo no general sino específico. Tras el trauma que supuso la Reforma –una crisis de raíz democrática porque se cuestionó la autoridad de la curia para leer e interpretar los textos sagrados del cristianismo–, la Iglesia católica y las monarquías buscaban reforzar poder y legitimidad.
Se trataba de poner toda la carne en el asador de la estética para aturdir, emocionar y envolver al fiel en un espectáculo sensorial que anulase la duda y reforzase la fe. Mostrar la magnificencia de Dios y del monarca mediante lo abrumador: si el altar era tan desbordante, lo sagrado, el santo contenido en él, debía ser incontestable. No era solo arte, era propaganda en un sentido fuerte, que buscaba la persuasión y la disciplina con el objeto de ordenar la experiencia colectiva. En contra de lo que propugnaban los reformistas, lo sagrado no era accesible ni legible por el plebeyo y el exceso visual en torno a ello funcionaba como dispositivo de poder, impidiendo contemplar lo esencial con claridad, pero transmitiendo de forma inequívoca el mensaje de jurisdicción y muchedumbre de avíos.
Sin embargo, para un ojo educado es imposible no apreciar desde la distancia que el barroco significaba también la negación de lo extraordinario. Porque las volutas, columnas, arcos y querubines de pan de oro de los retablos asfixiaban a las figuras de la divinidad antes que subrayarlas: un Cristo malherido y con un taparrabos —como vemos cada año en las procesiones de Semana Santa— no puede competir con mil velones, quinientas flores y un palio de filigrana sin perder todo significado. El asombro se apoya en la proporción, la mesura y la razón. Sin ellos, lo asombroso solo es abrumador, como una de aquellas portadas del semanario amarillo Mundo insólito, que, por supuesto, además eran una colección de mentiras. La Ilustración devolvería a lo formal las dimensiones humanas, antes de que los ademanes románticos y nacionalistas devolvieran el colosalismo a un mundo fabricado para legitimar imperios en crisis. Y así, en unas pocas líneas hemos liquidado varias centurias, pues lo somero, ya se ha dicho aquí, es condición del periodismo.
En el periodismo de esta era neobarroca, como en el devaluado cine superheroico, los escándalos tapan a los escándalos, los lodazales a los lodazales, y los grandes finales se suceden unos a otros como en una película o una sinfonía que no sabe cerrar su propio discurso, porque todo ha perdido la proporción. El consumidor de periodismo no se conmueve, solo se hastía, proceso inmediatamente anterior a la renuncia.
Lo tremendo no necesita de subrayados porque se explica solo. Lo saben los buenos periodistas de sucesos: cuanto más truculento, trágico o arrasador es un acontecimiento, un accidente o un crimen, menos adjetivación requiere su crónica. A lo que habla por sí mismo no se le ponen intérpretes. Pero la sucesión de lo tremebundo solo genera estrés colectivo. Si al “mayor caso de corrupción de la democracia” lo sigue la “mayor crisis económica”, la “peor catástrofe natural”, “el escándalo definitivo”, “las palabras más infames”..., el ciudadano vive en estado de alarma permanente, atrapado en un bucle de urgencias. Y este presente de pandemias, eventos climáticos catastróficos y colapso del orden mundial multilateral, no necesita que unas filtraciones a la prensa o unos comisionistas ministeriales, tan habituales y ordinarios como que el sol salga cada día, reciban el mismo tratamiento que un genocidio que marcará para siempre el destino de una región del mundo.
Si se sustituye la maravilla o la conmoción por el agotamiento, se alumbra una sociedad que ya no distinga lo grave de lo accesorio y que se deslice hacia la agonía informativa, incapaz de ordenar prioridades y al borde de abdicar al unísono del periodismo y de la política, pilares que sostienen en un equilibrio siempre precario a la civilización democrática.
El periodismo debería devolver al público un suelo de normalidad, base de la proporción y la gravedad de cuanto nos ocurre, como Superman necesita un Clark Kent incapaz de subirse a un ascensor siempre atestado para que volar aún signifique algo.
El nuevo Superman (2025), de James Gunn, vuela mejor que sus predecesores pero es difícil darse cuenta porque, como en todas las películas contemporáneas de superhéroes, quizá con la excepción de The Batman (2022), de Matt Reeves, hay decenas de personajes que vuelan y el mundo que nos presenta está lleno de brechas dimensionales, agujeros negros, superarmaduras voladoras, objetos mágicos, metahumanos superpoderosos y extraterrestres que lanzan rayos. Haciendo memoria, la primera gran superproducción del género, Superman (1978), de Richard Donner, se presentó al mundo con un eslogan muy simple y que aludía a la promesa del prodigio: “Creerás que un hombre puede volar”. Era una promesa mínima y descomunal, y la película la cumplía. Había un único prodigio y todo lo demás era cotidiano —la vida en Kansas, el incesante trasiego de taxis de Metrópolis, Lois fumando y cometiendo horribles faltas de ortografía, Clark Kent tropezando en la redacción o en el ingente tráfico humano de las aceras…—, de modo que el milagro brillaba por su contraste brutal con lo común.