La ultraderecha no sonríe, enseña los dientes

El mundo es cada vez más de ciencias que de letras, por eso va a peor: en lo exacto no hay lugar para la diferencia; en un sistema de libre mercado, que es una ciudad sin ley donde impera la ley de los más fuertes, el totalitarismo del dinero se resume mejor que de ninguna otra manera con la frase “tanto tienes, tanto vales” y el único resultado posible es la injusticia, el drama de unas sociedades en las que quien no suma es un cero a la izquierda. La humanidad se está deshumanizando. La Tierra no era para quien la trabajaba, que vende sus productos a veinte céntimos el kilo, sino de los intermediarios, que los ponen en las tiendas a cerca de dos euros. Hemos pasado de la pillería a la piratería. Estamos en manos de oligarquías financieras que, con una desfachatez rayana en la burla, afirman hacerlo todo en nombre de la libertad. Y hay gente que muerde el anzuelo y le saca brillo.

Todo fanatismo tiene su origen en un charlatán, en un discurso que incita al odio, a la frustración, a la defensa de la violencia. Y su extensión en un grupo de personas envenenadas que lo siguen y lo convierten a él o ella en un guía espiritual, en un caudillo político, y su mensaje supremacista en una tragedia. A cualquier necio lo engañan de la misma forma: haciéndolo sentirse parte de una minoría privilegiada cuyo destino es la gloria y el poder, el dominio de su comunidad. Al escritor Salman Rushdie lo han apuñalado en Nueva York porque hace décadas un supuesto profeta que hablaba en nombre de su Dios y su religión lo condenó a muerte por blasfemo, tras la publicación de su novela Los versos satánicos. ¿La habrá leído el rufián que lo atacó con un cuchillo durante una conferencia? Me apostaría algo a que no: simplemente, ha hecho lo que le han dicho, para qué juzgar por sí mismo, cuando se puede uno limitar a obedecer. Quienes sí hemos leído a su víctima, recuerdo ahora libros como Hijos de la medianoche, Harún y el mar de las historias o mi favorito suyo, Quijote, hemos sentido que, de algún modo, también se ha hecho correr la sangre de sus personajes, se ha agredido a la inteligencia y el delicioso sentido del humor que hay en sus obras. Los que, además, hemos tenido el placer de conocerlo y sabemos que por añadidura es un hombre bondadoso y muy divertido, tal vez sentimos de manera especial el peso de tanta locura y tanta sinrazón. Y cuando vemos que hay quienes aplauden o justifican semejante barbarie, caemos en el pesimismo: esto no tiene arreglo.

“Normalizar” es el verbo que hemos inventado para hacer pasar por aceptable lo que debería ser intolerable

Pero sí que lo tiene: recuperar la democracia presa del neoliberalismo, y aislar a quienes la están ocupando con sus caballos de Troya. Porque el peligro es global y aquí también hay iluminados en una tribuna y, entre el público, legionarios dispuestos a seguirlos. La ultraderecha ha sumado votos y ha sido blanqueada; su demagogia ha tenido el premio de entrar en las instituciones y los disparates que lanza a través de los altavoces que le hacen propaganda no nos espantan como debieran. En la Alemania del III Reich, se ve que no había nazis, porque nadie vio, nadie supo, nadie tuvo sospechas, nadie echó en falta a ningún judío ni tuvo noticia de ningún campo de concentración. Y en nuestro país, aquí y ahora, nadie ha visto en esos charlatanes que hablan de “la España que madruga” a una panda que ha vivido de enchufes y chiringuitos, donde hay primeros espadas condenados por no pagar a las empresas y los obreros que les hacen sus mansiones, acusados de delitos que los tienen en busca y captura o de timar a sus clientes, falsear documentos y titulaciones; otros de ellos han sido investigados, y en algunos casos sentenciados, por cohecho, fraude, tráfico de influencias, desfalcos, abusos… Unos prendas. Sin embargo, hay quienes no ven ninguna contradicción entre lo que dicen y lo que hacen, o no la quieren ver, y el caso es que son sus papeletas electorales las que los llevan a los parlamentos. Se devorarán entre ellos, probablemente, como da la impresión de haber ocurrido con el caso de la candidata a Andalucía que, tras hacer el ridículo por todo lo alto y disfrazada de modelo de Julio Romero de Torres, ha alegado una misteriosa enfermedad para quitarse de en medio, aunque tal vez sea porque sus jefes no la buscaron un puesto de senadora, es decir, el mismo destino que a tantas y tantos líderes caídos en desgracia, a los que se les busca un retiro dorado en esa cámara transformada en cementerio de elefantes vivos. Si de verdad está mal de salud, le deseamos una recuperación tan milagrosa como la que tuvo en su día Esperanza Aguirre.

Lo malo no es que los extremistas entren en las instituciones, sino que los lleven a ellas las urnas, que haya ciudadanos que les ríen las gracias, les abren las puertas y los aplauden, y que sus atrocidades verbales y sandeces sin fin se repitan en los medios de comunicación como si fueran una declaración más. “Normalizar” es el verbo que hemos inventado para hacer pasar por aceptable lo que debería ser intolerable. La ultraderecha no sonríe, enseña los dientes.

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