Nevenka Fernández, una y otra vez

Sumidos en la convulsión permanente, en la carrera de fondo a velocidad de sprint, llega Nevenka. Hay un temblor en los primeros diez segundos del documental suficientes para paralizarnos frente a la pantalla. Solo el primer capítulo nos señala de dónde venimos y el retrato de un país que es otro y a la vez no tanto. Tan ocupados como estamos con todas nuestras crisis, nadando a braza en el periodismo-política del minuto a minuto, de repente escuchamos una voz y nos cuenta una historia en la que también salimos nosotros.

Como creo que es de obligado visionado, no haré mucho spoiler. El peso del documental es la voz en off de Nevenka relatando el acoso sexual del alcalde de Ponferrada con un fondo neutro en el que podrían dibujarse las complicidades que tuvieron que darse para que todo fuera posible.

Hay todavía quien dice que fue víctima de la cultura de su tiempo. Como si la cultura fuera un fenómeno meteorológico y no respondiera a blindajes y redes de intereses que benefician a los agresores, a los corruptores, a los que sacan tajada, a los que eligen beneficiarse cómodamente de un complot del que obtienen réditos sin importar el coste. Esto nos suena. Cómo no nos va a sonar. Los años 2000 fueron terribles porque éramos ricos y el armazón ético de los ochenta se descascarilló mientras nos deslizábamos por los carriles engrasados del pelotazo. Eso sí fue una cultura y no lo que sufrió Nevenka.

Pero aun no siendo fruto del tiempo, hubo cierto contexto que lo hizo posible y cabe preguntarse si podría pasar hoy algo similar. Esos abusos que yacen en la subcapa de nuestra cotidianidad sin que demos demasiados respingos. Normalmente hay siempre una economía espúrea que justifica la impunidad de sus efectos. Ismael Álvarez controlaba una ciudad con mayoría absoluta, repartía trabajos, favores, diversión.

Por eso tenía su manada. Los concejales y amigos que le ayudaron en las encerronas sexuales. La concejala que declaró en el juicio contra ella. La información averiada que circuló por los medios. El mobbing al que fue sometida para que errara públicamente. La reducción de sueldo. La humillación pública en los plenos. Los pasquines que circulaban por la ciudad según los cuales estaba haciendo una cura de desintoxicación.

Juán José Millás recoge en su libro Hay algo que no es como me dicen el consejo sensato que le dio a Nevenka su pareja: “Ten en cuenta que las puertas que vayas abriendo no podrás volver a cerrarlas”. Y así fue. Una denuncia pionera de la que no se repuso en mucho tiempo pese a ganarla. “Una época en la que se preguntaba a la víctima por qué no se defendía en vez de preguntar al agresor por qué atacó”, describió Millás ese momento de hace veinte años.

En España hasta hace no mucho el denunciante cargaba con la vergüenza. No había apenas denunciantes-héroes. Décadas del "se lo ha buscado", "algo querría". Desde las agresiones sexuales a los casos de corrupción, el denunciante, la víctima, han sido señalados como culpables de querer ponerlo todo patas arriba. Con el silencio y la marginación, dos de las formas más terribles de acoso, como respuesta social.

Desde aquí, esa sociedad asfixiante parece un monstruo. Pero qué otros seremos ahora. Qué impunidades oculta nuestro tiempo y no estamos sabiendo ver. Qué abusos dejamos que campen a sus anchas y caigan sobre hombres y mujeres como Nevenka. Esos que dentro de otros veinte años echemos la vista atrás y nos sobrecoja.

Nuestro contexto no es tan distinto como parece. Hace no tanto Plácido Domingo se defendió de las denuncias por acoso alegando que era algo de otra época. Como si eso borrara a un agresor. Como si el tiempo donde suceden las cosas eliminara a las víctimas. La cultura de Vox, que sí es de esta época, nos señala como esa señora que defendía al alcalde de Ponferrada desgañitándose: “A mí no me acosa nadie si no me dejo”. El tuit de Macarena Olona es explícito: "Ante su sectarismo" refiriéndose al feminismo como "nuestra brocha". Y después llegaron los murales vandalizados en Madrid y en Huelva o las señoras que van a cantar a grito pelado el Cara al Sol a un grupo de mujeres reunidas en la Puerta del Sol tranquilamente.

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Escuchaba a Daniela Santiago, actriz que da vida a Cristina Ortiz en la serie La Veneno decir esta semana: “Sin una comunidad es imposible liberarse, como mucho se consigue un armisticio frágil y temporal entre la persona y la opresión”. A la misma Daniela Santiago que insultaron en la retransmisión de los Goya unos cámaras todavía sin identificar: “Esa es puta, puta”.

No me da miedo que me pisen. Cuando se pisa, la hierba se convierte en sendero”. Esto que dejó escrito Blaga Dimitrova, escritora y política búlgara, nos ha dejado Nevenka como herencia. Un sendero que nos llevó a la siguiente pantalla. Por ahí han transitado otras mujeres. Parte de una sociedad que quiso ser mejor. No fue solo el primer político condenado. Es una batalla que al ganarla Nevenka la ganamos todas. Pero sin esa comunidad que señala Daniela Santiago, esa que somos todos, medios, política, sociedad, volverán a repetirse los abusos.

Desde los medios, por la parte que nos toca, doy las gracias a Ana Pastor y Maribel Sánchez-Maroto por haber conseguido generar un espacio de confianza, de seguridad, de rigor y veracidad, para devolvernos a Nevenka. Su voz veinte años después es de lo mejor que nos ha pasado este año y en este 8 de marzo.

Sumidos en la convulsión permanente, en la carrera de fondo a velocidad de sprint, llega Nevenka. Hay un temblor en los primeros diez segundos del documental suficientes para paralizarnos frente a la pantalla. Solo el primer capítulo nos señala de dónde venimos y el retrato de un país que es otro y a la vez no tanto. Tan ocupados como estamos con todas nuestras crisis, nadando a braza en el periodismo-política del minuto a minuto, de repente escuchamos una voz y nos cuenta una historia en la que también salimos nosotros.

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