¡Es muy jodido cambiar!

Hace unos días vi en el teléfono una llamada perdida de un amigo. Estaba trabajando en mi ordenador y lo tenía sin volumen. Así que con retraso de un par de horas le devolví la llamada. Hacía unas semanas que no hablaba con él. Llevaba unos meses con problemas de salud. Que me llamara, pensé que era buena señal. Cuando descolgó, le pregunté qué tal le iba. Me dijo con enorme serenidad que le habían dado unos días atrás unos informes médicos muy negativos y que me llamaba para despedirse porque apenas le quedaban horas de vida. No soy capaz de recordar con detalle la conversación que intento reproducir mentalmente a cada rato. El shock mental que me invadió, al encontrarme ante una situación a la que nunca antes me había enfrentado, me nubló la mente. No cabe tener un diálogo con mayor carga emocional y dramática en la vida. Finalmente, José Ramón Pérez Ornia falleció un par de días después. Se han escrito diferentes notas necrológicas sobre él y su dilatada carrera profesional, como la que con manifiesto cariño ha publicado un común amigo, Carlos García Santa Cecilia, en El País. Su amplia trayectoria ha sido reconocida de forma generalizada por todos los que lo conocieron.

Personalmente, he necesitado que pasaran unos días para ser capaz de sentarme a escribir sobre él. Podría llenar varios libros sobre la infinidad de anécdotas que hemos compartido juntos. Me ayudó enormemente en mis inicios y jamás ha dejado de atenderme con cariño hasta el último día. Me crucé profesionalmente con él en 1979 y hasta hoy habíamos permanecido siempre en contacto. En aquella época, yo era aún estudiante de periodismo en la Universidad Complutense. Un grupo de amigos empezamos a realizar por vez primera en España mediciones que recogían la aparición de los políticos españoles en TVE. Se acercaban las elecciones del 1 de marzo de 1979 y pensamos en la posibilidad de que algún periódico publicara nuestro trabajo. Me tocó llamar por teléfono a José Ramón Pérez Ornia, que era un reputado periodista en El País, donde cubría las informaciones relativas al sector televisivo. Era un tipo de edad indefinida, escondido tras una tupida cabellera y barba negras, con unas gruesas gafas de pasta. Apenas hablaba y, cuando lo hacía, bajaba la voz hasta hacer difícilmente audible lo que decía. El País aceptó publicar cada día el tiempo de aparición de los líderes políticos en los telediarios. Era un escándalo. Los miembros de UCD, el partido en el poder, acumulaban una presencia estratosférica comparada con los representantes de los otros partidos. La serie de artículos tuvo un impacto extraordinario y provocó que, posteriormente, se regulara el reparto de tiempos en los procesos electorales, como es norma común internacional.

En esa época, no había ordenadores, ni abundaban los equipos de grabación caseros. El grupo de estudiantes nos pasábamos el día sumando con calculadora y repasando todos los vídeos con detalle. Tampoco había móviles para comunicarnos y todo resultaba muy complicado. Al final de cada mañana, me iba a ver a José Ramón al periódico con los datos cerrados del día anterior. Empezaba el proceso de escritura. Redactar con él era todo un espectáculo. Lo hacía con exquisito cuidado. Medía cada palabra, cada tiempo verbal. Me interrogaba una y otra vez sobre cada dato que le daba. No soportaba la posibilidad de cometer el más mínimo error. Su perfeccionismo era enfermizo. Por nuestra parte, en alguna ocasión, necesitábamos hacer algún reajuste después de sumar y sumar infinidad de tablas con minutos y segundos con diferentes personajes, partidos, ediciones, porcentajes y diferencias. Todo a mano, incluidos todos los gráficos que también diseñábamos y dibujábamos artesanalmente. El problema era cómo le decíamos a José Ramón que había un pequeño error de un par de segundos en una tabla del día anterior que había que actualizar. Habíamos salido de la redacción a las dos o tres de la mañana y ya estábamos de nuevo frente a él. Cabizbajos, le explicábamos una leve modificación mientras veíamos la desolación que le producía. En una ocasión, le vimos tan apesadumbrado por una mínima incidencia que le preguntamos con sumo respeto cuál era la razón de tanto disgusto. Respiró profundamente y en su habitual tono mínimamente audible pronunció una frase lapidaria: “¡Es que es muy jodido cambiar!”.

En aquel momento, intrigado ante tal drama, no supe valorar la trascendencia de la frase. Han pasado 40 años y ahora puedo asegurar con total rotundidad que nunca he conocido a nadie más constante y coherente en toda su recta vida. Su rigor siempre fue la guía de su conducta. Fue toda su existencia un personaje literario. Le gustaba repasar hasta el último detalle cada documento, tener la seguridad de que cada situación que le rodeaba estaba bajo control. La austeridad era su norma. Rara vez se distraía. Se movía con lentitud, casi siempre cargado con carpetas y papeles. Nunca le oí decir una palabra de más, elevar el tono de su voz. Jamás le escuché decir una tontería, ni una expresión soez. Tenía un medido y fino sentido del humor. Eso sí, le gustaba escuchar barbaridades e indecencias que reía entre dientes con contención. Nunca le vi mostrar odio hacia nadie. Fue honrado en todas sus actuaciones y leal con todo aquel con el que compartía cualquier responsabilidad. Lo que no soportaba era el desorden.

Estuve buena parte de la madrugada del viernes pensando que tenía que llamarle en cuanto me levantara para ver cómo iba. Tenía ganas de decirle algo más de lo que apenas había sido capaz de farfullar en su llamada de despedida de un par de días atrás. A las 9:00 en punto de la mañana sonó el móvil. Era su querida Isabel. Me temí lo que ocurría. Me dijo que acababa de fallecer. Me emocionó su entereza y le pregunté si podía ayudar en algo. Me dijo: “Me ha dejado todas las gestiones absolutamente resueltas y todos los papeles ordenados y recogidos. También me dio en mano una lista con las personas a las que os tenía que llamar y en qué orden ¡Ya sabes cómo era!”. Genio y figura. Ya me lo había dicho bien claro hace 40 años: ¡Es muy jodido cambiar!”. Descansa en paz, buen amigo.

Hace unos días vi en el teléfono una llamada perdida de un amigo. Estaba trabajando en mi ordenador y lo tenía sin volumen. Así que con retraso de un par de horas le devolví la llamada. Hacía unas semanas que no hablaba con él. Llevaba unos meses con problemas de salud. Que me llamara, pensé que era buena señal. Cuando descolgó, le pregunté qué tal le iba. Me dijo con enorme serenidad que le habían dado unos días atrás unos informes médicos muy negativos y que me llamaba para despedirse porque apenas le quedaban horas de vida. No soy capaz de recordar con detalle la conversación que intento reproducir mentalmente a cada rato. El shock mental que me invadió, al encontrarme ante una situación a la que nunca antes me había enfrentado, me nubló la mente. No cabe tener un diálogo con mayor carga emocional y dramática en la vida. Finalmente, José Ramón Pérez Ornia falleció un par de días después. Se han escrito diferentes notas necrológicas sobre él y su dilatada carrera profesional, como la que con manifiesto cariño ha publicado un común amigo, Carlos García Santa Cecilia, en El País. Su amplia trayectoria ha sido reconocida de forma generalizada por todos los que lo conocieron.

>