Moción de gobernabilidad Pilar Velasco
Y Dios salvó a Trump
“Muchos me dicen que Dios salvó mi vida por una razón: y la razón era salvar a nuestro país y restaurar la grandeza de América”. Son palabras de Donald Trump en el primer discurso a sus seguidores tras la victoria en las elecciones.
Cuando en febrero de 1929 quedó sellada la alianza entre el Vaticano y el régimen fascista de Mussolini en los pactos firmados en el Palacio de Letrán, el papa Pío XI definió al Duce como “el hombre que nos ha enviado la Providencia”. Miklós Horthy, quien estableció en 1920 en Hungría la primera dictadura de corte ultraderechista en Europa, adoptó, a imitación de Mussolini, el título de Vezér («Líder», en húngaro), y estaba convencido de que la providencia le había designado para ser el dirigente del Estado totalitario en su país. Pocos días después de la sublevación militar de julio de 1936 en España, el general Ioannis Metaxás dio un golpe de Estado el 4 de agosto en Grecia y se presentó también como un salvador de la patria. A Francisco Franco, nombrado Generalísimo por sus compañeros de armas tras aquella insurrección, apologetas y eclesiásticos le recordaban la misión divina que la providencia le había asignado como cruzado del catolicismo. “Voy siguiendo con la seguridad de un sonámbulo el camino que trazó para mí la Providencia”, declaró Adolf Hitler tres días después de que el presidente alemán Paul von Hindenburg le diera el poder a comienzos de 1933.
Todos aquellos dictadores europeos, y muchos más en otros continentes, que sembraron sus países de guerra, destrucción y políticas de exterminio, se presentaron como enviados de Dios para poner orden en la ciudad terrenal. Al invocar a Dios, Trump, décadas después y desde la democracia más poderosa del mundo, recuerda a sus ciudadanos que posee la legitimidad plena para saltarse la ley. Dios arriba, el pueblo abajo, y él de mediador.
“Hoy será recordado como el día en que el pueblo americano recuperó el control del país”, les dijo también en ese discurso. Dejando a Dios como mera referencia, lo importante es que es el pueblo, el honrado, el auténtico, el que le ha elegido para quitar de en medio al anti-pueblo, la casta del Partido Demócrata, causa de todos los males desde que le robaron la presidencia en las elecciones de noviembre de 2020. Para sus seguidores es el líder guiado por unos principios políticos y morales intachables. Nadie puede llamar antidemócrata al auténtico gobierno del pueblo.
Habrá que esperar para averiguar a dónde nos llevará la versión Trump 2/Elon Musk. Ya saben: la historia no se repite, pero rima
El 6 de enero de 2021 Trump incitó al auténtico pueblo a invadir el Capitolio: violencia cívica para anular un resultado electoral y derrocar al ganador. Aquello, más que al populismo, recordaba al modelo fascista. Los Proud Boys imitando a las SA de los nazis y a los squadristi de Mussolini. Robert Paxton, uno de los historiadores estadounidenses más cualificado por sus estudios sobre el fascismo, se había resistido a aplicar la etiqueta de fascista a Trump, porque la América de 2016, cuando llegó por primera vez a la Casa Blanca, mostraba grandes diferencias con la Italia y Alemania de los años veinte y treinta del pasado siglo. Pero aquel asalto e invasión del Congreso cambió su opinión: la etiqueta parecía “no solo aceptable, sino necesaria”. No se trataba solo de una etiqueta para uso político, que servía para identificar a un líder, sino de un movimiento desde abajo, un fenómeno de masas que afloraba en Estados Unidos como lo habían hecho los fascismos originales en Europa.
Salvador, populista o fascista, lo importante es que millones de ciudadanos estadounidenses han elegido por segunda vez a un presidente que, en esta ocasión, estaba ya condenado por delitos graves, que apoya masivas deportaciones de inmigrantes y que propaga una retórica autoritaria seguida en el mundo por numerosos gobernantes. Se declara anti-elitista, abanderado de que el poder retorne al pueblo, pero le molestan las cortapisas a su poder absoluto y no respeta los resultados electorales cuando no le son favorables. Trata de convencer a la gente de que detrás de él no hay ideología ni programa concreto, porque hacer grande a América es aspiración tan absoluta e importante que no cabe en unos folios. Ausencia de cortapisas, poder del pueblo, acción en vez de palabrería… son caminos abiertos a la tiranía.
De que todos esos dogmas lleguen a la gente se encargará Elon Musk, cuya presencia en la administración de Trump será uno de los grandes cambios, hecho diferencial, respecto a su primeros cuatro años. El poder de Musk para diseminar bulos y mentiras, y para silenciar a los disidentes, es infinitamente mayor que el que tenía Joseph Goebbels en el partido nazi. No necesitará organizar los rituales de manifestaciones y mítines ni tomar el control de la maquinaria propagandística. La idea de Trump es nombrarlo “ministro de reducción de costes”, porque, en sus propias palabras, Musk “sabe hacerlo sin afectar a nadie”.
Trump se ha presentado tres veces a las elecciones. Ganó las dos que competía con una mujer y perdió cuando tuvo enfrente a un hombre. Es probable que el Partido Demócrata tarde en presentar de nuevo a una candidata a las elecciones en Estados Unidos. No crean que es una mera casualidad. El género, y la raza, importan, y mucho.
Dejemos por ahora las especulaciones sobre qué pasará en Ucrania, en Gaza y con la guerra comercial en China. Demasiado complejo todo, dirán algunos. Quedémonos con lo sustancial: Dios salvó a Trump y el poder ha retornado al pueblo. Habrá que esperar para averiguar a dónde nos llevará la versión Trump 2/Elon Musk. Ya saben: la historia no se repite, pero rima.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y Visiting Professor en la Central European University de Viena.
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