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La gran renuncia

La pandemia del covid-19 fue apocalíptica, pero tuvo un efecto rescatable: puso una luz despiadada sobre nuestras vidas. Nos obligó a todos a preguntarnos: ¿es esto? ¿es aquí? ¿así quiero que sea mi limitado tiempo en este mundo? Miles de personas negaron tres veces y rompieron la baraja para poder volver a jugar. En Estados Unidos, donde se le pone nombre a lo que nos acaba pasando a todos, lo llamaron “la gran dimisión”. Tantísima gente, aquí y allí, liberándose a sí mismos de trabajos o existencias que, por unas cosas o por otras, consideraron que no merecían tanta pena. Que la pena era honda.

En los últimos años escucho en España muchas voces que lo que plantean es “la gran renuncia”, que me parece exactamente lo contrario. Muchas voces, algunas con cientos de miles de seguidores, que le están diciendo a la gente joven “abajo el trabajo” mientras ellos y ellas compaginan mínimo cuatro empleos creativos con relumbrón y buena paga. A veces mencionan esta flagrante incoherencia como para excusarse sin excusa: rechina. También les predican, desde sus ocupaciones estimulantes y agradecidas, que el trabajo debe ser sólo trabajo: un trámite burocrático para pagar las facturas y sobrevivir. Decirle a la gente que debe pasar 44 años de su vida, con mucha suerte la mitad de su existencia, haciendo algo que no le apele en absoluto durante ocho horas al día, un día detrás de otro. Desmotivarles. Renunciar a la aspiración: a que esas ocho horas, que hay que luchar por que sean menos para todos, puedan emplearse en algo que aporte también desarrollo personal, satisfacción, crecimiento, aprendizaje, experiencias, emociones, ilusión.

Me niego absolutamente a que la clase trabajadora y la clase media no puedan aspirar ya a profesiones creativas o liberales

España es un país de gente naturalmente maja que está, en proporciones inasumibles, amargadísima en el trabajo. ¿Cuánto tiene que ver en eso la cultura del “colocarse” por miedo? De agarrar un puesto fijo, calentar una silla si puede ser para siempre, y sumarse a ese coro resignado que dice “a por el lunes”, como si fuera aceptable vivir sólo de viernes por la tarde a domingo al mediodía. ¿Qué papel juega en esa grisura la falta de opciones? ¿A cuánta gente condenaron esos padres que imponen una carrera “de ciencias” porque “tiene salidas”?

Estos días estoy preparando una charla sobre educación mediática en el Campus Viriato de la Universidad de Salamanca en Zamora. He convivido con esos chicos y chicas que marcan estos días con la selectividad y la elección de la carrera su primer gran giro en el Elige tu aventura. Ojalá todos pudieran elegir: sé que no es así. Vivo en una ciudad donde los veinteañeros ponen stories celebrando que antes de pisar un solo trabajo ya se han sacado una oposición. Dicen “funcionaria” como si les hubiera tocado la lotería. No saben todavía nada de lo que es ir cada mañana a un lugar que puedes llegar a odiar muy pronto, que puede minarte como pocas cosas en la vida. Y antes de probar el mundo, antes de saber quiénes son, se han atado a una oposición porque se les ha educado en el apocalipsis, en el miedo. Me niego absolutamente a que la clase trabajadora y la clase media no puedan aspirar ya a profesiones creativas o liberales. De esta campaña electoral feísima y carente de narrativa, rescato una frase de Irene Montero que suscribo y reclamo: Queremos la belleza, no las sobras.

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