Paja, madera y ladrillo

Después del cuento, cada noche cogemos una marioneta plana de un marrano morado y repetimos: “Quiero ser trabajador, responsable y constante como el cerdito mayor”. Una oración pagana, pragmática, de escuela laica. El cerdito mayor hizo la casa de ladrillo con mucho esfuerzo, con más esfuerzo, y la realidad le dio la razón. Una fábula que se desactualiza por segundos, pienso mientras “rezo” el cerdito mayor en inglés, en cómico italiano, sólo con la ‘a’ o sólo con la ‘u’ cuando no nos sale recitarlo en serio.

Cuando el cerdito mayor, un recorte plastificado en clase, ya descansa sobre la mesilla, yo abro mi propia letanía adulta en X, antes Twitter: incentivos fiscales para los propietarios de vivienda, ruegos y súplicas gubernamentales para que pongan sus pisos en alquiler habitual y a precios asequibles. Los expertos dicen que las medidas se quedan de nuevo a medias, que no solucionarán la cuenta imposible que condiciona la salud, las elecciones y las vidas de millones de personas que han sido o no, da igual, trabajadoras, responsables y constantes como el cerdito mayor: sueldos de hace diez años y alquileres que doblan o más los de hace diez años. De hipotecas no hablo porque es un idioma que empezó a desaparecer con nuestra generación milenial. 

Unos conocidos, de la generación X, me sorprendieron un día contándome que tienen un piso turístico. No hay nada que les haga cambiar de opinión, porque su razón es otra: “así nos aseguramos de que los inquilinos siempre se van”. Hay un convencimiento muy extendido, que hace mucho que no es sólo un monotema en algunos programas de televisión, sobre que existe un riesgo cierto de ocupación. Hay otro, yo se lo he escuchado a baby boomers, incrustado incluso en personas que con suerte son propietarias del techo sobre sus cabezas y para de contar: que el propietario hace un favor ya poniendo su vivienda en el mercado.

Si la solidaridad es mucho pedir, conformémonos con una mínima empatía: hay dos generaciones ya de cerditos trabajadores, responsables y constantes que no podrán tener nunca su casa de ladrillo

Es un chantaje macabro y, mientras lo siga siendo, el gran problema del país, el acceso a la vivienda, sólo será más crudo. Un bien de primera necesidad, el gasto más importante al mes, en manos de personas particulares o fondos particulares o empresas particulares: cómo podría salir bien. España no sólo tiene poca vivienda pública sino que ha dejado, también en este sector, que lo levantado con dinero público acabe en el mercado como bien privado sujeto a la especulación. Si no se tiene fe en la solidaridad de los propietarios (sic), dicen los expertos que esto, hasta donde alcanza la vista, no tiene solución.

Quienes se hicieron con casas de ladrillo con la facilidad con la que se construyen de paja o madera, simplemente porque el viento entonces soplaba así, quieren dar ahora lecciones sobre esfuerzo y ahorro a las generaciones que temen no conocer nunca qué se siente al saber que puedes hacer todos los agujeros que quieras en la pared. Si la solidaridad es mucho pedir, conformémonos con una mínima empatía: hay dos generaciones ya de cerditos trabajadores, responsables y constantes que viven con la demoledora certeza de que por mucho que dejen para siempre la tostada de aguacate, los conciertos y el viaje de oferta no podrán tener nunca su casa de ladrillo.

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