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Crónica de una devastación anunciada

Alfons Cervera

Se quedó sordo el martes 29 de octubre. A las siete de la mañana la alarma era roja. Y después hubo más alarmas para que la gente no saliera de casa. Llovía a cántaros en muchos pueblos del País Valencià. En todas partes sonaban las alarmas. Yo no estaba en Gestalgar, mi pequeño pueblo de la Serranía. Llegué a València, desde el Salón del Libro de Marsella, el lunes 28, ya de noche. El martes muy temprano mi hermano me llamó para decirme que llovía mucho. A mi hermano Claudio le gusta la lluvia. Le chifla la lluvia. No sé si llega a entender lo que a veces viene después de la lluvia cuando lo que llueve son chuzos de punta y va dejando en el suelo huellas de hecatombe. Está lloviendo mucho, me dijo. No vengas. Era por la mañana del martes 29 de octubre. Ya no pude subir al pueblo. Las noticias eran eso: alarma roja. Lo decía Aemet y hubo más avisos para que la gente tuviera cuidado, para que no se arriesgara saliendo de casa en las peligrosas circunstancias que se anunciaban.

El río discurre por el paseo de los chopos, siempre baja tranquilo, menos cuando en otro octubre de 1957 se encabritó y nos dejó sin nada. Barro. Troncos de árboles que parecían esqueletos humanos, como esculturas de algún artista rabiosamente contemporáneo. Animales muertos entre esos esqueletos y enganchados en los matojos que taponaron el puente viejo. Un desierto de arena sucia. Mi abuelo Claudio no quería salir de la casa junto al río. Uno ha de morirse en el sitio donde ha vivido siempre. Eso decía. Hace sesenta y siete años de aquella noche. El martes por la mañana, en València, regresaban los días aquellos, el retumbar del agua en la curva del lavadero, el eco de las voces que surgían al choque violento del agua y de las rocas bajando el río encajonado desde la Peña María y la cabeza de Napoleón Bonaparte, cerca de la central eléctrica. Por la tarde, a las siete y media, me llamó Toni para decirme que nunca había visto llover tanto en toda su vida. Cuando estoy de viaje, Toni, Chelo, su mujer, y la prima Amparo nos echan una mano para que mi hermano no esté solo. La conversación se cortó. A esa hora ya había personas muertas y desaparecidas, había coches ahogándose con gente dentro en los túneles y en los garajes, la dana ya llevaba un buen rato haciendo de las suyas.

Los avisos de peligro no llegaron a los oídos de Carlos Mazón, presidente de la Generalitat Valenciana. De repente el exaspirante a representar a España en el Festival de Eurovisión hace unos años se había quedado sordo. Como Beethoven, pero en presidente del gobierno valenciano. Esa misma mañana, cuando las alarmas sonaban más amplificadas que un concierto de los Rolling Stones, Carlos Mazón asistió a varios actos y cuando ya el reloj pasaba de la una del mediodía publicó un tuit: “Según la previsión, el temporal se desplaza hacia la Serranía de Cuenca, por lo que se espera que en torno a las 18 horas disminuya su intensidad en todo el resto de la Comunitat Valenciana”. Se había acabado el peligro. La vida continuaba. Sin embargo, para entonces ya todo el mundo –menos, al parecer, Carlos Mazón– sabía que el desastre era seguro. Eran más de las ocho de la tarde cuando sonó la alarma en los teléfonos móviles. Todo estaba ya sentenciado. Mi pueblo y otros muchos se quedaron sin nada. Sin ningún servicio. Luz. Agua. Teléfono. Internet. Nada. La angustia de no saber aumentaba las dimensiones del daño.

Que a Claudio no se le ocurra asomar la cabeza, con lo que le gusta ver llover. Eso pensaba mientras en València no caía ni una gota. Por alguna vía que desconozco, el Ayuntamiento informaba de lo que iba pasando en el pueblo. Las noticias empezaron a ser escalofriantes. Esa noche de martes nadie pegó ojo. En ninguna parte. El miércoles el móvil echaba chispas. Llamadas de cerca y de lejos. De muchos países extranjeros. Qué pasaba en tierras valencianas. Las imágenes del horror. Centenares de mensajes de ánimo, palabras que ayudan a no sentirte solo, que construyen esa red de solidaridad por la que asoma el rostro más digno y noble de lo humano. La casa del pueblo es inmensa. Cuatro plantas. De finales del siglo XIX. Parece un caserón de los que salen en las novelas victorianas. Qué hostias haría Claudio sin luz y sin agua y sin nada. Menos mal que no es miedoso. Nos acostumbramos a no tener miedo cuando el abuelo nos contaba historias de muertos y desaparecidos en la casa junto al río. Y además estaban Chelo, y Toni, y Amparo, que me daban una seguridad absoluta a la hora de pensar en su cuidado.

No sé si en esas horas del miércoles el estruendo de tantas personas muertas y desaparecidas le había curado la sordera a Carlos Mazón. Por la mañana del jueves llegó Núñez Feijóo a Valencia y soltó un escupitajo de los suyos sobre las víctimas: la culpa de todo la tenía el gobierno de Pedro Sánchez. No es que sea torpe el jefe del PP: es que es un miserable. Ese mismo jueves por la tarde pude regresar a Gestalgar. Jóvenes del pueblo y de otros pueblos ayudaban en los trabajos de voluntariado. Antes, al pasar por Pedralba y Bugarra, tractores y grupos de gente ocupando las calles y abriéndose paso en medio del barro y el agua que aún corría por algunos sitios rocha abajo. La solidaridad. No todo está perdido, aunque haya tanto canalla dispuesto a llenar de maldad el corazón de lo que nos pasa.

En València no han fallado las instituciones. Los que han fallado son quienes están al frente de esas instituciones

Se anunciaba que vendrían los reyes el fin de semana. Yo escribí, en mi columna de los domingos en el diario Levante, que para qué. Que lo mejor eran los tractores y la gente con el barro hasta las rodillas. El domingo llegaron a Paiporta y se armó la de dios. La extrema derecha había convocado para armar bulla. Y la armó. Seguro que también se añadió gente del pueblo: el hartazgo estaba más que justificado. Ahí empezó a funcionar la antipolítica. El fascismo grita que a la gente no le hacen falta las instituciones de gobierno. Nos basta con que llegue un cantamañanas golpista y solucione los problemas (¡Franco, Franco, Franco!). En València no han fallado las instituciones. Los que han fallado son quienes están al frente de esas instituciones. Empezando por Carlos Mazón, presidente de la Generalitat. Si hubieran estado gobernando las izquierdas, el PP estaría exigiendo dimisiones, empezando por la del Presidente Ximo Puig. Ahora seguro que en vez de preocuparse de tanto daño, de tantas personas muertas y desaparecidas, lo que están preparando en Madrid es su propio relato para no asumir su irresponsabilidad política y evitar hablar de dimisiones. No sé yo si también se les podría acusar de negligencia y si eso tiene responsabilidad penal. El relato que preparan es claro, lo sabemos de sobra: el culpable de todo es el gobierno comunista de coalición. Y enseguida las redes y todo el aparataje mediático a su disposición se pondrán manos a la obra para convertir la verdad en una sarta de mentiras. Al PP, Vox y su ejército mediático les importan un pito la devastación, la tristeza por tanta pérdida y tanto extrañamiento violentamente repentino, lo que estén sufriendo quienes han visto pasar el horror por delante de sus casas.

A las siete de la tarde del lunes 4 de noviembre escribo esto en Gestalgar para infoLibre. Casi todas las noches las calles se quedan a oscuras. También hoy. Esta mañana me acerqué con mucho cuidado a la esquina del lavadero, donde empieza a derecha e izquierda el paseo de los chopos. Es inaccesible. Todo está destrozado. El estruendo de las aguas continúa. Es agua marrón llena de barro que, conforme va descendiendo hacia los pueblos de más abajo, se encabrita todavía más y cuando llega cerca de la desembocadura provoca, con el agua de los barrancos, la catástrofe que mi hermano Claudio ya intuía la mañana del martes 29 de octubre. A él le gusta que llueva y asomarse a la puerta de casa, en la calle Larga, y escuchar el ruido de la lluvia en los tejados. Ahora hace unos días que no dice nada. Como si se diera cuenta de que más allá de lo que dicen en la tele hay algo que no se ve, que es como si se hubiera quedado dentro del alma de los sitios, de la gente, de ese paisaje que ya no volverá a ser el de antes. El río se ha llevado la huerta, me ha dicho esta mañana. Una pequeña huerta que le regaló el primo Miguel antes de morirse hace once años, apenas un cuadrado de tierra donde cultivaba pimientos, berenjenas y calabacines. Le he dicho que no pasa nada, que cuando pase todo este desastre le ayudaremos a dejarla bien esponjada para cultivarla de nuevo. Creo que no se lo acaba de creer del todo. Sabe que aún queda por delante un largo tiempo de reconstrucción. Y no sólo del paisaje devastado, qué va, no sólo de eso. Sabe, aunque a lo mejor no lo saque fuera de sí mismo, que lo que empieza ahora es nuestra propia reconstrucción, la de mirar atrás y saber que si no arrimamos el hombro con el bien común en el horizonte más cercano esto se va a la mierda. Y eso sí. Parte importante de ese bien común es que Carlos Mazón y su equipo de irresponsables, que tanto daño han hecho estos días, presenten su carta de dimisión. Y si no lo hacen –que seguro que no– pues a llenar las calles valencianas y a plantarles cara a sus mentiras, ¿no? Pues eso.  

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 Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.

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