Gaza como baluarte de los derechos de la humanidad

Guillermo Muñoz Matutano

Cada día que pasa en esta insoportable secuencia de asesinatos que supone el genocidio en Gaza uno advierte que, junto a la masacre del pueblo palestino, el mundo occidental tal como lo conocemos acomete un parricidio más a su decrépita modernidad. El Norte global y sus cómplices ejercen con tamaña hipocresía, cinismo y con el más salvaje de los horrores la explosión de los cuerpos en la masacre de Gaza. Un genocidio perpetrado por Israel, pero financiado por EEUU y permitido y amparado por la Unión Europea. Quizá Gaza signifique el parricidio final, y con él acabe desmoronándose el último de los cimientos que sostiene la asimétrica y sesgada democracia liberal.

Contemplando todas las imágenes del genocidio al pueblo palestino, la verdad es que uno entiende cuál es la raíz que nutre el dualismo cartesiano entre sujeto-objeto. Ese supuesto pistoletazo de salida de la Revolución Científica que sostuvo el yo emancipado: “yo” entendido como el hombre blanco y rico, un individuo sospechosamente “autosuficiente” que hoy sigue empeñado en separar cultura y naturaleza.  

La Edad Moderna, la Ilustración, la Revolución Industrial… quizá antes que cualquier otra cosa sean piezas derivadas del colonialismo y el patriarcado europeos, activadas a partir de exportar violencia sanguinaria. Aquella que no se comete contra el otro, puesto que eso supone reconocer a un rival, sino contra “la cosa-objeto”. Cosa producida por la desubjetivación que niega la conciencia de los otros, para restringirlos a mera mercancía para el consumo propio. 

Las imágenes del genocidio en directo aparecen simultáneamente a la inacción generalizada de buena parte de la población en sus retiros estivales, anestesiada con Juegos Olímpicos, campeonatos europeos y vueltas ciclistas. Si a estas les sumamos la abyecta y vergonzosa indecencia “profesional” de la gran mayoría de representantes políticos, uno entiende que la Revolución Científica anclada sobre la toma de conciencia sobre uno mismo, esa chispa que prendía la antorcha de la razón, estaba principalmente apoyada sobre los procesos de deshumanización de la gran mayoría de los seres humanos con los que colonialismo topaba. Aquellos humanos, ahora los palestinos, que el pasado octubre el ministro de defensa de Israel, Yoav Gallant, por no llamarlos “cosas sobrantes” los calificó de “animales humanos” para así justificar su masacre meticulosamente calculada, pero manifestada a través de odio intestinal. 

Sin embargo, ni siquiera aquí el Estado israelí aporta novedad alguna. El sionismo copia al mismo Martín Lutero, otro de los padres de la modernidad, cuando animalizaba y despreciaba al pueblo judío calificándolo como “amargos gusanos venenosos”, exhortando su expulsión (“¡Por tanto, que se vayan!”). El sionismo se inspira en el más atroz y condenable antisemitismo, expulsando y aniquilando al pueblo palestino bajo las mismas directrices modernas, coloniales y occidentales con las que en el pasado se animalizó y se expulsó al pueblo judío. 

Por supuesto, nada de lo que ocurre en Gaza tiene que ver con la religión. El genocidio es sencillamente el modus operandi del sistema socioeconómico occidental, que sigue siendo colonial. En Gaza, el mundo occidental moderno deja caer las bambalinas enseñando los bastidores del interior del teatro: los engranajes coloniales funcionando a pleno ritmo, acelerados sin pausa desde ese 12 de octubre de 1492 de la invasión española a las tierras del pueblo de los taínos. 487 años más tarde, el 12 de octubre de 1979 en la sede de Naciones Unidas (NNUU) de Nueva York, el comandante en jefe Fidel Castro explicaba un principio de asimetría colonial: “Se habla con frecuencia de los derechos humanos, pero hay que hablar también de los derechos de la humanidad”. Un principio que el mismo Fidel Castro acabó reproduciendo durante su larga dictadura. 

Sabemos muy bien que los derechos humanos de NNUU no son equivalentes a los derechos de la humanidad. El mismo año de la Nakba, la catástrofe del pueblo palestino de 1948, se publicó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) de las NNUU. En su carta de renuncia del pasado 28 de octubre de 2023, Craig Mokhiber, el ya exdirector de la Oficina del Alto Comisionado de las NNUU para los Derechos Humanos y miembro activo entre 1992 y 2023, expone que dicha declaración “nació al mismo tiempo que uno de los genocidios más atroces del siglo XX, el de la destrucción de Palestina. En cierto modo, los autores de la Declaración prometieron derechos humanos a todos, excepto al pueblo palestino”. 

Todo esto ha sido señalado una y mil veces desde distintos enfoques académicos, como los estudios históricos del colonialismo europeo, desde el cuestionamiento del relato hegemónico cartesiano “por ser una visión «intra» europea, eurocéntrica, auto-centrada, ideológica y desde la centralidad del Norte de Europa desde el siglo XVIII”, pasando por la tesis-lema del “Nunca fuimos modernos” que da título al famoso libro del antropólogo, sociólogo y filósofo Bruno Latour. 

Una de las voces más autorizadas que podemos elegir para destapar esta relación imbricada entre el progreso civilizado de la metrópoli y el horror en las colonias es la del psiquiatra, escritor y miembro de la resistencia argelina Frantz Fanon. En su libro Los condenados de la tierra, en el primer capítulo titulado Violencia, Fanon observa que “en las colonias, el extranjero venido de fuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y sus máquinas”. Esta es la simbiosis entre modernidad, Revolución Científica e Industrial y colonialismo. Como podría decir Latour, usamos estas palabras diferenciadas para dividir ámbitos y sucesos, pero la realidad opera mediante acciones en las que no existen fronteras entre ellas. La Revolución Científica esconde un corazón tan colonial, como la explosión del colonialismo del siglo XIX se puede asociar como aplicación de la Revolución Industrial.

El genocidio es sencillamente el modus operandi del sistema socioeconómico occidental, que sigue siendo colonial

El mundo sociopolítico-tecnologizado se muestra híbrido, pese a los débiles contrafuertes que desde multitud de cargos de representación institucional aún tratan de negarlo, con soflamas como la de no mezclar ciencia y política. La verdad científica muestra que los ya más de 40.000 asesinatos del genocidio en Gaza se perpetran a través de innovación tecnológica, parcialmente financiada por fondos europeos y a través de la compra-venta de armamento al Estado de Israel. Es así como Israel convierte Palestina en un apartheid tecnológico como base para sus negocios, también con empresas españolas, a la vez que supone una amenaza existencial para ese “Sur global pacificado (principalmente) con armas israelíes y estadounidenses”, tal como reporta extensamente Antony Loewenstein en su libro El laboratorio Palestino. Dicha amenaza no solo se exporta como armamento y tecnologías de vigilancia. El sistema de apartheid israelí y la ausencia de derechos del pueblo palestino también suponen influencias exportables, para hacer retroceder toda clase de derechos de la población definida como desechable tanto del Sur como del Norte global.  

El mundo “civilizado” aparece ya sin disfraz alguno: el genocidio en Gaza a plena luz del día, reportado en directo, significa el ocaso de ese eclipse (por ocultación) que supone el relato occidental, abanderando hoy una posible transición desde las débiles y asimétricas democracias liberales hacía unos nuevos y desafiantes estados etnonacionalistas iliberales

Cuando hablamos de geografía y tecnología como tablero de la correlación de fuerzas, de la disputa del poder y la hegemonía política, surge simultáneamente el acceso y control de medios materiales y recursos naturales. O lo que es lo mismo, emerge en ellas esa raíz colonial e imperial. El historiador Timothy Snyder, por medio de lo que llama la fábula de la nación sabia explica que en ese mundo post II Guerra Mundial (II-GM), la UE no se formó como unión de estados nación, sino como congregación de imperios. El objetivo de dicho acuerdo fue precisamente autorregular los impulsos imperialistas dentro de Europa, puesto que “el imperialismo no se podía sostener de forma indefinida”. Sin embargo, la continuidad del imperialismo y del horror colonial sobre los pueblos colonizados nunca ha despertado la más mínima preocupación ni repulsión occidental, siempre y cuando no se produjera contra la privilegiada ciudadanía que pertenece al “selecto” club del “jardín europeo”

El proyecto sionista usa y repite esta metáfora floral de la modernidad que identifica a Europa como un jardín de prosperidad occidental y al resto del mundo como una amenazante jungla. El ex primer ministro israelí Ehud Barak definía al Estado sionista como “un pueblo en medio de la jungla”. El padre del sionismo, Theodore Herzl, en su texto seminal de 1896, El Estado Judío, justificaba con argumentos similares la oportunidad que significaba el asentamiento colonial de Israel: “Para Europa formaríamos allí [Palestina] un baluarte contra Asia; estaríamos al servicio de los puestos de avanzada de la cultura contra la barbarie”. El pasado 16 de octubre de 2023, el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, para justificar sus operaciones genocidas usaba las mismas metáforas: “Esta es una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad. Entre la humanidad y la ley de la jungla”. 

Jean Ziegler, vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de NNUU, nos ayuda a ordenar la confusa metáfora del jardín europeo de la modernidad. En el documental The Code dirigido por Carles Caparrós, Ziegler resuelve: “La banca internacional es una jungla”. El capital financiero es el poder oligárquico que acaba sometiendo al mundo en el caos a través de la sangría de los pueblos

Ejecutados ya más de 10 meses del infierno humano, material y real que supone el genocidio en curso, los jardineros de Israel en su bombardeo a Gaza prácticamente han duplicado la masa en toneladas de bombas lanzadas en la II-GM sobre Londres, Hiroshima, Nagasaki y Dresden juntas, sobre un territorio de escasos 360 Km2. Se han reportado torturas extremas llevadas a cabo en las prisiones israelíes sobre población palestina, “sin que se les haya explicado el motivo de su detención, sin acceso a un abogado o sin una revisión judicial efectiva”. Las torturas incluyen violaciones a mujeres y hombres, como reveló el informe de la ONU publicado el pasado julio.  Como respuesta, desde las instituciones europeas comienzan a surgir voces que denuncian la posible existencia de crímenes de guerra por el Estado sionista, sin que estas declaraciones vengan acompañadas por lo que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ya considera como obligadas acciones de cerco, sanción o bloqueo a las salvajes capacidades genocidas de Israel. La CIJ ha resuelto considerar los actos de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) contra la ocupación israelí no solo un derecho e imperativo moral, sino una obligación desde la legislación internacional. 

La metáfora colonial de la jungla, cuando se analiza desde el pensamiento colectivo científico, se transforma como uno de los corazones esenciales del gran ecosistema que sostiene la vida en todo el planeta. El genocidio al pueblo palestino es indisolublemente un ataque al pueblo humano y a un ecosistema vital. Por ello, la metáfora de la jungla debería representar un paradigma totalmente diferente desde un contexto global e internacional, que permita hablar sobre hábitats y políticas de diversidad, armonía, o de equilibrios autorregulados y autogestionados. 

Partiendo desde esta metáfora de jungla global positiva, la subjetividad puede expandirse. El sujeto indígena, como identidad social emergente extra-europea y global, exige resolver la contradicción fundamental del relato moderno: aquella en la que lo que se dice y lo que se hace se oponen. Por medio de la toma de conciencia de esta contradicción moderna, aparece una capacidad que podemos considerar como la de definirse a sí mismo con relación a los otros, entendida como la responsabilidad para con otros. Un sujeto, por tanto, que se constituye por la exigencia del derecho a tener derechos y su determinación por alcanzar la liberación

El fin de la ocupación ilegal del territorio palestino ha de dar lugar a una Palestina descolonizada, sin apartheid ni genocidio, con toda su biodiversidad restaurada, en la que todas las personas, independientemente de sus creencias religiosas y su color de piel, puedan convivir con plenos derechos. Alcanzar una Palestina libre como práctica política globalizada por la consolidación de los derechos de la humanidad, restablecerá y reparará los daños de 1948: la ilegalidad de la Nakba, así como el sesgo fundacional de la DUDH de NNUU, abriendo con ello múltiples y necesarios futuros de posibilidad. Bienes tan frágiles como indispensables.

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Guillermo Muñoz Matutano, doctor en Física, es miembro de Red Universitaria por Palestina - RUxP. Universitat de València.

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