El imaginario Robinson Crusoe

José Manuel Rambla

Cuando Robinson Crusoe rescató a su “salvaje” de los “más salvajes todavía”, lo primero que hizo fue enseñarle dos cosas: que desde ese momento su nombre sería Viernes y que a él debía llamarle Amo. Este pasaje del relato de Daniel Defoe muestra las bases sobre las que la ascendente burguesía del XVIII fijaba su relación con el Otro. Lo hacía partiendo de dos premisas incuestionables que siguen vigentes en gran medida. La primera, que es el burgués quien decide el nombre del Otro; o lo que es lo mismo, quien define su identidad. La segunda —más importante todavía, pues sin ella sería imposible la primera—, que el Otro debe aceptar lo que le impongan con sumisión. Cuestionar cualquiera de ellas hace que el buen “salvaje” adquiera la condición de incorregible “más salvaje todavía”, lo que legitima su persecución y, si es preciso, su eliminación.

Tradicionalmente este imaginario ha vinculado el racismo con la ideología colonial. Sin embargo, aunque valiosa, esta postura sobredimensiona el papel de la raza en la concepción de un Otro. Porque, en realidad, el Otro, el “salvaje”, no deja de ser, en última instancia, el conjunto de clases trabajadoras y populares, a las que se quiere acomodar simbólicamente en la lógica del sistema. Por eso, no es extraño que en algunos lugares del País Valenciano, por ejemplo, podamos oír todavía hoy cómo algunas personas mayores utilizan el concepto “l’amo” como sinónimo de jefe o empresario. O que al abordar posibles limitaciones a los pisos turísticos, Isabel Díaz Ayuso defienda el derecho de los “dueños” a comprar viviendas para lo que quieran. En definitiva, en pleno siglo XXI, los continuadores del célebre naufrago de Defoe siguen decidiendo sobre la identidad del Otro, esas clases trabajadoras que ahora pueden llamarse “clases medias” siempre  y cuando no olviden que la autoridad la sigue detentando el “dueño”, el amo. 

Es en este marco donde conviene situar el auge del racismo y la xenofobia promovido no solo por una ultraderecha histriónica sino también por una derecha que intenta hacer pasar por “sentido común” las restricciones a la inmigración. La llegada masiva de extranjeros es insoportable, nos dicen; hace tambalearse nuestra identidad y genera problemas de convivencia. Y es cierto, solo basta con recordar un dato: en 2023 llegaron a España 85 millones de turistas. Su impacto en nuestra cotidianidad es innegable: el precio de los alquileres se ha disparado y miles de vecinos se ven obligados a dejar sus barrios; los centros históricos se han convertido en parques temáticos donde el comercio local ha desaparecido. En Ciutat Vella, el casco histórico de València, es más fácil oír hablar en italiano o inglés que en valenciano o castellano. Los problemas de ruido o suciedad no dejan de incrementarse, al igual que el gasto—que pagamos con nuestros impuestos—para atender los efectos de esta interminable avalancha de personas.

En el mismo periodo, llegaron a nuestro país unos 57.000 inmigrantes en situación irregular; es decir, por cada inmigrante irregular cruzaron nuestras fronteras el pasado año más de 1.500 turistas. Sin embargo, pese a su conflictivo impacto social, nadie en la derecha o la ultraderecha exige medidas para proteger nuestro modo de vida y nuestra cultura del turismo. Ni ningún político conservador reclama el envío de la Armada para frenar la invasión de los cruceros. Al contrario, todos se felicitan por el “efecto llamada” que tienen sus campañas de promoción turística. 

Se argumenta que los efectos indeseados son la contaminación de la nueva industria turística. Dañinos como los tóxicos humos que antaño surgían de las chimeneas fabriles, pero el necesario precio a pagar para que el motor económico siga rugiendo. Se aboga así por un realismo resignado que sería cuestionable pero honesto políticamente si fuera sincero; esto es, si se aplicara también a los problemas que pudieran acompañar a la inmigración. ¿Por qué entonces no se hace la misma pedagogía de la paciencia con los beneficios de la inmigración frente a la despoblación, el envejecimiento, el déficit de mano de obra en diversos sectores económico, o las necesidades nuestras futuras pensiones?

El racismo no es un problema ético, es un problema político. E ideológico en su sentido más clásico, aquel que interesa más por lo que oculta que por lo que exhibe. Por eso, la inmigración, una vez amortizados los réditos del procés y la amnistía a los independentistas catalanes, se ha situado en el centro de la estrategia política de las derechas españolas. Sin tapujos, en el caso de Vox, especialmente tras su distanciamiento de Giorgia Meloni y su realineamiento en Patriotas por Europa para consolidar en el Viejo Continente, con el empuje de Viktor Orbán y Marine Le Pen, el referente político de Trump y Putin. Pero también desde un PP donde el “moderado” Feijóo no duda en falsear los datos para alarmar con la supuesta invasión migratoria. Una presión conservadora que ha terminado imponiendo sus tesis en Bruselas a una socialdemocracia timorata que se abrazaba a un regresivo Pacto Migratorio.

¿Pero qué tiene el discurso antimigratorio, racista y xenófobo para que se haya convertido en piedra angular de la estrategia conservadora? En primer lugar, permite proyectar un espejismo identitario frente al discurso progresista del multiculturalismo y la defensa de las minorías. Sin embargo, como decíamos, lo importante en las construcciones ideológicas no es tanto lo que muestran como lo que ocultan. Y lo que oculta en este caso es el origen mismo de la desvertebración social de un capitalismo neoliberal que impulsó su (contra)revolución en nombre del individualismo posesivo y terminó generando la sociedad del individualismo depresivo. Individuos atomizados, precarizados laboral, habitacional y emocionalmente; individuos a los que se ha extirpado los lazos de solidaridad sin más alternativa que unas redes sociales cuyos algoritmos se escoran día a día hacia la ultraderecha. Redes sociales y, cada vez más, benzodiazepinas.

Por eso, la mejor respuesta frente al racismo pasa por desenmascarar todo lo que esconde

El discurso antimigratorio no solo genera el falso cobijo identitario del “blanco”, el “cristiano”, la “clase media” o el “español”. También oculta el expolio al que se ha sometido a las clases trabajadoras en las últimas décadas. Este es el aspecto más peligroso porque impacta directamente a las duras realidades de los barrios populares. Esos que asisten impotentes a la degradación de los sistemas públicos de salud, al deterioro de la educación pública, a las menguadas ayudas sociales o al acceso a la vivienda. Y es peligroso porque se asienta sobre la irrebatible confirmación de lo que ven los ojos: en las salas de espera de los centros de salud, “moros”; en las aulas , niños y niñas “negros”; en los servicios sociales, “musulmanes” y esos eternos extranjeros de aquí, “gitanos”. Y la conclusión de lo que ven los ojos siempre es incuestionable: “ellos” son los culpables. De este modo, quedan eclipsadas décadas de recortes de gasto público; décadas de injusticia fiscal, pobreza y desigualdad; décadas de privatizaciones, primero de empresas públicas y hoy de la enseñanza y la sanidad. Para las derechas, el racismo es una bendición que oculta la responsabilidad de sus propias políticas y permite recabar apoyos sociales para su proyecto de populismo autoritaria como alternativa a una crisis democrática agudizada por el impacto de la globalización neoliberal.

El racismo y el discurso antiinmigración son pues problemas políticos. Y mientras no se asuman como tales, lo que ven los ojos en muchos barrios populares—incluso entre inmigrantes que llegaron antes—continuará cegado por el espejismo ideológico y seguirá trabajando para los intereses de las élites conservadoras. Porque frente al malestar real resultan estériles los argumentos racionales que expliquen paternalistamente la conveniencia de los flujos migratorios. Y sonarán cínicos los argumentos “humanistas” que solo ofrezcan consuelo ético. Peor aún, acaban legitimando pasos atrás como el pacto migratorio, o flirteos como el de los liberales europeos con la postfascista Meloni.

Por eso, la mejor respuesta frente al racismo pasa por desenmascarar todo lo que esconde. Y por reconstruir complicidades que nos cobijen colectivamente. Porque aunque es imprescindible que las normativas migratorias se ajusten a los Derechos Humanos, eso solo no basta. Sigue siendo necesario y urgente dar respuestas políticas a las necesidades reales de esas clases populares que integran a todos, a los nacidos aquí y a los que llegaron de fuera. Reducir en profundidad la jornada laboral; mejorar de forma efectivo unos sistemas de salud, enseñanza y asistencia social públicos, universales y de calidad; impulsar políticas fiscales que permitan una redistribución de la riqueza ambiciosas como una efectiva renta básica, o afrontar retos inaplazables como el acceso a la vivienda. En última instancia, el mejor antídoto contra el racismo no son los alegatos vacíos y buenistas sino ese objetivo común que tanto desprecian los robinsonianos impenitentes como Milei o Ayuso: la justicia social. Es la única forma de combatir a quienes nos dicen que nuestro nombre tiene que ser Viernes y que ellos y lo suyos son los amos.

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José Manuel Rambla es periodista

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