Sondheim: una ética del teatro

Alberto Mira

No es la música, no son las letras, en cada musical, en cada tema, en cada nota y cada frase de Sondheim lo que hay es teatro. Y vida. A menudo la nuestra.

Podemos hablar de “teatro musical” como una categoría amplia que incluiría Edipo Rey y Orfeo en los infiernos, Rinaldo y Celia Gámez, un concierto de David Bowie en 1971 o un recital de cabaret con Barbra Streisand en 1962. Y por supuesto La tabernera del puerto y Chicago y La Boheme y, por qué no, aquella cosa fallera y desmesurada que tenía el viejo Un Dos Tres. Teatro. Musical. Personajes, conflicto, representación, drama. Y música. Y lo que distingue las distintas tradiciones de teatro musical es cierta alquimia: la importancia que puedan tener la trama, las escenas, la relación con la realidad, la psicología, la historia, el espacio, la distancia, los clichés, los personajes, cómo utilizan el espacio escénico y cómo todas estas cosas funcionan en una dimensión artística distinta cuando introducimos melodía, orquestaciones, armonías, canto. En algunos casos la música “arropa” el teatro. En otros casos lo interrumpe y reclama una centralidad absoluta. A veces el teatro es la excusa para hacer música. Otras la música es la excusa para hacer teatro.

Sondheim es la figura central en cierta concepción de estas relaciones que damos en llamar “musical de Broadway” que alcanza cierta especificidad en 1927 con Show Boat y que pierde relevancia y centralidad con el desembarco de Cats en Broadway (y el fracaso de Merrily We Roll Along) en 1982. Hay otras tradiciones afines, pero el musical de Broadway aspira a una alquimia de elementos totalmente distinta a la de la opereta europea o la revista o el teatro épico brechtiano o el realismo ibseniano, pero poco a poco las integra todas. Además de central, Sondheim es irrepetible: la tradición que contribuyó a crear seguirá entre nosotros y ciertamente habrá otras variedades de “teatro musical” (la “rockereta” que representan Jonathan Larson y Tom Kitt, que tiene sus fans y que es, definitivamente, otra cosa), pero su arco de desarrollo, como otros arcos a lo largo de la historia, se ha completado.

En esa tradición concreta, el musical de Broadway, todos son epígonos después de Sondheim y ya nadie será Sondheim, las cosas evolucionan, las convenciones cambian y el público espera otras cosas. Las estéticas evolucionan y, supongo, está bien que sea así. Pero seguirá deleitándonos, haciéndonos pensar, quizá ayudándonos a ver el mundo de una determinada manera o reconocernos en personajes que no tienen nada que ver con nosotros. Mama Rose en Gypsy, Bobby o Joanne en Company, Carlotta y Sally en Follies, Madame Armfeldt en A Little Night Music, Frank en Merrily We Roll Along, George en Sunday in the Park with George, los panaderos, la bruja y Cenicienta en Into the Woods, Fosca en Passion. Todos ellos son, y no son, nosotros. Todos ellos son teatro y todos tienen algo que decirnos. Sobre el amor, sobre las relaciones, sobre la vida, el mundo, la comunidad, y sobre el tiempo: sus traiciones, nuestros triunfos.

Por supuesto no creemos en el Destino, como no creemos en el genio ni en los héroes. Pero el caso de Sondheim articula, una vez se ha cumplido su curso vital, una narrativa que puede verse como un mecanismo de relojería, una ecuación que produce, inevitablemente, un resultado: desde sus inicios parece estar cumpliendo un destino personal, y su arte es plasmación de su trayectoria. Pensemos, por ejemplo, en cómo empezó todo. La madre de Sondheim fue una mujer que, en un momento crítico de su vida le escribió que lo único que lamentaba en la vida era haberle parido: es exactamente el tipo de presencia que o destroza a alguien o le hace especialmente fuerte. Esta mujer estaba obsesionada con la fama, y se mudó a una urbanización en la que vivía también Oscar Hammerstein. Hammerstein es una figura capital en el teatro musical: letrista y libretista de Show Boat, valedor de la integración entre números y trama, más allá de la opereta y exitoso colaborador de Richard Rodgers en la revolución que supuso Oklahoma! en Broadway en 1943. Fue un mentor para Sondheim, un muchacho con pasión por los problemas de lógica y los crucigramas, y le comunicó todo lo que sabía sobre la escritura para el teatro.

A instancias de Hammerstein, Sondheim fue en 1947 chico de los recados en la producción de Allegro, con música de Rodgers, quizá el primer “musical conceptual”. Y si el destino no existe (y no existe) resulta imposible creer que quien se convertiría en la gran figura del musical conceptual estuviera, precisamente, en este show. Coincidencias como ésta adornan la carrera de Sondheim. A regañadientes aceptó un trabajo como letrista (él se veía como compositor). Pero, eso sí, letrista nada menos que para Leonard Bernstein en West Side Story. Y en ese musical trabajó con figuras como Arthur Laurents, el diseñador Oliver Smith, el productor Harold Prince, por entonces en los inicios de su carrera, y el director-coreógrafo Jerome Robbins (la única persona a la que el Sondheim adulto considerará “un genio”). Dos años después, también sin muchas ganas, aceptaría hacer las letras para Gypsy, con música de Jule Styne (la estrella del show Ethel Merman, la gran diva de la vieja escuela, se negaba a estar en manos de un compositor desconocido), que todavía hoy se considera uno de los musicales más perfectos de la historia de Broadway. Si Hammerstein había hecho confluir revista y opereta en una cosa nueva, Sondheim partirá de las lecciones de Hammerstein para dar al musical de Broadway nuevas herramientas expresivas y una relación con el mundo que no siempre presentaba actitudes agradables o serenas y que dialogarán con propuestas vanguardistas.

No todo fue fácil. Sondheim no olvidó en vida que fue ignorado por los críticos y el comité de los Tonys en su primera partitura para Broadway, A Funny Thing Happened On The Way To the Forum (en 1962, traducido en España como “Golfus de Roma”). Y la partitura prácticamente desapareció en la adaptación cinematográfica de Richard Lester. Su siguiente oportunidad llegó con Anyone Can Whistle (1964) una obra extraña y furiosamente original que desarrollaba ideas sobre la locura y la corrupción política quizá demasiado pronto para el espectador medio de Broadway. Fracasó y bajó el telón tras sólo nueve representaciones tras su estreno. Uno puede imaginar el resentimiento que esto crearía. O quizá no. Sondheim no intentó hacer un teatro más fácil a consecuencia del fracaso. Sospecho que incluso estos años de frustraciones y ninguneos por parte del establishment fueron útiles para su desarrollo: pocos sobreviven al éxito temprano (ningún gran artista debería ser demasiado admirado en su juventud), y lo que se siente como frustración contribuye a la resiliencia.

El caso es que a pesar del fracaso, la evolución de Sondheim demuestra una fe en ciertos principios sobre lo que puede ser un musical: menos es más, el contenido dicta la forma, hay que currarse los detalles. Y, sobre todo, que un musical habla del mundo. Esta visión fue suscrita por Harold Prince, que también creía en el potencial que tenía el musical de Broadway para hacer algo más que entretenimiento. Prince y Sondheim colaborarán a lo largo de los años setenta en un ciclo de obras que constituyen la cumbre de las tendencias del musical de Broadway.

1970 es el año de Company, una obra fragmentaria, poliédrica y perfecta, y el inicio de una serie de grandes trabajos a cuál más impresionante, todos ellos diferentes en ideas, en aproximación, en temática. Follies (1971) es una reflexión sobre la amargura y el paso del tiempo, en el marco de la revista estadounidense de entreguerras. A Little Night Music (1973), “chantilly con cuchillas” tomaba como inspiración los amoríos cambiantes de una película de Ingmar Bergman. Pacific Overtures (1975) reflexionaba sobre la historia de Japón, la tensión entre tradición y modernización. Y Sweeney Todd (1979) hablaba de canibalismo para hacer una crítica al capitalismo a la sombra de Bernard Herrmann. Palabras mayores. Éxitos de crítica, sin duda, pero fracasos comerciales en varios casos. Y aunque en el Reino Unido pronto empezó a prestársele atención, en su propio país el reconocimiento tardó en llegar. Había espectadores que insistían en que era frío y cerebral (algo que hace pensar en la frialdad de esos espectadores) y el viejo cliché de que las letras muy bien, pero la música no tenía “melodía”. Como vemos, hablar sin pensar no es algo que se haya inventado en las redes sociales.

En 1981, el fracaso de Merrily We Roll Along (un musical en marcha atrás sobre el éxito económico y el fracaso vital) y dos infartos que le llevaron a las puertas de la muerte conducen a una crisis y un cambio de dirección: da Broadway por imposible y una vez vencida la tentación de dejarlo todo encuentra acomodo en otro modelo de producción en sus colaboraciones con el dramaturgo James Lapine. Algo que distingue el ethos de Sondheim es su fe absoluta en la colaboración. El éxito comercial está bien, pero las aspiraciones de su trabajo van siempre más allá: le gusta crear algo con otros. En numerosas ocasiones ha comentado cómo cuando le dicen que escriba una canción en frío queda paralizado, pero que le resulta especialmente excitante escribir para una situación muy específica creada por un director, un libretista, un coreógrafo. Sondheim sabía, como pocos artistas en teatro musical saben hoy, que no se trata de expresarse, se trata de dar voz a los personajes y construir un proyecto en el que las cosas encajen. Creo que aquí hay algo fundamental, muy vieja escuela, que tendemos a olvidar.

La estupenda película de Lin-Manuel Miranda, Tick Tick Boom, presenta un creador, Jonathan Larson, de una era posterior a Sondheim. Larson está obsesionado por el triunfo, y por encontrar “su” voz, ignorando a sus colaboradores, reacio al diálogo. El resultado es que impone su voz a sus personajes. Y que su arte acaba siendo básicamente la expresión de esa voz limitada por una experiencia o un deseo personal. Sondheim se muestra orgulloso del trabajo de otros, especialmente libretistas como George Furth, Hugh Wheeler, James Goldman o James Lapine. Es posible que su trabajo no hable a ninguna coyuntura concreta, pero está mostrando cómo sobrevive al paso de los años.

Es una idea que se desarrolla en Sunday in the Park with George (1984), basado en el proceso de elaboración del cuadro de Georges Seurat Un dimanche après-midi à l'Île de la Grande Jatte y los ecos que ese trabajo genera cien años después. Se trata de un trabajo intensamente original, intensamente emocional. Uno de los temas finales, Move On nos insta a seguir adelante, a desarrollar nuestras ideas, más allá de las trampas de la aceptación o el éxito. Más que un consejo profesional es un consejo de vida, y especialmente oportuno en la era de los likes. El valor de las cosas, lo que podemos ser, encontrará su camino, y el reconocimiento no debe producirnos ansiedad. La vida está en el cambio, no en ser reconocidos. La búsqueda del éxito corrompe esa evolución.

En 1987 tuvo su último éxito en Broadway: Into the Woods. Creo que hay algo que lo asemeja a la tetralogía del anillo wagneriana: habla de las tensiones entre el yo y el nosotros, evoca el fin del mundo, y lo hace utilizando mitologías populares, distanciándose de ellas. Entramos en Into the Woods porque es una delicia, pero si realmente escuchamos salimos de Into the Woods cambiados.

Sondheim tiene algo de culto, pero no un culto personal (no, no creemos en los héroes). Es una ética. Representa valores. Una manera de ver y hacer arte. Una manera de sentirse afectado por el teatro

Para los años 90, Sondheim se había convertido en un símbolo de ciertas prácticas que empezaban a desaparecer. Como en el caso de Kander y Ebb, su teatro se consideraba pasado de moda frente al ruido de los megamusicales británicos o la irrupción del rock. Seguirían la revista política sobre magnicidio en los Estados Unidos, Assassins (1991) y su melodrama Passion (1996). Eran tiempos duros para el teatro musical, con la llegada de productos pensados para turistas, pródigos en efectismos, vacíos de contenido, ruidosos y vehementes. Pero aunque muchos de ellos tuvieron el favor del público, los valores que representa Sondheim, la ironía, la ambivalencia, la reflexión, la inteligencia, el respeto hacia el público, siguieron manteniendo la atención de una minoría de fans que incluía a quien escribe estas líneas. A lo largo de los años, pocas cosas me producen tanta satisfacción como encontrarme a un fan de Sondheim y compartir entusiasmos, letras, momentos, recuerdos. En cierto modo, Sondheim tiene algo de culto, pero no un culto personal (no, no creemos en los héroes). Es una ética. Representa valores. Una manera de ver y hacer arte. Una manera de sentirse afectado por el teatro. Sondheim nos habla, y en cierto modo da forma a nuestras vidas: es quizá lo mejor que puede decirse del arte popular.

Conocí a Sondheim a partir del programa radiofónico La calle 42, presentado por Concha Barral y José Maria Pou. Fueron ellos quienes con su entusiasmo y conocimientos introdujeron realmente a Sondheim en los años ochenta. Con los años he comprobado el impacto que tuvo entre muchos de nosotros, el modo en que nos acompañó en la vida. El destino de su trabajo en España ha sido precario, limitado: sus musicales no suelen ser éxitos comerciales, y la mística Sondheim es aquí más limitada que en otras latitudes. Lo cual es lógico. Por otra parte, a menudo es difícil encontrarles el punto en castellano, no sólo idiomáticamente, también culturalmente. Pero creo que el buen arte siempre es traducible. Las versiones de Mario Gas de Sweeney Todd, A Little Night Music y Follies fueron los primeros pasos para lograr versiones cuidadas, atentas, y dignas de trabajos capitales. La producción de Company liderada por Antonio Banderas que se representa estos días en Málaga puede ser un verdadero hito en difundir un texto complejo, nada cómodo, fundamental. Acabamos de empezar, y hoy Sondheim se representa en los mejores teatros de todo el mundo.

Sondheim es hoy un lugar común. Aparece como parte del trabajo de muchos creadores, especialmente en Estados Unidos. A veces vemos una película, una serie de televisión, y ahí está, una cita, una frase, un momento, un título. Mientras su trabajo siga vivo, y mientras quede público a quien su trabajo hay llegado con intensidad, seguirá entre nosotros. Y sin duda será por mucho tiempo. Cualquiera que haya dominado una práctica artística de manera rotunda sigue vivo en los escenarios: todo teatro tiene fantasmas de Eurípides y de Ibsen, de Wagner, Shakespeare y Brecht. Y Stephen Sondheim, que pasó a la eternidad ayer está ya con ellos.

Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

No es la música, no son las letras, en cada musical, en cada tema, en cada nota y cada frase de Sondheim lo que hay es teatro. Y vida. A menudo la nuestra.

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