El virus y los limones

José Javier León

No había salido en diez días y, al hacerlo, por falta de pan y sobra de tortas, pisaba un barrio desconocido: el mío, el Albaicín granadino. Calles y plazas desiertas y la luz y el aire más puros que recuerdo haber contemplado y respirado: Granada, por su disposición orográfica y su climatología, disfruta de una de las más insalubres atmósferas de España. Las cuestas se podían bajar o subir sin ser uno remolcado por sucesivas riadas monolingües o ahogado en charcos políglotas.

Era un descanso enorme para los ojos mirar solo muros encalados, fugaces visiones de una Alhambra en tregua, buganvillas, madreselvas a punto de florecer, aljibes sin glosa, todo limpio de bípedos vestidos por Coronel Tapioca. En la puerta de la iglesia de San Gregorio no estaban los dos o tres guías que, con media sonrisa y viciada ironía, cuentan a sus grupos la milonga de las monjitas vestidas de blanco, como palomas, como novias, como corderos pascuales, permanentemente postradas ante la custodia, para luego invitarlos a entrar y disfrutar del anacrónico espectáculo. Cada vez que paso por ahí y oigo la historieta me llevan los demonios paradójicos. Intramuros no se ha interrumpido el culto: si alguien sabe de reclusión doméstica son las monjas de clausura; desde hace dieciséis siglos, concretamente. La diferencia es que ahora no propician, a su pesar, selfis con hostia de fondo. Sorprende la cordialidad a distancia en las colas de las tiendas. Nos sonreímos, comentamos cosas amables, algunos descubrimos nuestra vecindad. 

Son charlas largas, pues todo se ha ralentizado, y las miradas desprenden un fulgor sensible. Hasta en eso ha cambiado un Albaicín en el que apenas nos conocemos ya.  Verduras, carne, huevos, vino… el pan. Yo había salido a comprar pan. Bajo una empinada cuesta sin escándalo de ruedas de maletas. Qué descanso. El empedrado aumenta los rumores que la invasión de alojamientos turísticos ha multiplicado exponencialmente, igual que hacen los virus con corona. Los propietarios que exacerbaron los precios, los que pusieron a sus inquilinos de patitas en la calle para multiplicar ganancias, los que realquilaban tres y cuatro apartamentos inscribiéndolos a nombre de quien fuera, por codicia, ¿a qué conclusiones están llegando ahora que han podido reposarse, dejar de cambiar sábanas y atender sus móviles epilépticos? El Airbnb ha dejado por unas semanas de trastocar la vida de ciudades como la mía. A nadie le ha convenido restringirlo o regularizarlo de veras. Lo ha hecho un ser microscópico. Antes de llegar a la panadería, oigo a un hombre que pasea a su animal preguntar a la quiosquera: “¿Te has enterado de lo de la mujer que alquilaba sus perros?”. La señora responde: “¿Quién dices que alquilaba su perro?”. “Su perro no, ¡sus tres perros, la tía! A quince euros la hora, imagínate. ¡Pues la han pillao!”.

Hago la última cola en la tahona y, al llegar mi turno, me quiero quedar un rato dentro, respirar el olor a pan caliente, decir obviedades, pero me contengo, no está el horno para bollos, pago y regreso. Junto a mi casa veo de nuevo al señor del perro, el que criticaba a la alquiladora canina estajanovista. Es claro que no anda muy cerca de su casa. Se demora, serpentea, platica con el animal. Tardará como mínimo otra media hora en encerrarse. Cada cual justifica su trampa, su pillería, y critica las ajenas. Como antes, como siempre. Pero con categóricas fanfarrias morales estos días. Aquello de la paja, la viga y los ojos. Una vez en casa surfeo en la red, a ver qué se cuelga.

Están los que consagran su reclusión a elaborar sofisticados catálogos de fotos de comida. Los flamencos no paran de dar pataítas. Un conocido doctor granadino grita con idéntica fuerza y grosería lo contrario que vociferaba días atrás. Parte de la ciudadanía calla mientras otra aprovecha para hacer política de alcantarilla y ciencia en chándal. Muchos son los bienintencionados que aseguran que aprenderemos la lección, que se vislumbra un mundo mejor, que, tras este purgatorio, el ser humano resurgirá. El pensamiento positivo, aliado sentimental del capitalismo, echa mano de los viejos mitos bíblicos. Leo en El jinete pálido. La epidemia que cambió el mundo, de Laura Spinney: “La gripe española remodeló las poblaciones humanas de una forma más radical gripe españolaque ningún otro acontecimiento desde la peste negra.

Influyó en el curso de la Primera Guerra Mundial y, posiblemente, contribuyó a la Segunda. Empujó a la India más cerca de la independencia, a Sudáfrica al apartheid y a Suiza al borde de la guerra civil. Marcó el comienzo de la sanidad universal y la medicina alternativa, nuestra afición por el aire puro y nuestra pasión por el deporte y probablemente fue responsable, al menos en parte, de la obsesión de los artistas del siglo XX por las múltiples maneras en que el cuerpo humano puede fallar”. Llaman al timbre. Me asomo al balcón. Es una amiga que va a llevarle comida a su madre. Aprovecha para saludar y dejarme en la puerta unos limones: “Para el gintónic. Recién comprados. ¡Baja a por ellos!”. Le contesto que he de empezar a dar una clase por ordenador, que los recojo enseguida.

Y así hago, a la primera pausa, mas los limones no están. Eran limones, oiga. No ternera, ni merluza, ni tomates raf, ni aguacates de Almuñécar. Limones. Al acabar la clase un amigo me llama y me cuenta que en su pueblo las mujeres se ofrecen mutuamente, en taleguillas o bolsas colgadas de los pomos de las puertas, algo de lo que han cocinado ese día, potaje de garbanzos, migas, gachas de higos, empanada, o bien nísperos recién cogidos. A nadie se le ocurre llevarse nada que no sea para él. Oigo historias, alguna me toca muy de cerca. Relatos de gentes que ofrecen, generosas, lo que pueden y más de lo que pueden.

También de personas mezquinas o feroces que siguen, en circunstancias tan crudas, estafando a su país o a su prójimo, alimentando mentiras y desencuentros, destilando bilis. Pasará la pandemia y cambiarán nuestras sociedades, pero no necesariamente para bien: lo harán en sentidos encontrados, como ocurrió tras la gran gripe de 1920. Los individuos, en cambio, no nos transformaremos. Los mayores depredadores sobre la tierra, los seres más capaces de nobleza, los responsables de las mayores vilezas y de supremas entregas seremos idénticos a nosotros mismos. No son buenas noticias. Tampoco son exactamente malas. Pero escuecen, como el limón. Como los limones arrebatados del pomo de una puerta. Sin hambre, ni ternura, ni gracia.

No había salido en diez días y, al hacerlo, por falta de pan y sobra de tortas, pisaba un barrio desconocido: el mío, el Albaicín granadino. Calles y plazas desiertas y la luz y el aire más puros que recuerdo haber contemplado y respirado: Granada, por su disposición orográfica y su climatología, disfruta de una de las más insalubres atmósferas de España. Las cuestas se podían bajar o subir sin ser uno remolcado por sucesivas riadas monolingües o ahogado en charcos políglotas.

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