Miguel, desde un país lejano
Cuando hicimos la adaptación al cine de su novela Amanecer con hormigas en la boca, Miguel y yo nos enfrascamos en discusiones que no acababan nunca. Yo me permitía hacer cambios en la historia, tal como habíamos pactado, pero él los cuestionaba todos. Y eso me llevaba a mí a querer hacer más cambios. Las disputas llegaron a las comidas dominicales en casa de nuestra madre. Ella tomaba partido por él –era su primogénito–, y un día se me encaró: “¡Pero quién eres tú para cambiarle la novela a tu hermano mayor!”. Esta frase me dolió por un segundo y enseguida nos hizo reír a carcajadas a los tres. Como buenos hermanos, tuvimos después muchas agarradas fuertes. No era fácil ganarle una disputa a Miguel (supongo que tampoco a mí), y mucho menos si tenía el apoyo de mi madre. Pero aquél fue el principio del fin de nuestros desencuentros. Hasta que un día, en su boda, los dos nos hicimos mayores y aprendimos a zanjar cada discusión con un abrazo.
Nuestros padres se habían conocido en Venezuela, eran inmigrantes. Él consiguió trabajo como vendedor en una fábrica de galletas de Barquisimeto. Era un buen vendedor. Lo imagino viajando de tienda en tienda como esos personajes de Arthur Miller o de Mamet. Siempre obligados a vender un poco más. Todas las semanas iba al banco a ingresar el dinero que había recaudado. La cajera del banco, nuestra madre, tenía entonces 20 años. Se había instalado con sus padres en la ciudad seis meses antes. En la caja contaba y guardaba los billetes que traían los clientes. Entre ellos los de aquel español de 35 años que vestía traje y se desplazaba en coche. Una tarde él la esperó a la salida del banco y se ofreció a llevarla a casa. Meses después regresaron juntos a España. Buscaron dónde instalarse y encontraron Zaragoza, la ciudad de nuestros abuelos. Allí nació Miguel bajo el calor asfixiante de un mes de Julio.
Hay una foto en algún lugar de casa de mi madre, la tengo que buscar. En ella aparece Miguel con 3 o 4 años, pantalón corto, con mi madre y mis abuelos delante de la basílica del Pilar. Hay muchas palomas de fondo, y él sonríe mirando a cámara. Es la primera imagen suya que registro. En la última, que me ha mandado nuestro hermano Alejandro, Miguel bebe café de una taza, con el fondo de un mar del sur. También en ella sonríe.
Sé que con frecuencia se mostraba serio, tenso o angustiado. Que su carácter podía resultar abrumador y su personalidad imponía una autoridad que incomodaba a algunos. Tenía una inteligencia rápida y un conocimiento arrollador que podía asustar y ofender. Podían interpretarse como soberbia o arrogancia. Alguien lo podía tomar como provocación o como insulto. Y en cierto modo lo era. Quizás porque sentías que te estaba recordando tu ignorancia. Pero también había en él otros Migueles, y muchos de ellos siguen vivos. A algunos nos han dejado huella.
Cuando llegaba al desayuno, siempre traía una sonrisa de niño feliz, como si acabara de llegar de viaje desde un país lejano. Se sentaba a la mesa con un libro a medio leer, su cuaderno de notas, su exceso de vitalidad, y algo nuevo que contar. A los demás nos costaba empezar a hablar antes del café, pero él irrumpía con una conversación en marcha. Así recuerdo que empezaba Miguel todos los días. Podíamos estar en Barcelona, en Ávila, en Denia o en La Habana. Su alegría era la misma en todas partes. Por eso la frase de Hemingway que me recordó J. C. en su funeral me pareció que estaba escrita para él: “Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”.
Él no se permitía la tristeza. Si lo hubiera hecho, quizás hubiéramos podido escuchar algún aviso de su corazón antes de pararse. Pero él, que fue un gran hipocondríaco, decía que había que ser rocoso para no quedar expuesto a la intemperie. Sabía bien que la intemperie en la política, en la comunicación y en la comunicación política es cruel como una guerra, o como un invierno lejos del Caribe. Y aplicaba un mantra a todas las facetas de su vida: “La sabiduría consiste en suprimir cualquier pensamiento que te debilite”. Se había llegado a convertir en ese mantra.
Tenía claro que dedicarle tiempo a un problema solo lo agrandaba. Y cuando alguien, yo mismo, le contaba algún tipo de miseria que le obsesionaba, resolvía en el tiempo justo: “Vamos a ver, Mariano…”, me decía. Resumía el asunto con tres frases y recetaba una solución que funcionaba a partir de ese momento. Entonces uno se decía a sí mismo: “¡Pero cómo no lo he visto antes!”. Era así con algunos de nosotros o con un ministro; con nuestra madre o con un presidente; con un amigo de la infancia, con un socio, con sus hijos… Y también era implacable con quien le hacía daño o nos lo hacía a alguno de los suyos. Sabía proteger y protegerse. Una roca.
Todo lo había aprendido con los años y en los libros. Le recuerdo siempre, desde la adolescencia en la casa familiar y en el colegio, con un libro entre las manos. Leía cientos de novelas, ensayos, libros de historia, de antropología, de economía, de política, de filosofía, de poesía. Los devoraba a un ritmo frenético. Lo quería leer todo, conocer todo. Su pulsión por la lectura y sus ansias de conocimiento correspondían a alguien de otro tiempo, o quizás de otro país.
Si la literatura era una de sus pasiones, la novela negra era su debilidad. Le fascinaban las historias de Chandler, Hammett, Simenon, Padura, Patricia Highsmith, Eric Ambler, Graham Greene… Relatos de personajes ambiguos, amorales y desalmados, que cruzan una y otra vez la línea entre el bien y el mal sin despeinarse. Gente sin escrúpulos en la ciudad viciada, el símbolo de la vida moderna (pongamos que hablo de Madrid). Mundos hostiles habitados por élites corruptas y elementos advenedizos que socavan la generosidad y el afecto en las relaciones. ¿Qué queda entonces en el universo de la novela negra? Traición y engaño. Miguel admiraba la estilización de los personajes y la ironía cruel de los diálogos de la literatura negra. Ahora entiendo que devoraba estas obras maestras como si fueran manuales de supervivencia. También se acercó al género como brillante escritor. Amanecer con hormigas en la boca y Un asunto sensible son dos novelas extraordinarias (aunque sea yo quien lo afirme).
“Suprimir cualquier pensamiento que te debilite” era su forma de protegerse en el mundo de la alta política, el periodismo, las corporaciones, y la combinación de las tres. Era una pasión que le podía. A ellas dedicó mucho más tiempo del que habría querido. En realidad, era una forma pragmática de desplegar su verdadero talento, la literatura. Pero la literatura es incompatible con el ruido y con el odio del ambiente. Para escribir se necesita sosiego.
Lo había encontrado en algunos rincones de La Habana, como en su época de universitario lo había tenido en Barcelona. En el Mediterráneo descubrió, a los 20 años, el amor y la militancia, en una época en que ambas cosas iban de la mano. Su atracción compulsiva hacia La Habana le proporcionó días felices durante décadas. La distancia geográfica le daba distancia emocional. El ritmo pausado de la isla le regalaba el silencio que necesitaba para escribir. En ese silencio que tanto añoraba encontraba lo mejor de él. Solo allí, en el mismo mar Caribe en el que se conocieron nuestros padres, dejaba de escuchar el ruido tóxico, insoportable de la política madrileña.
Miguel no creía que hubiera que vivir cada día como si fuera el último. Tomarte así la vida obligaba a estar siempre preparado para la despedida. Él no pensaba en entregar nunca el equipo. Era partidario más bien de lo contrario: vivir cada día como si no fueras a morir nunca. Lo cumplió. Vivió plenamente, intensamente, todos y cada uno de sus días. Nadie nos prepara para hacernos mayores, eso decía. Y fue a morir en brazos de mi madre, a quien estuvo más unido que ninguno de nosotros durante toda su vida. Probablemente se había ganado ese derecho por ser su primogénito.
La muerte repentina de alguien querido es una guillotina que cae sobre los planes conjuntos, sobre las conversaciones en marcha y sobre los abrazos aplazados. Es un corte limpio y brutal que te obliga a escribir en pasado, a abandonar lo que quedó a medio hacer, o a retomarlo de otra forma. Pero también te regala su memoria y descubres en ti algunas partes que ha dejado. Aunque la muerte de Miguel acabó con su vida, no acabó con nuestra relación. La mía con mi hermano había sido una sucesión de momentos que ahora añoro. Ojalá estuviera cerca, aunque solo fuera para discutir con él. O para reír juntos desde lejos al leer intrigas y conspiraciones fabricadas desde la mentira, más propias de novela negra que de prensa libre.
La izquierda no sabe comunicar
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16 de Diciembre de 2024
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Mariano Barroso es director de cine.