Estamos raros o cuando la historia de todos se cruza con la historia íntima

Álbum familiar embarrado en el interior de una vivienda en la zona siniestrada de Catarroja (València) el pasado 9 de noviembre

Paco Cerdà

01

Soñabas con ser enviado especial a una tragedia. Tenías catorce años y toda la mitomanía del periodismo encharcaba tus venas de tinta épica, la tinta más libre. Soñabas con ir a una guerra o a una catástrofe; a esos grandes sucesos que solo contaban las firmas de Internacional bajo la aristocrática vitola: Enviado especial. No sé si fue Oscar Wilde o un chino sabio de la Antigüedad el que dijo”ten cuidado con lo que deseas, porque se puede cumplir”.

02

Es tu tierra. Has pisado estas ciudades. Sus nombres son casa: Paiporta, Carcaixent, Algemesí. Y de repente, el paisaje se ha transformado. Ya no es tu tierra. Circulas por la carretera y te abruma el desfile interminable de tanquetas militares, como en un remake de Milans del Bosch. Han pasado muchos días y ahí siguen, apilados en montañas inverosímiles, los esqueletos ferruginosos de tantos coches que el agua se llevó. Es el camino de siempre. Ya no lo es. No puede serlo. Y tú tienes una pena dentro. La magnitud de la tragedia es inimaginable. Y no solo por los muertos y los desaparecidos. Es la magnitud de la pena. La dimensión de este duelo colectivo. De encontrarte a un amigo en el supermercado y oírle decir que el domingo se fue a sacar barro. Que no es que lo necesitaran los afectados, que también; es que lo necesitaba él. Llevaba días mal, comiéndose la cabeza. Toda esa gente sin nada y él ahí, del trabajo a casa, de la cama al sofá, todo el rato comiéndose la cabeza. Y por eso se fue. Y quitó barro de la zona cero. Y dice que volvió nuevo. Relajado. Satisfecho. Mucho más sereno. Pero que al día siguiente empezó el comecome en el estómago y en la cabeza. Dónde estaban los desaparecidos. Por qué no salían más muertos. Acaso alguien los estaría escondiendo. Dónde estarían. Cuántos. Por qué no salían. Los garajes. Los aparcamientos subterráneos. Dónde, cuántos. Y notó cómo se activaba el bucle. Una lavadora en su cerebro. Vueltas y más vueltas. La obsesión. Y entonces paró y se apartó de las noticias. Por la pena y sus propiedades. Así se titula el poema de Vicent Andrés Estellés: Propietats de la pena. Estellés es el poeta del pueblo. Nuestro poeta más popular. Dice Estellés: “Assumiràs la veu d’un poble, i serà la veu del teu poble, i seràs, per a sempre, poble, i patiràs, i esperaràs, i aniràs sempre entre la pols, et seguirà una polseguera”. No habla de fango. No habla de rabia. Habla de la palabra viva y amarga y del hombre asumiendo la pena de su pueblo. Habla, también, del silencio. Y dice Estellés al final de su poema que “Allò que val és la consciència de no ser res si no s’és poble”. Y claro que eso es discutible; puede que sea incluso peligroso. Por supuesto que sabes que así comenzaron los peores ismos de la Historia, con un nosotros omnímodo y la disolución del individuo en la masa. Pero esta es la hora de la pena y tú te subsumes en ella y te sientes un poco más arropado entre el pueblo en cada conversación fática, porque ahora ya nadie habla de fútbol ni del tiempo; bueno, del tiempo sí, pero para decir qué desastre, qué tragedia, quina barbaritat. Como la de hoy. Han encontrado los cuerpos de los niños. Izan y Rubén. Dos hermanos. Tres y cinco años. Llevaban quince días buscándolos y sus cuerpos han aparecido ya. Muertos. A diez kilómetros el uno del otro. Su padre vio cómo se los llevaba la corriente. Su padre se agarró a la rama de un árbol. Su padre vive. Decir que vive es un decir. Aquí ya todo es un decir. Decir librería a una planta baja llena de lodo y sueños de papel. Decir cementerio a un cenagal embarrado con ataúdes y ropa de muerto por el suelo. Decir pueblo a una Venecia marrón donde el silencio y la peste impiden pensar en el pasado o en algún futuro. Decir suerte a una desgracia como la que te cuenta un amigo, este otro editor, que se siente afortunado. Solo ha perdido cien mil libros de su almacén. Otros han perdido la vida; muchos la casa; casi todos el coche. Él solo ha perdido libros, te repite. Su madre, por fortuna, estaba en la planta superior de la casa. Solo ha perdido libros, no una madre. Decir solo libros cuando son cien mil también es un decir.

03

Recuerdas el accidente del metro. Los muertos. Los heridos. La negligencia. La mentira. La indignidad institucional. El olvido. Y sobre todo recuerdas aquel viaje con Rubén. Te lo contó diez años después, mientras hacíais el mismo trayecto, pasando en la oscuridad por la misma curva. Te contó entonces que aquel 3 de julio de 2006 había ido a la Fnac a comprarse un disco y que luego se subió al metro para volver a casa. Ticó el billete a las 13.01 horas. Tenía dieciocho años, corrió escaleras abajo con su amigo Víctor, se subió al primer vagón –qué suerte, las puertas abiertas, pipipipipipi– y a las 13.03 el tren, que doblaba la velocidad permitida, descarriló en una curva. En ese primer vagón viajaban las 43 personas que murieron y las otras 47 que resultaron heridas. En ese vagón delantero, donde Rubén vio trozos de carne, palpó charcos de sangre y oyó el sollozo desconsolado de una niña ya sin madre, en aquel vagón transmutado en nube de polvo y horror estuvo viajando su mente durante años. Rubén ya no podía ver una boca de metro por la calle, oler la humedad del subsuelo o escuchar el ruido de un convoy sin sufrir un ataque de ansiedad y sentir unas ganas tremendas de llorar. Pasó años tratando de huir de todo aquello. Ese era su problema: que intentaba escapar de aquel vagón y su recuerdo. Después ya supo que siempre lo acompañaría. Que era inútil tratar de olvidar. Y ahora tú te acuerdas de aquel chaval que tenía cara de buena persona. Y piensas en el trauma que engendrará esta nueva tragedia. Piensas en las propiedades del trauma que viene. Oír en la tele que mañana va a llover mucho. Oler el barro. Sentir una tromba en el parabrisas del coche. Escuchar un pitido de alerta en el teléfono. Cuando eso suceda, un torrente de recuerdos ahogará miles de mentes, las retorcerá dolorosamente en la intimidad. Será el vagón del que algunos ya nunca escaparán.

04

Son tres fotos. La primera es la fachada del Palau de la Generalitat llena de sangre, de barro y con pintadas de asesino. Tragas. La segunda es una marea humana lanzando fango a los reyes de España. Alucinas. La tercera es menos simple y visceral. Piensas en ella. Te recuerda a la guerra. Concretamente a la Segunda Guerra Mundial. Evoca la mítica foto de Joe Rosenthal tomada en la colina más elevada de Iwo Jima cuando seis marines estadounidenses colocaban la bandera de su país: la libertad contra el fascismo, más o menos, y qué simploide es todo lo icónico. Aquí no son seis marines. Son seis bomberos. Los ha captado el fotógrafo Óscar Corral mientras, en una composición casi idéntica a la de Iwo Jima, los seis levantan juntos un poste para clavarlo a la tierra del pueblo de Alfafar. De fondo hay una casa destruida, el fango cubre todo el suelo. Parece Iwo Jima. Pero esos bomberos no enarbolan una bandera: ataúdes de seda, dice el poeta Marc Granell de las banderas. Eso dice: “Són taüts vells de seda onejant impertobables al vent i a la història del crim i la cobdícia”. Dice más: “Són coartades sublims i perfectes del dolor i la ignomínia. Inflamen tots els cors. Esclafen els cervells”. Pero esto no es una bandera. Es un poste. Y ese poste que plantan los bomberos enarbola, con discreción, una patria más verdadera que las de seda. Es una señal con varias placas. Los letreros con flechas ponen Ajuntament. Ponen Guàrdia Civil. Ponen Església, Cementeri, Tanatori. Ponen Barri d’Orba. Ese poste que vuelve a erguirse después de la batalla es el Estado y sus marines. Solo hay épica en la retina del espectador por el paralelismo compositivo con Iwo Jima. Porque lo que hay, ante todo, es la réplica a la pancarta que triunfa en estos días de fango y furia: Solo el pueblo salva al pueblo. Miras la tercera foto. No hay sangre acusadora en palacios de gobierno. No hay reyes con su real cara manchada por el pueblo. Hay algo más prosaico, también más profundo: Solo el Estado –del bienestar– salva al pueblo.

05

Querías ser Enviado Especial y te has convertido en Quedado Especial. Primero, porque la tragedia no sucedía en Fukushima, Sumatra, Haití o Nueva Orleans. Era aquí, en tu tierra. Quién iba a decirte que escribirías para el New York Times sin tener que coger ni el metro. Segundo, eres un ilustre Quedado Especial porque estás más tiempo en casa que fuera. Escribes desde casa y ahí sientes un aguijonazo; el malestar de quien tiene las suelas limpias y las manos blancas justo en este instante de solidaridad rebosante de palas, cubos y camaradería. Pero hay una razón y sería raro esconderla. Estás en casa porque dos días antes de las inundaciones tú salías del hospital con tu primera hija en brazos. Una niña ochomesina: menos de dos kilos, cuarenta y tres centímetros, los pulmones madurados con corticoides inoculados de urgencia. Fueron muchos días de incubadora. El miedo, el sufrimiento, doce gramos más, por fin el alta, y dos días después de que os fotografiaran a la salida del hospital con una sonrisa y pensando que esa imagen sería parte de tu posteridad –la niña, la novia del instituto, el ramo de flores, clic, clic, clic–, entonces vuelves a descubrir la mentira que es la posteridad. Nadie la tiene asegurada. No llovía en Paiporta ni una gota y, de repente, todo se inundó. Vuestro mundo se desmoronó. Así continúa: un engendro extraño, distópico; una tanqueta militar tras otra y muchos coches como los del scalextric amontonados. Y tú sigues en casa, escribiendo entre pañales y un biberón. Para ti ya ha pasado lo malo. Otros están en lo peor. Rubén, Izan, la rama de un árbol. Gente que se siente mal, con un garabato en la cabeza, y te lo cuenta en el supermercado. Desgraciados por la dana que se sienten afortunados. Todos estáis raros. Y ya sabes que todo pasa y todo queda. La pena, el trauma. Pero vuelves a pensar en Rubén y aquella curva del metro. Esta vez tendrá forma de lluvia o fango. En ese vagón estamos.

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