El 20 de noviembre de 2015 se cumplieron 40 años de la muerte del canalla de Franco. Perdón por el exabrupto, sólo sigo el ejemplo de Juan Marsé (aunque él, si no recuerdo mal, en una entrevista empleaba un apelativo bastante más grueso), aprovecho cada momento como si fuera el último para referirme a él como lo que era, y que no falle ni una vez, no vaya a ser que se nos olvide y acabemos pecando de indulgencia con el pasado. Rivera sabe de qué hablo. Además, no es bueno caer en el buenismo con los malasombras, como nos recuerdan algunos, precisamente aquellos para los que los años del franquismo fueron tiempos de placidez. Mayor Oreja, otro que tal baila, sabe bien de qué hablo. La dictadura ha sido el periodo más negro de nuestra historia reciente, una tetradécada ominosa derivada del suceso más cruel que puede soportar un país: una guerra entre hermanos. Y ese lamentable hecho no habría sido posible sin que un miserable de la talla más baja encendiera la mecha, por más que algunos insisten en la equidistancia culpable entre rebeldes y defensores del régimen legítimo. Son esos algunos los mismos que ahora cargan contra dirigentes autonómicos por declararse en rebeldía contra el marco legal que nos rige y que exigen poco menos que la intervención del ejército para apagar la rebelión. Seguro que los defensores a ultranza del ordenamiento jurídico vigente no tienen dudas de quien violenta, bien que sin tanques, la convivencia pacífica.
Bueno, tras el panegírico inverso al principal responsable del 36, que uno no es historiador pero tampoco mixtificador, puede afirmarse que el episodio funesto de la Guerra Civil española está cerrado y bien cerrado, en lo que respecta a la asunción de la tutoría intelectual. Sin tablas rasas que alimenten el error. Y también puede aceptarse que, aun tratándose del periodo más negro de la historia de España, ha sido superado, y bien superado por la inmensa mayoría de los españoles, sin que lo descortés pero sincero con la figura del canalla Franco quite lo valiente de la reconciliación, por chapucera que pueda considerarse. Sólo queda un detalle gigantesco de aquella demencia cerril que sigue coleando, y es que aún quedan sin abrir centenares de fosas comunes sembradas por todo el territorio nacional por la represión franquista. Es este un problema de todos, porque un país que mantiene a cientos de miles de asesinados en las cunetas no es un país que merezca lucir vitola alguna de dignidad. Podríamos decir que nuestra dignidad se halla bajo tierra mientras las víctimas de Franco permanezcan arrojadas como despojos. A todos interesa limpiar esta mácula colectiva. Y el Estado debe intervenir activamente en su recuperación. Cuando se produce un siniestro aéreo, todos los esfuerzos de la Administración se dirigen a recuperar los cuerpos de los fallecidos. Y sólo cuando no es posible, los familiares aceptan el lugar en que sus seres queridos se volatilizaron como su última morada. En el caso de las víctimas de la represión franquista los cuerpos no se han esfumado, siguen ahí, y da la sensación de que la negativa a no ayudar en la exhumación por parte de ciertos dirigentes políticos responde más a un deseo de mantener enterrados viejos remordimientos que al de no querer desenterrar viejos odios, que pueden considerarse extintos del todo. Comparto el dolor de quienes sufren este destierro ilegal en la muerte con que el Estado mantiene a sus parientes asesinados. Quienes tenemos a familiares enterrados en lugares perdidos, bien que a miles de kilómetros y por motivos bien distintos, conocemos su sufrimiento y sabemos que ese anhelado reencuentro con los desaparecidos es una llamada de la naturaleza que no deja de resonar en lo más profundo de nuestro ser.
Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre
El 20 de noviembre de 2015 se cumplieron 40 años de la muerte del canalla de Franco. Perdón por el exabrupto, sólo sigo el ejemplo de Juan Marsé (aunque él, si no recuerdo mal, en una entrevista empleaba un apelativo bastante más grueso), aprovecho cada momento como si fuera el último para referirme a él como lo que era, y que no falle ni una vez, no vaya a ser que se nos olvide y acabemos pecando de indulgencia con el pasado. Rivera sabe de qué hablo. Además, no es bueno caer en el buenismo con los malasombras, como nos recuerdan algunos, precisamente aquellos para los que los años del franquismo fueron tiempos de placidez. Mayor Oreja, otro que tal baila, sabe bien de qué hablo. La dictadura ha sido el periodo más negro de nuestra historia reciente, una tetradécada ominosa derivada del suceso más cruel que puede soportar un país: una guerra entre hermanos. Y ese lamentable hecho no habría sido posible sin que un miserable de la talla más baja encendiera la mecha, por más que algunos insisten en la equidistancia culpable entre rebeldes y defensores del régimen legítimo. Son esos algunos los mismos que ahora cargan contra dirigentes autonómicos por declararse en rebeldía contra el marco legal que nos rige y que exigen poco menos que la intervención del ejército para apagar la rebelión. Seguro que los defensores a ultranza del ordenamiento jurídico vigente no tienen dudas de quien violenta, bien que sin tanques, la convivencia pacífica.