Durante la jornada inaugural de la última edición de ARCO, las galerías españolas apagaron las luces de sus estands en señal de protesta. Exigían un «IVA cultural». La reivindicación no es nueva y, vista en perspectiva, hasta parece sensata: si la industria cinematográfica, la editorial, las salas de conciertos, las discográficas y los teatros pueden aplicar un impuesto reducido los productos que venden, ¿por qué no las galerías de arte?
No tardaron en sacarme de mi error: tan pronto Urtasun se comprometió a considerarlo (esta demanda, como el Estatuto del artista, lleva macerándose años en los decantadores del ministerio), descreídos de todo tipo salieron a denunciar la última cortesía que la izquierda pija tenía con los nuevos ricos. Increíblemente, en este bando abundaban los escritores, defensores acérrimos de «la cultura» y mucha de esa gente que, hasta hace nada, lucía en su solapa la chapita de «yo IVA al cine».
Convendría considerar cómo, en la cabeza del español medio, los intereses de una industria millonaria que alardea de actores enjoyados y productores con casa en Malibú han conseguido hacerse más dignos de defensa que los de un montón de fulanos desconocidos que venden cuadritos y esculturas. El mérito de la hazaña, supongo, andará repartido entre el declive de las humanidades, la falta de políticas de Estado, la torpeza propagandística del gremio y la edificante labor del telediario, donde solo te hablan de arte si un jeque paga un potosí por un Leonardo de mentirijilla. Gotita a gotita se construye el consenso: ¿el arte?, excentricidades para ricachones.
La cantinela parece haberse filtrado hacia el interior. Fíjense: hace un par de semanas me topé –gracias a los sabios designios del algoritmo– con la promoción de una serie en la que Samantha Hudson se entrevistaba con profesionales del mundillo para resolver una duda trascendental: ¿sería ella una obra de arte? Aunque no he visto el docudrama (hay incógnitas con las que uno prefiere vivir), no he conseguido esquivar dos fragmentos que la productora ha compartido en redes. En uno, una divulgadora glosaba los beneficios de estafar a los ricos vendiéndoles cualquier chorrada. En otro, un pintor reconvertido en vendehúmos advierte a la concurrencia de lo bien que se lavan capitales con la excusita de la compraventa de lienzos churreteados.
Tampoco nos sulfuremos, porque el arte de cada época tiene sus detractores: fulanos que lloran por las esquinas la falta de talento, la pérdida de las esencias y otras gansadas igualmente manidas. Quiero decir, en 1700 había gente quejándose del barroco. Con todo, es alarmante que el sector artístico, tan homologable a otros ramos culturales (para lo bueno y lo malo), no haya logrado aún mitigar la antipatía que produce entre la concurrencia. Será lo del dinero, que cae gordo, pero (aunque tendría que hacer los números) algo me dice que no hay más potentados entre los galeristas que entre los productores musicales, empresarios teatrales o editores; aun así, cada año, los miles de ciudadanos que se declaran consternados por la caída en los índices de lectura no parecen inmutarse ante los reveses que soporta el sindicato de videoartistas y performers.
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Habrá quien me replique que no es lo mismo comprarse un tebeo que una pieza de Jeff Koons. Razón no le falta, siempre y cuando no quieran conseguir el manuscrito original del cómic (esa, me temo, sería la comparación adecuada). Si hablamos de «consumir» (verbo odioso) y no de «adquirir originales», les aseguro que es más barato entrar en una exposición que en un multicine. (Conste, no creo que las razones para apoyar socialmente un sector cultural deban estar mediadas por lo que un aficionado pueda permitirse colgar en su casa, pero –para tranquilidad de todos– puedo mencionarles no menos de veinte artistas de los que podrían hacerse con una obrita por menos de lo que se gastarían en un fin de semana en Torrevieja).
Tomemos un poco de distancia. Al igual que entendemos que las medidas destinadas a impulsar la industria musical no se toman para beneficiar a Taylor Swift o que el propósito del IVA reducido de las entradas de cine no es enriquecer (más) a Brad Pitt, quizás sería justo considerar (¡aquí también!) el complejo entramado de relaciones laborales que se dan en el mercado del arte, más allá de lo que gane Marina Abramović (o el superventas de su preferencia): montadores, personal de las galerías, empresas de transporte y (oh, sorpresa) miríadas de artistas precarizados.
Alguna vez habrán leído que un porcentaje mínimo de los actores de este país viven de lo suyo: pues resulta que a los artistas plásticos les sucede tres cuartos de lo mismo. El dato, por lo que sea, se cacarea menos de lo debido.
Durante la jornada inaugural de la última edición de ARCO, las galerías españolas apagaron las luces de sus estands en señal de protesta. Exigían un «IVA cultural». La reivindicación no es nueva y, vista en perspectiva, hasta parece sensata: si la industria cinematográfica, la editorial, las salas de conciertos, las discográficas y los teatros pueden aplicar un impuesto reducido los productos que venden, ¿por qué no las galerías de arte?