Hay tal control sobre lo que aparece en cada plano de Wes Anderson que —al estilo de Gore Verbinski, Javier Fesser o Tim Burton— es habitual vincularlo a la animación, aun lidiando con intérpretes reales. Este cineasta también ha llegado a experimentar directamente con dibujos animados y recibido elogios por ello, si bien hay algo que le distingue de sus homólogos. Algo que incluso contradice la mera noción de “animación”, de imagen en exaltado movimiento, pues no hay mucho de eso en el cine de Anderson. La cámara apenas se mueve y los personajes, normalmente poco expresivos, tratan de no salirse nunca de los márgenes impuestos por el plano.
Estos planos podrán estar repletos de elementos, en disposición simétrica y barroca, pero todo está regido por un pesado encuadre y transmite algo parecido a la claustrofobia. Así que, cabe concluir, el cine de Anderson no persigue la animación, sino la viñeta. El cómic, en lugar de los dibujos animados. Le interesa ante todo la composición, enmarcada por guiones tan recargados que ocasionalmente su puesta en escena deviene ilustración literaria —los cortos de Henry Sugar como la adaptación más literal posible de Roald Dahl— o maquetación de revista cultureta —La crónica francesa como reflejo de la experiencia de leer el New Yorker—. Es, en fin, un cine que contemplar admirado, puro ASMR visual. A la vez, un cine muy incómodo en el que vivir.
Los personajes del cine de Wes Anderson son desdichados porque apenas pueden respirar. Su mundo está tan cuadriculado, sus movimientos tan medidos, que muy difícilmente encuentran espacio para expresarse. Cuando atinan a salir de su mutismo lo hacen de forma ridícula, como arrebatos de violencia infantil que apenas generan un alivio, solo la confirmación de que esas no son las formas. La evolución del cine de Anderson se cifra en una clausura progresiva, por tanto. Una a la que empuja la propia diégesis —la afloración de muñecas rusas e historias dentro de historias cada vez más estrechas a partir de El gran hotel Budapest— y el dolor emocional de los personajes, capaz de estropear el gustirrinín de ver tantos planos perfectos.
Las mejores películas de Anderson son las que se vuelcan en este dolor y retratan caracteres angustiados por las imágenes monolíticas que se acumulan en torno a ellos. El zorro de Fantástico Sr. Fox preguntándose si puede ser algo más que un animal, los personajes de Asteroid City queriendo desviar la mirada de un imposible castillo metarreferencial en busca de afectos genuinos. Cuando estos sentimientos se permiten fluir —y tiemblan los muros del encuadre—, el cine del texano alcanza unas cotas de belleza insoportable y cercana. Nos reconocemos en sus personajes, empatizamos con ese inmovilismo toda vez que compartimos la ansiedad por liberarnos de un mundo opresivo. El cine de Anderson es asfixiante y alienado. Por eso es importante comprenderlo.
Desde esa comprensión, el cine de Anderson se revela como una lucha constante entre la restricción y la libertad. El texano construye un espacio de sentido extremadamente delimitado, y luego mete a unos personajes dentro de él para que negocien la posible salida. La trama fenicia, su última película, no es ninguna excepción, si bien destaca en la filmografía de Anderson por el amplio perímetro físico de ese espacio. Fenicia es todo un país ficticio (aunque claramente remitente a Oriente Medio), cuyo kilometraje recorren al completo los protagonistas del film. Viajando de un lado a otro nos acordamos —con los exuberantes colores de la fotografía de Bruno Delbonnel— de un cómic de Tintín, aunque estas aventuras se parezcan más a una road movie bajonera.
Una película más pequeña que su radio de acción
Al margen de la gran cantidad de personajes puntuales interpretados por actores célebres —otra constante en el cine de Anderson— o de algún capricho mitómano —la alternancia del blanco y negro con siniestros aéreos remite al clásico A vida o muerte de Powell y Pressburger—, La trama fenicia es una película mucho más pequeña de lo que da a entender el radio de su acción. No podríamos considerarla coral: los protagonistas son dos (Benicio del Toro y la ascendente Mia Threapleton, hija de Kate Winslet), si acaso con un tercero en discordia que interpreta Michael Cera. Del Toro y Threapleton son padre e hija; él es un turbio empresario que cada vez ve más cerca la muerte, ella una monja que acaba de ser nombrada heredera de su fortuna. Eso es todo.
El viaje alrededor de Fenicia no es exactamente íntimo —está asaltado por encuentros absurdos, como un partido de baloncesto que Del Toro disputa con unos hilarantes Bryan Cranston y Tom Hanks—, aunque desde luego se consagra a la relación de ambos y a esa “negociación de una salida” que proponemos como brújula de cualquier película de Wes Anderson. La salida compartida sería la aceptación del amor paternofilial y solo a esa apunta cada parada en Fenicia, si bien antes de alcanzarla los protagonistas deben resolver sus propios conflictos internos. Esas restricciones autoimpuestas que modulan una interpretación hierática y monocorde por parte de Del Toro y Threapleton, y que el guion deduce, respectivamente, como egoísmo capitalista y corsé religioso.
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Es una dinámica que funciona mayormente bien. Es divertida, los intérpretes están excelentes —Del Toro tiene un primer plano diciendo muy serio que “no necesita los derechos humanos”—, y Anderson se beneficia de una concreción que durante buena parte del film apenas se dispersa. Aún así, las recompensas emocionales escasean. Como sucede en sus obras más endebles, el director prefiere sacarle brillo a los bordes de la viñeta antes de permitir que la surquen un número comprometedor de grietas, y a medida que transcurre el metraje de La trama fenicia se percibe una pulsión tristemente centrífuga. El argumento se complica, le presta demasiada atención a la intriga empresarial y la aparición del personaje de Benedict Cumberbatch aleja a la película de su foco.
Dicho de otra forma, a La trama fenicia le acaba ganando el gusto por lo superficial y lo tontorrón —bien ejemplificado por la presencia de Cera, fusionando su marca con la “marca de Anderson” para demostrar que pueden ser compatibles e igual de irritantes—, y a su interesante drama no le queda otra que desdibujarse. Es algo que le sucede periódicamente a Anderson; tal es la delicada tensión con la que siempre respira su cine. A veces simplemente no puede ver más allá. No puede, por ejemplo, encajar al personaje de Del Toro en el espectro del colonialismo o en algo tan actual como la infección de la geopolítica por parte de las élites millonarias.
Tampoco puede, y esto es finalmente lo más trágico, comunicar su ficción con el cuento. Hay pinceladas —el genial último plano de La trama fenicia, sin ir más lejos—, pero la película sucumbe en líneas generales a su propia cerrazón. Algo dentro de ella le impide creer que su historia pueda iluminar universalmente a la humanidad, y constata que Anderson, apesadumbrado, no se considera merecedor de la verdad de los cuentos. Es justo eso, nos guste o no, lo que le convierte en un autor tan contemporáneo.
Hay tal control sobre lo que aparece en cada plano de Wes Anderson que —al estilo de Gore Verbinski, Javier Fesser o Tim Burton— es habitual vincularlo a la animación, aun lidiando con intérpretes reales. Este cineasta también ha llegado a experimentar directamente con dibujos animados y recibido elogios por ello, si bien hay algo que le distingue de sus homólogos. Algo que incluso contradice la mera noción de “animación”, de imagen en exaltado movimiento, pues no hay mucho de eso en el cine de Anderson. La cámara apenas se mueve y los personajes, normalmente poco expresivos, tratan de no salirse nunca de los márgenes impuestos por el plano.