Pedro Simón: "Los silencios en una familia son como enredaderas metiéndose en los muros de la casa"

Hay un momento en el paso de la infancia a la adolescencia en el que la desordenada algarabía que gobernaba la casa va progresivamente silenciándose por los portazos de las puertas cerradas. La comunicación en el interior de esas paredes se reduce a monosílabos porque, en realidad, los que acaban de dejar de ser niños han decidido que la conversación que antes estaba dentro ahora esté fuera. Ajena a unos padres que luchan por mantener lo que antes era felicidad dicharachera y ahora es un cúmulo de nuevos y desconocidos problemas.

"Este libro es un destilado de muchas cosas que les pasan a muchos amigos que tengo con hijos adolescentes", señala a infoLibre Pedro Simón (Madrid, 1971), autor de Los incomprendidos (Espasa, 2022), una novela que partiendo de las relaciones en el seno de una familia de clase media con un hijo pequeño y una hija adolescente transita por la incomunicación, la culpa, la salud mental, los recuerdos, el dolor, la muerte, el ascensor social y, en última instancia, la esperanza.

¿Quiénes son los incomprendidos? ¿Somos todos de una manera u otra?

Cuando empiezas a leer puedes pensar que estás ante una novela que habla de la incomprensión durante la adolescencia y, aunque hay algo de eso, no es sólo de eso. A medida que te vas adentrando en las páginas hay una especie de espejo que interpela a ese baby boomer que está leyendo o a esa persona que tiene hijos en edad crecedera, para ir sacando la conclusión de que, efectivamente, aquí incomprendidos somos todos.

Los adolescentes tienden a sentir que nadie les comprende, pero eso ocurre también con los padres.

Incomprendidos son también ese padre y esa madre que cada mañana se levantan y a pesar de todo lo vuelven a intentar. ¿Quién comprende a los que tienen que comprender? ¿Quién comprende a esos que cada día lo vuelven a intentar a pesar de sus problemas en el trabajo, con la pareja, su falta de tiempo, el cuidado de sus padres? Ahí se mueve la novela, en ese juego de espejos de incomprensiones mutuas.

¿Hay más incomprensiones mutuas dentro de las familias ahora que en anteriores generaciones o solo son diferentes?

Hay una frase que dice en la novela Javier, el protagonista, que resume eso. Dice que somos esa generación que antes dejábamos el mejor sitio en la mesa al padre y ahora se lo dejamos al hijo. Yo creo que es exactamente eso lo que nos define. Nuestros padres bastante tenían con comprender ese mundo que les había tocado como para mirar hacia abajo a sus hijos. Ellos estaban en lo urgente, en tratar de sacar adelante la crianza, el piso, esa clase media que empezaba a bullir en España. Creo que ahora hemos llegado a una bahía que tiene que ver con el confort y estamos más en una mirada quizás un poco blandiblú hacia los chavales. Por eso, por ejemplo, cuando eres un padre con hijos pequeños te levantas un sábado y te entra complejo de monitor de tiempo libre. Y mientras eres adolescente tienes una culpa tremenda.

La culpa es un importante eje gravitacional en toda la novela.

Claro, es que tienes culpa por todo. Porque les has gritado o porque no les has gritado, porque les has premiado o les has castigado, porque les dejaste venir muy tarde o les hiciste venir muy pronto. Siempre nos movemos con la culpa y en la novela se ve muy claramente que el padre tiene culpa, la hija tiene culpa por otra cosa y el drama es que no hablan. Tienen como una culpa creciente de chapapote que lo impregna todo, ahora que se cumplen veinte años del Prestige, y que casi siempre se cauterizaría con hablar. 

Parece inevitable que el silencio se vaya apoderando de las familias en esa etapa en la que los hijos son adolescentes.

Para mí uno de los temas de la novela es lo que ocupan las cosas no dichas, lo que ocupan las cosas no hechas. Estamos en una era en la que nos comunicamos muchísimo pero nos decimos muy poco. Y cuando hablamos en casa y hay un adolescente, el monosílabo o si acaso el bisílabo está muchas veces muy presente. Ese "sí, no, bien, vale". Nos movemos ahí, no más. Por eso para mí uno de los grandes temas de la novela es este, el espacio que ocupan los silencios, como si fueran una enredadera que se te va metiendo en los muros de la casa y te acaba tirando la familia abajo. Porque es verdad que luego hablan y las cosas se empiezan a arreglar. Esto pasa en todas las familias, en cuanto hablan los fantasmas se empiezan a ir.

Tenemos en Los incomprendidos un agente externo en Clara, esa tía sin hijos que hace y dice lo que quiere y que lo ve todo desde fuera con perspectiva.

Yo creo que no envejecemos tanto por que nos aplasten los años sino por cómo gestionamos el dolor. Si dejamos que el dolor nos aplaste envejecemos muy rápido, eso lo hemos visto todos en nuestros entornos. Si levantas una empalizada contra el dolor siempre te mantienes joven y la tía Clara es un personaje libérrimo, dice lo que quiere y siempre aporta mucha luz porque ella ante su dolor decide que no le va a afectar. Eso es muy fácil de decir pero muy complicado de hacer, por eso siempre admiramos mucho a las tías Claras, que es esa gente que no te da el coñazo con su dolor, que minimiza su mierda, que trata de darte mucha luz en tu desesperanza. Me gustaba que fuera una tía que conectara con la adolescente atormentada.

Y que no tuviera hijos.

Siempre está ese papel en las familias de alguien que no tiene hijos y da lecciones de maternidad o paternidad sin tenerlos. Eso siempre me ha parecido fascinante, es como ponerte a hablar de setas sin haber ido a setas en tu vida. Pero siempre me ha generado mucha curiosidad esa gente. Yo creo que todos queremos ser Quijotes pero somos Sancho Panza, igual que todos queremos ser esa tía Clara aunque luego seamos ese padre cagado que tiene muchísimas dudas y lo pasa fatal.

Igual es decir demasiado pero, ¿puede la adolescencia ser la etapa más trascendental de nuestras vidas?

La adolescencia es un parto dentro de un parto, es como esa escena de Alien cuando sale el bicho de dentro de Sigourney Weaver. En la adolescencia pasa eso, a los chavales les sale otro niño de dentro. La jueza de menores Reyes Martel tiene una frase: 'La adolescencia es un monstruo que devora a tu hijo y luego te lo devuelve o no'. Y yo creo que casi siempre te lo devuelve, pero es verdad que hay un túnel de lavado del que salen transformados.

En la trama, Javier y Celia son un matrimonio diríamos que normal, que se muda de un piso en Carabanchel a un chalet en Boadilla. ¿Qué les empuja a ese cambio?

Me gustaba que fuera una familia de clase media que se pareciera a muchos de nosotros y que jugase con el tema de la escalera social, con esas ganas que tienen de cambiar de sitio no tanto solo por ellos, sino por toda la gente de su entorno que les pregunta por qué siguen donde viven. Es como que la sociedad te dice que ya te has pasado esa pantalla del videojuego y tienes que pasar a la siguiente. Me gusta que haya ahí un apego del padre al sitio donde él se ha sentido seguro —Carabanchel—, porque se ha mudado a un sitio más grande y supuestamente mejor —Boadilla— pero, como se dice en la novela, lo malo de tener una casa grande es que tocas a más metros pero también a menos gente.

La felicidad es la ausencia de dolor. No somos conscientes, pero tú ahora mismo estás despilfarrando tu felicidad. De repente suena el teléfono, te dan una noticia absolutamente terrible y te das cuenta de que estabas siendo feliz y lo dabas por hecho

Cuando parece que todo va perfecto, el rumbo de los acontecimientos cambia súbitamente durante una excursión familiar a Pirineos. ¿Perdemos el tiempo persiguiendo certezas que en realidad tenemos delante?

Es que yo creo que la felicidad es la ausencia de dolor. No somos conscientes, pero tú ahora mismo estás siendo feliz y no lo sabes, estás despilfarrando tu felicidad. De repente suena el teléfono, te dan una noticia absolutamente terrible y te das cuenta de que estabas siendo feliz y lo dabas por hecho. Siempre hay un instante que nos cambia la vida, lo suyo es que nos pille preparados para que no nos vengamos abajo. En cualquier caso siempre está la pedagogía de los que se levantan, que es más interesante que la de los que se caen y ya no te digo de los que se tiran. Me interesa mucho la pedagogía de la gente que está jodida. Está claro que esa gente que va al psicólogo se parece mucho más a mí que los que ganan un mundial de fútbol, que son ajenos a nuestros vidas. Sin embargo, alguien que necesita y pide ayuda me parece que tiene que ver mucho conmigo.

Por eso tantos personajes acuden al psicólogo en busca de ayuda.

En esta familia todos van al psicólogo por motivos diferentes y está más o menos normalizado, sí. Volvemos a lo de antes, cuando las cosas se empiezan a hablar los fantasmas empiezan a irse. Esta familia percute en ello con mayor o menor éxito, porque si hay una edad tormentosa para esto es la adolescencia, cuando los chavales lo pasan realmente mal.

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Sí. Hablar. Al final, para mí Los incomprendidos es un novela sobre una familia que tiene que gestionar un par de traumas muy grandes y no sabe cómo hacerlo. Todos tenemos un muerto en el armario en todas las familias, que puede ser cualquier cosa... que te llevas mal con un hermano, que tuviste un problema con tu padre, que al repartir la herencia de no sé quien te llevaste un disgusto muy gordo... y tendemos a no hablarlo. Tendemos a dejar los muertos en el armario, pero hay que sacarlos y airearlos, porque cuando lo haces el mal olor desaparece de casa.

¿Y así a lo mejor, con suerte, una vez pasada la adolescencia, todo puede ser un poquito como era cuando los hijos eran niños? Javier, el padre, dice que nadie te va a querer jamás de la forma que te quieren tus hijos cuando son niños.

Damos por hecho que esa arcadia que es el perfecto desorden y el perfecto caos que es una casa cuando tienes niños va a estar siempre ahí. Pero no, pasa el tiempo y te das cuenta de que cuando viene el orden se va la felicidad. Cuando todo está en su sitio es que no hay niños y las cosas son menos divertidas, sobre todo porque ves el mundo solo por los ojos del adulto y no por los del niño, que es mucho más fantástico y enriquecedor. 

Hay un momento en el paso de la infancia a la adolescencia en el que la desordenada algarabía que gobernaba la casa va progresivamente silenciándose por los portazos de las puertas cerradas. La comunicación en el interior de esas paredes se reduce a monosílabos porque, en realidad, los que acaban de dejar de ser niños han decidido que la conversación que antes estaba dentro ahora esté fuera. Ajena a unos padres que luchan por mantener lo que antes era felicidad dicharachera y ahora es un cúmulo de nuevos y desconocidos problemas.

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