Paloma Bravo: "Una sociedad que ignora o descarta a sus mayores es una sociedad indigna"

Paloma Bravo publica 'Una historia de amores'

"¿Qué edad tiene? Esa es siempre la primera y también la última pregunta. Hasta cierta edad (¿cuarenta, cincuenta, sesenta quizá...?) el cáncer es injusto y cruel; una tragedia. Por encima de los ochenta, no hay empatía. Solo un chasquido, un encogimiento de hombros, un silencioso '¿y qué esperabas? De algo se tendrá que morir...' Esperaba, puestos a esperar, las preguntas importantes: quién es, quién podría seguir viviendo, cuánto le queremos, si podremos vivir sin él".

Así arranca Una historia de amores (Contraluz). ¿Dudas? Todas. ¿Dolor? Infinito. ¿Amor? Más, siempre más. Una historia de cuidados de una familia que se remanga para afrontar una enfermedad terminal. Una confesión en primerísima persona de Paloma Bravo, quien relata de manera brutalmente honesta y descarnada todo el proceso desde el fatal diagnóstico hasta el duelo por la pérdida de su padre.

Un libro que rebosa verdad y cuenta de manera sencilla y directa, también cruda, algo que nos va a pasar a todos por mucho que pretendamos ignorarlo. Una vivencia atemporal en este caso atravesada por la pandemia y que reflexiona sobre la sanidad pública, nuestros mayores rechazados en los hospitales, la soledad, la salud mental, los roles familiares, el individualismo, envejecer con dignidad. Aprender a cuidar y a morir, si acaso eso fuera remotamente posible.

"En esta sociedad que premia, fotografía y adora la juventud, en la que se niega la edad y la enfermedad, en la que solo se canoniza a los jóvenes, nos hacemos viejos y lo hacemos a escondidas (...) Los mayores somos nosotros dentro de veinte, treinta, cuarenta años. Los mayores seremos todos. O aprendemos a cuidarnos o no seremos cuidados", alerta la periodista y escritora en otro pasaje de Una historia de amores, el libro sobre el que charla ahora con infoLibre.

- Hola, Paloma. Muchas gracias por escribir este libro tan revelador y necesario. Muy a grandes rasgos, para situarnos, ¿qué es Una historia de amores?

Es un libro atípico, diferente y muy difícil de definir, pero yo también creo que es un libro necesario. Habla de lo difícil que es acompañar a un enfermo terminal y, a partir de ahí, de todo lo que implica vivir y morir: educar, querer, despedirse, contribuir, envejecer… Y lo hace en un estilo fácil, directo, con humor y con luz. Es también la historia de un aprendizaje: cómo enfrentar la enfermedad y la muerte en unos tiempos tan extraños y tan virtuales como éstos.

- Es un libro muy sincero, en primerísima persona por su parte, para compartir un retrato familiar con mucha profundidad. ¿Por qué decidió hacerlo así? ¿Por pura necesidad personal para intentar sanar?

Lo escribí para asimilar todo lo que había vivido y aprendido, pero el paso de publicarlo fue por otra razón: porque creo que es un libro que no existe. Hay libros extraordinarios sobre el duelo (El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, Niveles de vida, de Julian Barnes…), pero no sobre el acompañamiento. Y las enfermedades terminales y degenerativas son largas, agotadoras y difíciles para el enfermo y para quienes lo cuidan. Desgraciadamente, hay muchas cosas de las que no somos conscientes hasta que las vivimos, que no se pueden contar en teoría. A veces hay que escribir desde lo más personal para tener un efecto universal. Yo no lo supe hasta que le mandé el libro a Palmira, mi agente, y me llamó impresionada y emocionada: me dijo que había que publicarlo, que leerlo le había hecho querer ser mejor persona. No se puede pedir mucho más a la literatura.

- La literatura como refugio y salvación... 

La literatura acompaña y consuela; también agita y remueve. A veces necesitamos leer para poner palabras a lo que sentimos y también para hacernos las preguntas adecuadas aunque no tengamos las respuestas.

- ¿Por qué el cáncer, estando tan presente, es tan tabú en nuestra sociedad?

Porque el cáncer duele y da miedo. Lo hemos ocultado con esa frase odiosa de “la batalla contra una larga enfermedad”. No es una batalla, es cáncer. Hace falta llamar a las cosas por su nombre para investigarlas, para afrontarlas, para vivirlas. Y hay que ser realistas: la medicina ha avanzado mucho, pero, por mucho que nos empeñemos, la vida, siempre, se acaba con la muerte.

- No estamos preparados para la muerte porque pensarlo es insoportable. Pero, como bien plantea, la alternativa a no ver morir a nuestros padres es que ellos vean morir a sus hijos. Matarlos de dolor. ¿Se asume eso en algún momento cuando se está en un proceso como el que vivió en su familia con su padre, o la negación y la sensación de irrealidad se impone?

Como hemos consumido tanto cine y tantas series, creemos que sabemos lo que es la muerte y no tenemos ni idea. Antes se moría en las casas; ahora hay hospitales, médicos, aparatos, monitores… Morir es un acto natural y deberíamos saber hablarlo y poder elegirlo. Pero eso lo sé ahora, porque, la verdad, mientras duró la enfermedad de mi padre creí que no podría soportarlo y, por lo tanto, no tendría que vivirlo. Como un pensamiento mágico o, como tú dices, como una negación.

Sabemos cuidar a los niños porque ver crecer y aprender a un bebé es alegría, aprendizaje y futuro. Pero no, no sabemos cuidar a los enfermos o a los mayores porque la enfermedad es pegajosa, dura y, sobre todo, agotadora

-Tan importante como saber morir, que no sabemos, es saber cuidar. ¿Diría que sabemos cuidar? Supongo que aprendemos por obligación y por instinto.

¿Sabemos cuidar? Creo que no. Creo que sabemos cuidar a los niños porque ver crecer y aprender a un bebé es alegría, aprendizaje y futuro. Pero no, no sabemos cuidar a los enfermos o a los mayores porque la enfermedad es pegajosa, dura y, sobre todo, agotadora. Lo que creo que es importante es ser consciente de que es difícil cuidar, y que el cuidador también debe cuidarse. Cuidar es dar, y no puedes dar si estás agotado, vacío, triste. Y eso sin entrar en el aspecto sociológico y político de los cuidados, que es un tema inabarcable, y más para las mujeres. Tenemos hijos cada vez más tarde, nos encontramos con niños pequeños y padres mayores, multiplicando la carga física, económica y mental y sin resolver el tiempo y el valor económico que implica cuidar.

- Denuncia a lo largo de todo el libro la falta de empatía con la vejez, algo que ejemplifica en cómo cuando diagnostican un cáncer a gente de más de 80 años se dice que ya son mayores y de algo tendrán que morir. También habla del olvido que sufrieron durante la pandemia. ¿Vivir eso en primera persona le ha hecho ver esa situación de otra manera?

Sí, sin duda. Con la pandemia los descartamos, con aquellos informativos que decían “no es para tanto, solo mueren los mayores”; como si ellos no consumieran noticias o fueran idiotas. Y, en general, los tratamos con impaciencia, con paternalismo y, en el mejor de los casos, con un poco de pereza. Yo no era tan consciente hasta que me ha tocado ser testigo y, la verdad, creo que una sociedad que ignora o descarta a sus mayores es una sociedad indigna.

- El libro es también una reivindicación de los cuidados a los mayores, de esa red tan necesaria y a la que no se destinan todos los recuerdos que serían idealmente necesarios. La geriatría no renta y no está tan de moda como otras especialidades y eso dice mucho de nosotros mismos.

Sin duda. Si la décima parte de lo que pasa en una residencia de ancianos pasara en una guardería habría manifestaciones en las calles y ceses en cadena. La pirámide de la población se ha dado la vuelta, vamos hacia una sociedad envejecida y, sin embargo, no se invierte en modelos asistenciales o en algo tan básico como que ser geriatra sea tan rentable como ser cirujano estético. Es como si hubiéramos decidido vivir con anteojeras, entregados al culto al cuerpo y negando un futuro que, más tarde o más temprano, nos va a alcanzar. Ese yo que publicamos en Instagram, con un cuerpo ideal y una cara llena de filtros, cumplirá noventa años y tendrá problemas de movilidad, de autonomía, de demencia… Si invertimos ahora en los mayores, estamos invirtiendo en nuestro futuro.

- Como sociedad, no damos la importancia que merece el cuidado a los mayores...

Para nada. Vivimos en una sociedad que adora la juventud y la imagen, que prejubila a gente llena de talento a los cincuenta años, que evita la vejez y la enfermedad, ocultándola, apartándola o delegándola en trabajadores mal pagados. Vivimos como si los que ahora tenemos trabajo, salud e hijos pequeños no fuéramos a envejecer nunca. Y nos vamos a llevar un susto tremendo…

- También se pregunta, sobrepasada por la situación, quién cuida de los cuidadores y cómo se cuidan ellos. Usted buscó ayuda cuando reconoció el problema. ¿Dónde pueden los que tienen que cuidar encontrar algo de ayuda y consuelo?

Yo tengo suerte. Tuve una depresión a los dieciocho años y aprendí a pedir ayuda y a conocerme. Me gusta mucho ese verso de Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. Si no reconoces tus grietas, si no te reconoces vulnerable, lo fácil es petar. Estamos acostumbrados a que nos pregunten “¿Qué tal?” y contestar que “todo bien”, como si fuéramos de hierro. Yo creo que hay que nombrar y reconocer el dolor para poder aliviarlo. Y, luego, elegir a quién contárselo y a quién pedirle un abrazo o el nombre de un psicólogo.

La sanidad pública exige que todos nos responsabilicemos, que paguemos nuestros impuestos, que nos neguemos a ciertos recortes, que no aceptemos atajos ni precariedad

- ¿Qué papel juega la sanidad pública en todo este proceso de cuidados a los más mayores? La defiende abiertamente en diversas ocasiones y reconoce la labor de unos sanitarios que, incomprensiblemente, salieron de la pandemia vapuleados por la gente.

La sanidad y la educación públicas son valores esenciales de este país y, sin embargo, suelen ser gestionados desde la ideología, el recorte, el cambalache. Nosotros tuvimos muchísima suerte con el 95% de los profesionales que nos atendieron, pero creo que, como ciudadanos, no somos conscientes de que la sanidad pública exige que todos nos responsabilicemos, que paguemos nuestros impuestos, que nos neguemos a ciertos recortes, que no aceptemos atajos ni precariedad. Haría falta un pacto de estado para dejar de jugar con la sanidad y la educación, y lo tenemos que pedir todos.

- "Ser patriota es sostener un buen sistema sanitario, pagar impuestos", defiende en otro punto del libro. ¿Cómo puede ser que tanta gente no comprenda esto?

Pues, la verdad, más allá de la ideología y de las locuras electoralistas, creo que por un egoísmo muy humano y muy irresponsable. Queremos que paguen impuestos los demás, igual que queremos que reciclen otros o que sea el vecino el que deje de comprar online compulsivamente. He escrito sobre la enfermedad y la muerte de mi padre siendo muy consciente de que mi padre tenía unos valores que no son frecuentes y que, sin embargo, son imprescindibles: integridad, bondad, esfuerzo, reflexión y compromiso con los demás. A mí me los enseñó desde la práctica, solo haciendo. Mi padre creía que, siempre, en cualquier caso, había que pensar en todos y no en uno mismo. Así vivió. Dándose. Esa es la sociedad en la que creo: una sociedad que no deja a nadie atrás y, por supuesto, exige que todos contribuyamos.

- A lo largo de estas páginas, comparte reflexiones muy interesantes, que animan a hacerse preguntas y ayudan a querer aprender. Como por ejemplo "a estas alturas, lo importante es saber morir y, del otro lado, saber estar". ¿Siente que con estar es, de alguna manera, suficiente?

No sé si es suficiente, pero es la única opción. Cuando mi padre enfermó, hubo gente que desapareció, como si la enfermedad fuera contagiosa. Creo que es por miedo a no saber qué decir o qué hacer, y lo entiendo, pero… Cuando quieres, hay que estar. Yo soy nerviosa y resolutiva, necesito siempre encontrar alternativas, pero enseguida acepté que el cáncer terminal era inapelable, que no había nada más que hacer que estar, aprovechar el tiempo lo mejor que pudiéramos y aliviar todo el dolor posible. Y no me fue fácil, la verdad, porque estar exige estar presente delante de alguien a quien quieres y que sufre, sin poder hacer casi nada más que tocarle, escucharle, hablarle y… dejar que sepa que estás.

- También concluye que "un paciente no necesita un milagro, sino ser visto, atendido, respetado". ¿Ha cambiado su visión de médicos, enfermeros y sanitarios en general después de lo que ha vivido su familia?

Aprendí leyendo a Atul Gawande, un médico norteamericano que es ahora asesor de Joe Biden, que el médico debe mirar al paciente y no al órgano. Mi gran descubrimiento ha sido la geriatría y, en concreto, el equipo de asistencia geriátrica a domicilio de la sanidad pública. Médicos y enfermeros expertos en atender a los enfermos y a sus familias, que no buscan el medicamento cortoplacista sino el bienestar de un paciente con mil complicaciones, una edad muy difícil y muy poca esperanza. Que lo que quieren es que esté bien, lo mejor posible, que todo le sea fácil. El otro día hice una presentación en la Facultad de Medicina de la Autónoma y mi madre, que estaba presente y tiene 82 años, un cáncer y una cabeza extremadamente lúcida, pidió a los estudiantes una cosa muy sencilla: “Menos medicinas y más amor”. Pues eso: cuidemos a las personas, más allá de sus órganos sanos y sus órganos enfermos.

- A pesar de su dureza, es muy luminoso todo lo que cuenta sobre aprovechar todo el tiempo posible con su padre, junto a su madre, sus hermanos, sus nietos. Todos juntos. En ese aspecto, a lo mejor hay más luz de lo que pudiera parecer en Una historia de amores. ¿Es posible?

Gracias por verlo. Es un libro con luz, con humor, con amor. El protagonista muere, sí, pero, a su alrededor, hay una familia que se reencuentra, que aprende a acompañarle, que encuentra momentos de alegría y que elige la forma más básica de querer: dar y recibir y, sobre todo, respetar a quien quieres y estar con él.

- Hablando hace unos días con Luis García Montero, me decía que, por extraño que pudiera parecer, el año y tres meses que pudo estar cuidando a Almudena Grandes en su enfermedad fueron, vistos desde ahora, de los meses más felices de su vida. ¿Puede llegar a compartir esa reflexión?

Puedo entenderlo y, casi, envidiarlo. Pero esa no es mi vivencia. Tuve muchísima suerte de poder dedicar tiempo a mi padre, pero no fue un tiempo feliz. Hubo momentos extraordinarios, aprendí a querer mejor, me sentí cuidada por mis amigos, redescubrí a mis hermanos, lo hice lo mejor que supe, recuperé todos los valores de mi padre y me los grabé para practicarlos como madre, pero… fue durísimo.

- ¿Se encuentra al menos algún tipo de paz sabiendo que se ha hecho todo lo posible por acompañar al enfermo en sus últimos momentos? ¿Cierto consuelo?

Sí, sin duda. Ahora que hay una ley de eutanasia, aún imperfecta, se nos olvida que hace unos años hasta los cuidados paliativos estuvieron en cuestión. Llegar al final en paz, con la máxima paz posible, es esencial para el enfermo y para las familias. Vuelve a ser lo que hablábamos antes: querer es estar, estar hasta el final. Y, sí, hay paz y consuelo si se puede morir bien.

- También dice que lo mejor de la vida es lo colectivo: dar y recibir. Eso hay que decirlo más en estos tiempos tan individualistas y de pose generalizada.

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Lo escuché en una obra de Álex Rigola, la historia de la enfermedad y muerte de un catedrático. Le preguntaron antes de morir qué había sido lo más importante de su vida y contestó eso: “lo colectivo; dar y recibir”. Me pareció una definición perfecta. La vida es querer y dar, querer a la gente que merece la pena, ser querido por ellos. La vida es aportar y sumar. Y, si no lo es, a mí no me interesa.

- Para terminar, un deseo. ¿Qué le gustaría provocar en los lectores con esta historia tan íntima pero que es, a su vez, con las circunstancias de cada cual, tan universal?

Me gustarían muchas cosas: apoyar, consolar, iluminar… Abrir el debate de la enfermedad y de la muerte, que lo hablemos abiertamente, que aprendamos acompañar. Por el lado más político, que empecemos a ocuparnos de los mayores, de los enfermos, de los vulnerables y de nuestra propia vulnerabilidad. Y también algo muchísimo más revolucionario: que entendamos que el cambio empieza en la responsabilidad individual, que no podemos exigir a los demás lo que nosotros no estamos dispuestos a dar.

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