Lo bueno, si breve…

Portadas de 'Los nombres que te he dado', 'Tanta luz sobre los árboles', 'Olor a humo' y 'Ni el número ni el orden'.

Hay muchas maneras de convocar la emoción con palabras. Dos de los extremos posibles son la poesía que construye su atmósfera por medio de la acumulación de elementos y la que concede espacio y silencios al lector para que sea él quien termine el trabajo. José Mateos descubrió en su sexto libro que este último camino le atraía y en su reciente recopilación se aprecia el contraste con su obra anterior. En cambio, Ángel Aguilar Bañón y León Molina llegaron a la economía de palabras por el camino del haiku, pero sin dejarse atrapar por las rigideces canónicas de esta estrofa de origen japonés. Por su parte, Fernando Menéndez ha acumulado sugerencias partiendo de su vida cotidiana y condensando la información en apuntes muy breves.

Los nombres que te he dado

José Mateos

Vandalia (2024)

Quisiera escribir poemas / sin el dogal riguroso / de los poemas bien hechos; // poemas que no fueran / poemas, sino el silencio / de donde nace el poema

José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) hace balance de sus 40 años como poeta y de los diez libros que ha completado en este tiempo. El último, Tratamiento y delirio, estaba inédito hasta la fecha. Al leerlo con perspectiva, saltan a la vista ciertas constantes: el instinto moral, la facilidad para la sentencia y la copla, la celebración discreta: "Vive y alégrate. Muerde la fruta / que es ser y respirar hoy todavía / aunque, al comerla, su sabor amargue".

Mateos se ha movido siempre en el umbral del misterio, asomándose y volviendo, como en el poema Para Luisa: "Estuviste conmigo / paseando la tarde / por el camino blanco. // Después, volví a enterrarte". En su sexto libro, Otras canciones, él mismo anotó un cambio de tendencia: "quise soñar con la posibilidad de escribir unos poemas tan sencillos, tan desnudos, que parecieran invisibles".

Se asentó este cambio en el libro Un sí menor. Después la vida siguió apretándole y tuvo que usar el silencio, cómplice siempre, para sostener poemas de una intensidad trágica. Cuando el alzhéimer de su madre arreciaba, "en el patio inservible del hospital" un jilguero cantó al despuntar el alba; el poeta tuvo que decirse a sí mismo: "tú, tan ávido de símbolos, / deja en paz ese misterio". Poco más adelante llegó un poema titulado con una fecha 12/18: "Todo termina así: / unos destellos / de memoria que caen hacia lo hondo / y el cuerpo como un traje envejecido / que casi da vergüenza. // No insistas, corazón / inútilmente: / nunca / maldeciré la vida".

Después la vida aún añadió un giro más: la grave enfermedad en carne propia, el salir a navegar a un mar sin orillas. De ahí brotaron los dos últimos libros, La hora del lobo, y el inédito Tratamiento y delirio, un poema río que el poeta escribe atado a la aguja de la quimioterapia. Muy cerca respiran los momentos de abrazarse, siempre celebrando: "Junio, qué bien se está a tu sombra / rodeado de amigos, / cuando todo es presente / y hasta es posible que morir no importe".

                                               

Tanta luz sobre los árboles

Ángel Aguilar Bañón

La Garúa (2023)

Un túnel / y otra vez el sol, las nubes / los campos de amapolas

Ángel Aguilar (Caudete, 1958) es un poeta reservado. Tiene cinco poemarios publicados, todos ellos en editoriales de poca o ninguna proyección. Él mismo ha preferido que sus libros ofrecieran una apariencia circunstancial: Qué fea es mi hermana y Luisa son sus últimos títulos, que ni siquiera cita en la solapa del recién aparecido.

Desde hace varias décadas cultiva el haiku y ha figurado en distintas antologías, algunas muy prestigiosas. No obstante, tampoco había publicado hasta la fecha un libro exento en este género. Ahora por fin aparece, de la mano de La Garúa, este Tanta luz sobre los árboles, que cabe en una mano y que sin embargo, al abrirlo, explota con la silenciosa explosión del haiku canónico, el que se ciñe a lo que captan los sentidos sin aliñarlos con imágenes o metáforas mentales.

Aguilar, que en sus poemas convencionales también tiende a la fusión con la naturaleza y a la celebración de la luz en el paisaje, ha encontrado en el haiku un instrumento propicio. Siendo un poeta que contempla lo que le rodea, se le ha teñido todo de la estación reinante, le ha salido un libro clamorosamente otoñal: "otro otoño / pisando hojas caídas / ¿cuántos más?".

Inclina su atención a los indicios de decadencia: "cementerio / de tumba en tumba / el saltamontes". La visión más frecuente es la de las hojas caídas, unas veces porque caen de los álamos sobre su propio reflejo en el río, otras porque es fiesta y nadie las barre, e incluso caen sobre el bebé que está mamando, lo que introduce una luz repentina. No es el único atisbo luminoso: las hojas del pino caído siguen verdes y hasta cuando "anochece / entra en la casa / una hoja seca", con algo de aparición misteriosa.

Hay otros muchos temas en este volumen, grande en su pequeñez, que en algún momento se asoma al solsticio: "el vaho / ¿es de mi cuerpo o del río? / primer día de invierno". También hay mucha vida cotidiana en la que de pronto destella la sorpresa si uno está preparado para cazarla: "de madrugada / doblando calcetines / el sonido del frigo". 

Olor a humo

León Molina

Isla de Siltolá (2024)

Algo comparten / el cansancio y la paz. / Miro el crepúsculo

En Generación dô: La evolución del haiku-dô, Enrique Linares y Toñi Sánchez han registrado el proceso de aclimatación del haiku japonés al castellano, una revolución que se ha acelerado en el vigente siglo. Influidos por especialistas como Vicente Haya, los practicantes han tendido a ser muy estrictos, más aún en el fondo que en la forma. Para que un “haiku” fuera “haiku” tenía que contener aware (testimonio) y reflejar el instante sin ningún tipo de implicación del autor. Como suele ocurrir, y es hasta sano que ocurra, poco a poco se ha ido aflojando la rígida exigencia.

León Molina Pantiga (San José de las Lajas, Cuba, 1959) ya estaba a caballo entre la poesía convencional y el haiku cuando se aceleró el proceso. Ambos géneros han ido convergiendo poco a poco en su escritura hasta confudirse en uno. Porque (como el que abre estas líneas) muchos haikus de Olor a humo no son haikus. Pero ¿y qué?

Encontramos en su apartamiento en la sierra a un poeta que vive atento a lo que le rodea, que son muchas cosas, un poeta que observa y da fe: "La nieve huele / al perfume de mi madre. / Ya no cabe más silencio". Con una paciencia que es más paisajística que humana, Molina pasa mucho tiempo observando a los bichos: "En el mismo rincón donde la zorra / dejó ayer un excremento, / hoy la luciérnaga". Es plenamente consciente de que su presencia está cambiando el orden ("Hojas caídas. / Ahora son basura / ¿Por qué barrí?") y a la vez es consciente de que le corresponde estar ("No esperes mucho, / jardín, de mí. / Me hago viejo").

En la acumulación de pequeñas piezas, encontramos un hilo conductor, unas constantes que ayudan a entender y compartir mejor la visión de este paisano que vive a mitad de camino entre la civilización y la naturaleza: "Se mezclan en la noche / las voces de la aldea / y el autillo del monte". Mitológico en las fotos, cubano en el instinto, manchego en ciertas expresiones, Molina oculta la literatura que sostiene la trama como los pájaros se le ocultan a él: "Zorzal. / Si no miro está. / Y si miro ya no".

Ni el número ni el orden

Fernando Menéndez

Dilema (2023)

La luz / sin prisa. / Cumplidora, / sin ráfagas. / No hay / más

Al final del libro, en los agradecimientos, Fernando Menéndez (Oviedo, 1966) tiene un recuerdo "para Pilar que me regaló el cuaderno". Todo apunta a que este, su sexto poemario, ha ido componiéndose a partir de un ejercicio de disciplina de anotaciones en el susodicho cuaderno. Si no he contado mal, 146 piezas, que se caracterizan porque los versos constan de una sola palabra, de dos como mucho, de tres rara vez. Además de ser finos como pisadas de gaviota, los poemas son también breves, de un par de oraciones yuxtapuestas a modo de collage.

La contracubierta nos advierte de que Menéndez trata de modular su intimidad y su contexto vital a partir de relaciones inéditas entre las palabras. Se colige que propone relaciones azarosas, convocadas por el método de las asociaciones automáticas, que requieren que el lector participe completando la imagen con su propia imaginación. Lo que no siempre sucede, claro. Como profesor de escritura creativa, Menéndez sabe lo que está proponiendo.

El libro arranca con un epígrafe de Industrias y andanzas de Alfanhuí, la novela de Sánchez Ferlosio y con un poema truncado que parece sumergirse en el alfabeto indescifrable de aquel personaje. En todo caso, finalmente, la validez de un poemario la define su capacidad de emocionarnos, y eso depende siempre de que el propio poeta sepa identificar y afinar las serendipias eficaces y nos las sirva. Hay una buena provisión de imágenes bien traídas en el libro de Menéndez. Muchas miran a la naturaleza circundante: "Volvían / para / perderse / de nuevo / las sombras, / la emigrante / geografía / de los pájaros. / El viento / entraba / cada vez / más lleno".

Otros poemas encienden lo cotidiano: "Pasan / los minutos. / Distinguirlos / de / la costumbre". También hay hallazgos aislados: "Pastor / de / mi fatiga". Y en cualquier caso, al ser tantos los fragmentos y tan breves, imponen un ritmo de lectura que se engrana bien con el afán de irlos descifrando.

Lo bueno, si breve…

Lo bueno, si breve…

 

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* Arturo Tendero es periodista y poeta. Autor de 'A todo esto' (Pre-Textos, 2023) y de 'Con la cabeza clara y el casco de Minerva' (Altabán, 2023). Estas reseñas y otras más pueden encontrarse en su blog 'El mundanal ruido'.

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