Del que hace punto, e incluso a veces jerséis...

Pocos escritores españoles se han mostrado tan reacios a conceder entrevistas como Sánchez Ferlosio y, sin embargo, en Diálogos con Ferlosio (Triacastela), de José Lázaro, tienen un volumen entero plagado de conversaciones con tan esquivo autor. Y aunque no estén todas, se trata de una generosa selección, si bien las que se nos dan aparecen completas, sin los cortes que a veces sufrieron a la hora de ver la luz.

La más antigua data de 1956, y se publicó en La Vanguardia. El escritor tenía entonces 28 años. Y la más reciente, fechada en el 2017, apareció en la revista Campo de Agramante, de la Fundación Caballero Bonald. Lo curioso es que entre 1958 y 1982, no se recoja ninguna, y que la mayoría sean posteriores a 1987, aunque vuelva a haber otro periodo de silencio entre 1995 y el 2000. Sea como fuere, estas entrevistas suelen concentrarse en los momentos en que publica un libro o le conceden un premio (el Nadal lo obtuvo en 1956), y lo probable es que se prestara a ellas por insistencia del editor, para llamar la atención sobre los libros. A pesar de que en casi todas Ferlosio empiece a la defensiva, conforme avanza la conversación y el interlocutor muestra que conoce la materia, va bajando la guardia, extendiendo y matizando sus respuestas. En otras ocasiones, el entrevistador —pretencioso, poco informado o cultivador del lugar común— choca contra un muro que no logra franquear. El prólogo del volumen, cuyo autor es responsable de una buena biografía de Luis Martín Santos, resulta útil y clarificador, y la información final, sobre la procedencia de estas conversaciones, incluso sobre aquellas que no han sido recogidas en este libro, me parece imprescindible. A ello hay que sumarle un clarificador artículo final de Miguel Delibes, sobre el que luego volveremos.

La entrevista es un género que aprecian muchos lectores y que para los historiadores de la literatura y para los críticos suele ser a veces una bendición de los dioses. Quizá lo que se comente en una de ellas no resulte siempre significativo, pero cuando las ideas se repiten, o se amplifican y matizan en varias, como ocurre en este libro, me parece que adquieren un gran valor. Téngase en cuenta, además, que algunas fueron respondidas por escrito, a partir de un cuestionario, con lo que los juicios resultan más certeros.

 

Sea como fuere, nos encontramos con una serie de ideas que se repiten: el rechazo casi absoluto de sus libros de ficción, matizado en los casos de Alfanhuí, que era también la novela preferida de su padre, y de El testimonio de Yarfoz, cuyo episodio preferido es el de los babuinos mendicantes, confiesa en varias ocasiones. No olvidemos que esta última novela está dedicada a Demetria, su segunda y definitiva mujer. En la entrevista de 1956 afirma que prefiere El Jarama, quizá porque acababa de aparecer, novela que su autor consideraba un invento de Castellet para poder sostener sus tesis sobre la importancia del behaviorismo. Después, en diversas conversaciones, explica cómo la hizo, lo mucho que tiene de artificio. En cambio, sobre los cuentos, algunos extraordinarios, como en el caso de “Dientes, pólvora, febrero”, no siempre opina lo mismo, ni tampoco sus interlocutores se interesan especialmente por ellos.

Tras el homenaje que le rinden en el café Varela de Madrid, organizado por Rodríguez Moñino, por haber ganado el Nadal, este resulta ser una epifanía, al darse cuenta del bochorno que le producía tener que desempeñar el grotesco papelón de literato. Visto desde hoy, resulta cuando menos curioso que a muchos novelistas jóvenes y no tan jóvenes parezca interesarles más desempeñar justo ese papel que Ferlosio tanto aborrecía.

Creo que la mayoría de estas conversaciones se centra en sus artículos y ensayos, en sus ideas sobre el mundo, las teorías políticas, los avatares de la sociedad española, la guerra, la fobia a Ortega y Gasset (por su frivolidad, y a sus ortegajos, animadversión que heredó de su padre), al patriotismo (debería llamarse –precisa— nacionalismo), a la celebración del V Centenario y –en general— a todos los grandes fastos, a Walt Disney y a Felipe González (a quien tacha de Pinocho, “mentiroso de siete suelas”, p. 147), a la publicidad, aunque le gustaba precisar que con la excepción del anuncio de Tintes Iberia, de antes de la guerra, y al deporte profesional, que considera una práctica “intrínsecamente fascista” (p. 131).

Ferlosio comenta, en suma, que el país ha perdido todas las pasiones, pues “tiene el alma como una pescadilla blanca y fría” (p. 142). No es infrecuente, además, que califique sus ensayos de forma despectiva, bien como “hojas parroquiales” (p. 70), bien como el “sermón de un cura enloquecido” (p. 71). Lo cierto es que no solo se descalifica él (“Me tengo por un chisgarabís”, p. 125; se acusa de moralista y cargante, p. 269; o confiesa ser —esta es mi preferida— de vidrio vanidoso (pp. 421 y 422), sino que también cuestiona a menudo su obra, y no parece que se trate, en ninguno de los casos, de una captatio benevolentia. En cambio, algunos de sus habituales seguidores parecen groupies, con lo que aquellos juicios suyos tan extremos quedan compensados de inmediato por estos otros demasiado entusiastas.

Se ocupa, además, de otras muchas cuestiones de interés. Así, distingue entre Cultura e Ilustración (p. 411), entre los personajes de carácter y los de destino (p. 369), nos cuenta cómo lee (p. 153), qué son los pecios (pp. 189, 394-396 y 406) o en qué consiste la frase (p. 118) y la hipotaxis que tanto cultivó (pp. 208, 252, 256, 395, 420, 425, 438 y 461). Y confiesa que la edición de Alfanhuí la pagó su madre y que el dibujo que aparece en la cubierta es obra suya; pero también que el origen de El testimonio de Yarfoz es un cuento titulado “El fin de la octava guerra barcialea” (pp. 94, 109).

En 1956 anuncia libros que nunca llegaron a publicarse: la novela Los encinares y un volumen de cuentos, pues recuérdese que el primero que vio la luz, El geco, data del 2005. Como tampoco se llevó nunca a cabo la versión cinematográfica de su primera novela, aunque en 1986 cuente que Manuel Matji estaba escribiendo el guion.

Aquí y allá recuerda que su autor favorito de ficción es Kafka (“en el terreno literario 'no ha salido nada bueno después de Kafka”, afirma en el 2004, p. 316), decantándose por América y El castillo. Recuérdese, además, que Yarfoz es también un agrimensor y que en su casa tenía a la vista una pequeña foto del praguense, tal y como nos cuenta Gabriel y Galán, quien nos lo presenta en 1986 con cayada, y como “un humilde fraile franciscano sabio, radical, irreductible y algo alucinado” (p. 77).

En aquella temprana conversación de 1956, Ferlosio cita entre sus escritores preferidos a Conrad y a Dos Passos, y treinta años después afirma leer con gusto las novelas policiacas de Ross MacDonald y P. D. James, sobre todo –de esta última— La octava víctima. A ellos cabría añadir al periodista vienés Karl Kraus y la pieza de teatro de Ionesco, La cantante calva, que considera una obra genial. También confiesa haber releído el Calila y Dimna, libro del que recientemente nos ha dado una versión actualizada José María Merino. Y, sin embargo, ya en 1957 anunciaba estar dedicado a estudiar el lenguaje, en especial la Teoría del lenguaj, de Karl Bühler. Sus preferencias, además, se decantan por Adorno, Max Weber y Walter Benjamin, sobre todo por su ensayo “Carácter y destino”.

Y por lo que se refiere a la literatura española, en 1957 afirma apreciar a Juan de Mena, “por encima de los Garcilasos y los Boscanes, fray Luises y Góngoras” (p. 57), lo que no deja de resultar un juicio estrambótico. Si a ello le sumamos sus disparatadas afirmaciones sobre Lope de Vega (“es un falso prestigio mundial, siendo un chapucero intolerable”, p. 154) y lo displicente que se muestra con Quevedo, autor que no le resulta simpático, y con Góngora, cuesta trabajo entender qué lectura había hecho de los clásicos españoles. Y menos mal que salva a Cervantes. El párrafo que le dedica a las cabalgaduras (caballos, mulas y burros) de Don Quijote, Sancho y luego Jesucristo al entrar en Jerusalén, resulta hilarante, puro Ferlosio.

Si nos fijamos en sus opiniones sobre la literatura española contemporánea, Clarín no le parecía un buen novelista; sí le interesó, en cambio, el Machado de Juan de Mairena. De Baroja nos dice que tiene libros divertidos, y sobre Unamuno que cuenta con muchos de su interés, aunque sus versos le parezcan horribles... (p. 471). Y, sin embargo, reconocía la influencia de Gómez de la Serna sobre su primer libro (p. 397), pero sintió una gran antipatía por su discípulo Jardiel Poncela (pp. 197, 246, 389), hasta el punto de que dejó de acudir a una tertulia de amigos porque le irritaba su presencia y opiniones. En cambio, Arturo Barea le parece “muy buen escritor” y La forja de un rebelde, muy buena novela (p. 479). Sus juicios sobre Cela y Delibes varían con el tiempo. Del primero, que lo apoyó en sus inicios, tiene una pésima opinión (“es un hombre que todo lo envilece”, que escribe siempre el mismo libro con una voz campanuda...), aunque acabe siendo consciente de que ha sido ingrato con él, pero no por ello deja de considerarlo un “abusón”. A Delibes lo crítica (“no me interesa nada”, afirma en 1988; pero en el 2004 sostiene que es una persona a la que siempre estimó), para finalmente elogiarlo. Sí era de su gusto la obra de Juan Benet, a quien también elogia como dibujante, no así la de Carmen Martín Gaite, cuya obra de ficción no aprecia, quizá con la excepción de Caperucita en Manhattan, y cuyo mejor libro opina que es el dedicado a Macanaz. Ferlosio no se consideraba un niño de la guerra civil, como los llamó Josefina Aldecoa, puesto que la pasó en Italia, y toda la literatura de su generación —amigos cercanos, muchos de ellos— le parece malísima, horrible (p. 385). Sí apreciaba, en cambio, los ensayos de Fernando Savater, sin que por ello dejaran de tener sus disensiones, como también ocurrió con Agustín García Calvo, otro amigo cercano. Y respecto al cine, su gusto parece haberse quedado detenido en Chaplin, en películas como Tiempos modernos que consideraba la mejor película del siglo XX (p. 221). 

No menos valiosos resultan sus recuerdos familiares, bien sean sobre sus padres, o sobre algunos de sus hermanos, sobre todo de Chicho, su preferido, sobre su infancia en Italia o a propósito de la estrecha relación que mantuvo con su hija Marta, fallecida en 1985. En recuerdos como los que se recogen en estas entrevistas se basa el útil libro de J. Benito Fernández (El incógnito Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía, Árdora, Madrid, 2017). En cambio, apenas se dice nada, o mucho menos de lo que nos hubiera gustado, de Carmen Martín Gaite.

Ferlosio no fue otra cosa que un escritor profesional. Se ganó la vida con los artículos y los premios que obtuvo, más que con las ventas de sus libros, quizá con la excepción de El Jarama, lectura escolar durante muchos años. Siempre se negó a desempeñar el papel de intelectual al uso, aceptando salir a escena en muy escasas ocasiones. Y, sin embargo, el objetivo de sus artículos y ensayos —lo formula con claridad en 1986— consiste en: “influir, terciar, señalar y, si es posible, dilucidar los desastres generales que nos rodean (...), cambiar el mundo” (p. 81).

Me parecen muy buenas las tres fotos del escritor que se reproducen en el libro y que corresponden a momentos distintos de su vida. En la que aparece en la cubierta (se publicó en la revista La hora, en 1957, y es obra de Besabe), está con su hija Marta, muy pequeña mirando directamente a la cámara, con el mismo rostro de su madre. Ferlosio en cambio, entonces un hombre joven, atildado y apuesto (“yo era guapito”, admite, y quizá por ello Aldecoa lo llamaba –con cierta sorna— el Príncipe de las Letras, p. 147 y 148), se parece aquí a su padre, Rafael Sánchez Mazas. La segunda foto es del mismo autor y procede de la misma publicación y fecha. En ella nos encontramos a un Ferlosio más meditativo y ensimismado. Mientras que en la tercera (obra de Alberto Ferreras, publicada en El Correo en el 2017) aparece vestido con una chilaba, hundido en un sillón rojo, color que se impone, con el rostro serio, meditabundo.

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A pesar de que le gustaba repetir que sabía hacer punto, pero no jerséis, es decir, que le gustaba escribir, pero que no era partidario de cultivar los géneros canónicos, fueran estos la novela, el ensayo o el aforismo, me parece que nos ha dejado excelentes novelas y cuentos, artículos y ensayos, y entre esos textos que él llamó pecios, buenos aforismos y microrrelatos. Pero la conclusión que puede sacarse, tras la lectura del conjunto, es que a sus entrevistadores les interesaban mucho más sus opiniones culturales y literarias, que las políticas. Sea como fuere, nadie que estudie o quiera entender la obra de Sánchez Ferlosio podrá prescindir de este libro. ____________

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

Pocos escritores españoles se han mostrado tan reacios a conceder entrevistas como Sánchez Ferlosio y, sin embargo, en Diálogos con Ferlosio (Triacastela), de José Lázaro, tienen un volumen entero plagado de conversaciones con tan esquivo autor. Y aunque no estén todas, se trata de una generosa selección, si bien las que se nos dan aparecen completas, sin los cortes que a veces sufrieron a la hora de ver la luz.

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