"A partir de los 35 estamos entre el 'after' y el Imserso": los 'milenials' se resisten a darse de baja de los festivales

Festival Mad Cool 2022, en Madrid.

Los abonos para festivales se han convertido en el regalo estrella de las navidades, y por eso todas las grandes citas de nuestro país empiezan a anunciar los artistas de su siguiente edición con hasta diez meses de anticipación (si no más). El reparto del público festivalero se pelea en otoño y ya se verá quien llega vivo hasta el verano, temporada altísima y el momento de disfrutar de esa experiencia que se lleva largo tiempo esperando. Puede que para entonces ni siquiera tengas ganas de asistir, pero creada la necesidad, hecha la trampa: el dinero ya lo tiene quien siempre sale ganando con esto y, desde luego, oh sorpresa, no es el público.

Lo curioso de todo esto es que los festivales están lejos de ser los lugares más cómodos y acogedores que a uno le vengan a la cabeza. Por lo general, de hecho, son más bien hostiles, ingobernables y agotadores. Pero con el síndrome FOMO (fear of missing out, miedo a perderse algo) por las nubes por obra y gracia de las redes sociales, la asistencia a festivales no deja de crecer año tras año en un contexto en el que la música en vivo disfruta de cifras de récord de venta de entradas y volumen de negocio. Porque la música en vivo en España facturó en 2023 la cifra absolutamente récord de 578,9 millones de euros, esto es, un 26,1% más que los 459,2 millones de euros de 2022, que a su vez en su momento fue igualmente la cantidad más alta de la serie histórica.

Es por ello que hay ahora mismo varias generaciones condenadas a asistir a festivales quieran o no, aunque a muchos asistentes no les apetezca realmente. Pero es lo que todos hacen. Es, nos dicen, el plan más divertido: vacaciones, viaje, gente, fiesta. La música, ya si eso, como banda sonora de fondo, pero no necesariamente lo más importante. Ese es el signo de los tiempos todavía en pleno efecto rebote tras el cerrojazo pandémico. 'Cuando salgamos de esta voy a ir a todos los conciertos y festivales que pueda, hasta que me muera', parece ser el mantra no ya de los más jóvenes, sino de todos aquellos con la más mínima intención de pasarlo bien. ¿Y dónde se supone que se pasa mejor? En los festivales, más y más cuanto más grandes. ¿Seguro? Bueno, no tanto.

Para los más jóvenes, ya se sabe, todo vale. Pero especialmente llamativo es el caso de los milenials (y no pocos boomers), de alguna manera los inventores de todo esto cuando empezaron a asistir a festivales en los años noventa, en una década en la que este tipo de eventos eran una rareza para minorías ilustradas, en las que la música servía de amalgama para la tribu. Una cuestión identitaria, con profundas raíces en la formación de la propia personalidad, que lleva a esta generación hoy en día, en la tercera década del siglo XXI a una cómica dicotomía: de la queja constante a la reincidencia perseverante en un bucle perpetuo del que nadie quiere bajarse. Aunque cueste. Y no es descartable, incluso, que muchos sigan yendo de festival solo para poder contar a quien quiera escuchar lo que molaba el Festimad en el Parque de El Soto de Móstoles, el FIB cuando era el FIB, el Espárrago Rock andaluz o el Doctor Music Festival de los Pirineos. Por ejemplo.

A partir de los 35 estamos a medio camino entre el after y el IMSERSO

María Ballesteros — Periodista cultural

"A partir de los 35 estamos a medio camino entre el after y el IMSERSO", bromea la periodista cultural María Ballesteros, para después, siguiendo con el tono humorístico, asegurar que "asistir a un festival de varias jornadas es un modelo de deporte de riesgo que debería cotizar a la Seguridad Social". "Toda esa inversión de energía, de fuerza, de dinero, de socialización. Asistir a un festival es un ejercicio absolutamente antropológico", plantea divertida a infoLibre, antes de señalar una de las grandes penurias de este tipo de citas: "La accesibilidad siempre suele ser si no la asignatura pendiente, sí de los factores que más hay que mejorar. Yo consumo muy moderadamente la asistencia a grandes eventos porque llevo muy mal estar dependiendo de un transporte grande para poder volver. Entran en juego tantas cosas para alcanzar una experiencia satisfactoria como público...".

Porque no se trata solo de música, que ya de por sí no se disfruta de manera precisamente ideal en un festival. Efectivamente, es también muy importante el transporte, la movilidad dentro y fuera del recinto. Y estaría bien, a su vez, que los precios de víveres y bebidas no fueran en este tipo de grandes eventos un atraco a mano armada (el margen de beneficio de la venta de cerveza, gran patrocinador de tantísimos festivales, es inenarrable, si bien nunca lo sabremos al detalle). La experiencia que se vende (en algunos casos a precios tan caros que se habilita la venta a plazos) de comodidad y felicidad, por lo general, siendo generosos, no se ajusta a la realidad. La verdad es, como se dice tanto de broma, en la línea de los comentado por Ballesteros, que asistir a un gran festival de varios días es tan exigente como correr una maratón. Un auténtico ejercicio de superación. Quien lo probó lo sabe y le sale la risa floja.

Esta sensación está directamente relacionada con la edad, que multiplica exponencialmente todo lo malo y seguramente no tanto lo bueno. "Los tiempos han ido cambiando y con ello también los festivales, que han ido evolucionando en sus formatos y concepción, con la música como base en el horizonte pero donde unificamos dos cosas: la quedada con amigos y el aglutinar a bandas en tiempo y forma. El problema es el modo en el que muchas veces los vivimos, donde la logística nos pesa con aglomeraciones, ubicaciones cuestionables, espacios sin sombra en un país de veranos excesivos y precios que no son aptos para todos los bolsillos", destaca a infoLibre a su vez Miguel Rivera, periodista y director de la web Rock Total.

Las cosas no son lo que parecen y, una vez entras dentro del recinto, es una especie de lucha descarnada por 'sobrevivir' a una experiencia que pierde por el camino su verdadero significado

Miguel Rivera — Director de Rock Total

Y aún continúa: "Aun así, el concepto de la diversión entre 'los tuyos' prima por encima de todo. Es un evento social y cuanto más grande el festival más lo es esa idea de 'estar ahí'. Además, sucede una cosa curiosa, pues son muchas las ocasiones en las que, por circunstancias varias, las cosas no son lo que parecen, y una vez entras dentro de un recinto es una especie de lucha descarnada por 'sobrevivir' a una experiencia que pierde por el camino su verdadero significado. La música, aunque pueda parecer el verdadero revulsivo, en realidad es un mero acompañante de la experiencia festivalera actual, esa sobre la que compartir con nuestros amigos lo mal (o bien) que lo hemos pasado".

En un festival se pasa bien, solo faltaba, pero el público tiene que ganarse el ansiado disfrute, en ocasiones obligándose a sí mismo a poner demasiado de su parte y tolerando situaciones claramente adversas. Dramáticas son las largas colas bajo un sol de justicia para hacerse con un refrigerio o algo de avituallamiento a precio de oro (las organizaciones de consumidores no se cansan de denunciar cada año a numerosos festivales por prohibir la entrada de bebida y alimento del exterior). O las esperas interminables para hacer cada cual sus necesidades en aseos portátiles que en no pocas ocasiones son la puerta del mismísimo averno. No es infrecuente que durante estos tiempos muertos, esté tocando alguna de tus bandas favoritas pero, en lugar de estar ante el escenario, te encuentras defendiendo tu propia supervivencia en el lugar más insospechado: en el poliklin del fondo a la derecha, junto al cuarto escenario (sin ir más lejos, que ya bastante lejos está eso).

Sin embargo, por lo que sea, año tras año la gente siempre está ahí, predispuesta a gastar su dinero una vez más. Haciendo borrón y cuenta nueva, como si las quejas y penurias de la edición anterior nunca hubieran existido. España es el país de los mil festivales, casi todos llenos. Hay más festivales que nunca, hay más público que nunca y hay más quejas que nunca. Uno nunca sabe qué tipo de prueba de superación le va a poner la vida cuando entra en un recinto festivalero (que se lo pregunten a los asistentes el pasado septiembre a Kalorama Madrid en IFEMA, que padecieron el diluvio universal y acabaron refugiándose en pabellones anexos calados hasta los huesos, algo que quizás podría haber previsto la organización, pues las previsiones ya avisaban, de la misma manera que avisan de las olas de calor y poco se hace). Siempre hay en el ambiente una dosis de sufrimiento inminente, que en el caso de los milenials se traduce en cierto pesar al caminar después de la jornada inaugural: ¿de verdad hay que volver dos (o tres) días más? Con lo que cuesta muchas veces llegar al lugar del festival, por lo general alejado de cualquier lugar civilizado, salir indemne y regresar se convierte en la única aspiración vital.

Cuando la vida no te da tiempo para nada y la nostalgia es de lo poco que te hace sentir vivo es normal que decenas de miles de millenials quieran amontonarse en este tipo de eventos

Rafael Mozún — Director de Musicópolis

Los milenials y los boomers siguen asistiendo porque la música forma parte de su ADN y de su forma de habitar en el mundo. Aunque la experiencia festivalera se haya transformado, sigue manteniendo su esencia y cierta promesa de una juventud eterna, si acaso solo durante un fin de semana largo. Que ya es algo. "Cuando la vida no te da tiempo para nada y la nostalgia es de lo poco que te hace sentir vivo es normal que decenas de miles de millenials quieran amontonarse en este tipo de eventos. Festivales idealizados en los que cada línea no es tan disfrutable como parecía antes de ir. Y es que el que ha cambiado eres tú, pero no te preocupes: si eres joven y rebelde, Coca-Cola te comprende", lanza con gracia Rafael Mozún, director de la web Musicópolis, señalando de paso otro de los males de este tipo de citas, que no es otro que el de los solapes entre artistas y coincidencia de horarios en las actuaciones: compraste una promesa de ver a todas esas bandas, pero llegado el momento vas a tener que escoger porque todo pasa a la vez.

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Mientras tanto, además, tendrás que estar pendiente del saldo de tu pulsera cashless, con la que te obligan a pagar las comidas y las bebidas ya de por sí caras, porque si luego te sobra algún eurillo es altamente probable que la organización no te lo devuelva. Así, euro a euro, se materializa la enésima estafa que, aunque viene siendo repetidamente denunciada por las organizaciones de consumidores, igualmente se repite una y otra vez sin que nada cambie (hay incluso festivales que cobran una comisión de entre 2 y 3 euros para poder recuperar el saldo de estas pulseras, un medio de pago obligatorio para que siempre gane la banca). Otra mala práctica es el cobro de una tasa para poder salir y volver a entrar al festival de turno, así como el cobro también obligatorio de vasos reutilizables sin posibilidad de reembolso: no pasa nada, así tienes un bonito recuerdo que no querías.

"Si estás en un festival que tiene un recinto de no sé cuantos miles de metros cuadrados, no puedes esperar que los tiempos de espera, consumo o realización de los deseos sea breve", defiende Ballesteros, en el pasado también directora de comunicación del Mad Cool. "Lo que no hacen los festivales, ni los departamentos de comunicación, son milagros", señala, ejerciendo un poco de abogada del diablo gracias a su propia experiencia, admitiendo que "cuando se trabaja con tecnología y en un recinto grande hay que estar preparados para las incidencias y los imponderables". Y, por supuesto, hay que estar también preparados para recibir quejas, ya que "la experiencia del usuario es muy personal desde el punto de vista de cada cual, y ahí la paciencia y las ganas son elementos que, combinados de una manera diferente, pueden dar experiencias absolutamente distintas, incluso dentro del mismo grupo de amigos".

Y es que, efectivamente, incluso dentro de un mismo grupo de amigos hay quien lo pasa de miedo y quien jura y perjura que nunca más. Sin embargo, no es nada raro que ya durante el mismo camino de vuelta a casa, se citen de nuevo para el año siguiente, salud mediante. Porque puede que cada vez pesen más los años, que las piernas se resientan más de lo debido por las largas caminatas y que la celebración acumulada requiera después de sesiones más costosas de chapa y pintura. Pero ahora que todo el mundo parece ir de festival, en este momento en el que es una forma de ocio generalizada y predominante, nadie está dispuesto a darse de baja después de tantos años de supervivencia encadenados. ¿Y si la próxima es, después de todo y de verdad, la buena?

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