Trump regresa más fuera de control que nunca: blindado por los jueces y con el legislativo a sus pies
Este lunes, Donald Trump colocará su mano sobre dos Biblias (una, la misma en la que juró su cargo Abraham Lincoln y otra, regalo de su madre) y dirá: “Juro solemnemente que desempeñaré fielmente el cargo de Presidente de los Estados Unidos y que, en la medida de mis posibilidades, preservaré, protegeré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos. Que Dios me ayude”. Un gesto centenario, lleno de simbolismo y que han realizado desde Kennedy, Obama y Roosevelt, hasta Reagan, Nixon y Jefferson. Una constante que representa el paso de una era a otra, de un presidente a otro y de una forma de ver el mundo a, en ocasiones, la contraria. Ese paso de testigo quizás pocas veces haya tenido más trascendencia para el país que en 1861, cuando James Buchanan dejó su lugar a Lincoln, y el país pasó de un hombre al que muchos consideran el peor dirigente que nunca han tenido los Estados Unidos a, probablemente, el político más trascendental de su historia y que lideró la victoria de los antiesclavistas durante la Guerra de Secesión.
A su manera, en 2017, EEUU también vivió uno de esos shocks que tardan años en gestarse pero que se concentran simbólicamente en el tiempo que un presidente electo pronuncia el juramento. En ese momento, el país pasó de tener al primer presidente negro a uno de los personajes más controvertidos, odiados y polarizadores de la historia de la política estadounidense. Desde ese día Trump entró en los libros de historia para hacerse con un hueco fundamental, el del dudoso honor de haber cambiado la forma de hacer política, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.
Ocho años después de ese momento, el magnate volverá al Capitolio para tomar posesión del cargo más poderoso del mundo. Eso sí, lo hará en un contexto muy diferente al de entonces: con un partido completamente purgado, sin apenas republicanos tradicionales en puestos de poder, con una hegemonía a nivel mundial tanto ideológica como discursiva y con más aliados que nunca, el miedo a un Trump completamente desencadenado en esta segunda legislatura se hace cada vez más real.
“Va a tener menos contrapoderes que en 2017. El año pasado el Supremo dio prácticamente inmunidad completa a quien ocupara la presidencia. Por ese motivo, Trump no tiene límites duros sobre su poder y no se tiene que preocupar de si lo que está haciendo es legal o ilegal”, afirma Roger Senserrich, politólogo afincado en Connecticut y gran conocedor de la política estadounidense. La sentencia a la que se refiere el experto es la que el Tribunal Supremo dictó en julio de 2024 por la que los jueces defendían, en contra del criterio de tribunales anteriores, que no se podía juzgar a Trump por sus actos como presidente. Un cambio de paradigma que, en sus votos particulares, los jueces progresistas del Supremo equipararon con transformar al presidente en un "rey por encima de la ley".
Esto hace que, según Senserrich, en esta segunda Administración los tribunales no tengan la capacidad de fiscalizarle de una forma efectiva. Si a esa coyuntura se le suma su control total del Tribunal Supremo, el presidente tiene todo el terreno despejado para hacer y deshacer a su antojo en el frente judicial. En este momento, de los nueve jueces vitalicios de la instancia más alta del país, seis fueron propuestos por presidentes republicanos y son del ala conservadora, pero, además, tres de ellos fueron nombrados por el propio Trump, por lo que su lealtad al magnate está completamente garantizada. “Es un escenario perfecto para que pueda llevar a cabo sus ambiciones imperialistas y sus locuras, tiene más elementos objetivos que en su primer mandato para hacerlo”, defiende Francisco Rodríguez Jiménez, profesor de la Universidad de Extremadura y visitante en la estadounidense Georgetown.
Aunque su falta de contrapoderes no solo viene de la justicia. En el ámbito legislativo, los republicanos controlan tanto la Cámara de Representantes como el Senado, lo cual da a Trump un poder a priori bastante amplio, aunque con muchos matices. El primero, y quizás más importante, es que las mayorías del GOP (Good Old Party, el apodo del Partido Republicano), son realmente exiguas. En el Senado, tan solo superan por dos los cincuenta que marcan la mayoría absoluta (eso sí, con el voto de desempate del vicepresidente), y en el Congreso, la diferencia es aún menor, de 219 congresistas republicanos frente a 215 demócratas.
Estos números tan bajos son particularmente peligrosos en un país como Estados Unidos, donde la afiliación partidista no tiene tanta importancia como en Europa. “Allí no hay nada parecido a la disciplina de voto. Puede haber congresistas que para buscar su reelección en distritos más moderados o en los que la legislación trumpista sea perjudicial decidan no plegarse a las órdenes del presidente. Esto hará que Trump tenga que sudar mucho para sacar leyes importantes”, defiende Alana Moceri, profesora de Relaciones Internacionales de la IE University.
Esta dificultad para aunar todos los votos republicanos se pudo ver en la votación para elegir al speaker, o presidente de la Cámara de Representantes, donde la elección de Mike Johnson estuvo a punto de ser dinamitada por unos pocos diputados rebeldes. Finalmente, estos cambiaron su posición inicial y votaron a favor, pero dieron un claro ejemplo de lo fácil que es para unos pocos congresistas sabotear votaciones importantes. “A esta inestabilidad habría que añadirle las presiones de personajes como Elon Musk o el propio Trump, que también han probado su capacidad para reventar acuerdos en las cámaras entre republicanos y demócratas, como ya sucedió con el amago de cierre del Gobierno Federal a finales del año pasado”, recuerda Rodríguez.
En el Senado, además, las cosas se ponen mucho más complicadas para Trump. Este puede ser uno de los principales quebraderos de cabeza del presidente ya que, en Estados Unidos, para lograr desbloquear legislación importante se necesita el voto de 60 senadores, una supermayoría de la cual los republicanos están muy lejos. “Trump no tiene una gran agenda política, de hecho, lo único que quiere realmente es reducir impuestos, y eso es algo en lo que el Partido Republicano siempre va a estar de acuerdo. Por eso, veremos un presupuesto algo más bajo y con recortes, pero probablemente esa sea la única gran ley que logre sacar adelante. Es cierto que, quizás, podrían intentar aprobar algo relacionado con la migración, pero veo casi imposible que lleguen ese número de 60 votos en el Senado”, explica Senserrich.
Eso sí, el politólogo matiza que desde el Ejecutivo, Trump sí tiene mucho más margen de maniobra para sacar adelante legislación: “Con este Supremo, puede hacer mucho daño desde la presidencia, ya que tiene la potestad de poner todos los aranceles que quiera y sacar su agenda de deportaciones y de política exterior. Todo ello no tiene que pasar por ninguna de las Cámaras y eso le da mucho poder ya de por sí”.
Sin embargo, el gran contrapeso de Trump estos 4 años podría no estar ni en los tribunales ni en las cámaras, sino en la propia Constitución. Al haber gobernado ya un mandato, en teoría y siempre que no se cambie la carta magna, el presidente no podría volver a presentarse. Esto es un punto muy importante, porque, asegura el politólogo, su partido no tiene por qué pensar en él a largo plazo, algo que seguramente dificulte al magnate a la hora de controlar al aparato republicano. “Es probable que en 2 años pierda la mayoría en las dos Cámaras, y en cuatro ya no será nadie en política. El mandato de los senadores es por 6 años, por lo que muchos de los que han sido elegidos en 2024 no volverán a buscar la reelección hasta después de que Trump abandone la Casa Blanca. Así que sí, el presidente puede enfadarse con ellos y no apoyarles, pero cuando vuelvan a tener que presentarse otra vez ya nadie se acordará de Trump”, zanja Senserrich.
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Más allá de los contrapoderes más institucionales, otra de las preguntas que existen ahora mismo es qué estrategia seguirán los demócratas para hacer frente a Trump. Pese a estar aún algo en shock y desarbolados, los expertos piensan que el partido basará su estrategia sobre todo en hacerse fuerte en los Estados que gobiernan. “En un sistema federal como el que tiene EEUU, los Estados tienen mucho poder. Desde allí, muchos gobernadores harán su propia agenda contraria a Trump, como ya hicieron en 2016”, opina la profesora de relaciones internacionales. Una opinión que secunda Rodríguez: “En EEUU, mucha de la legislación ‘se juega en casa’. En los feudos demócratas como California es probable que la presidencia de Trump se note muy poco, y si sigue con su convicción de reducir el tamaño del gobierno central, los Estados cada vez ganarán más poder”.
Más allá de eso, los demócratas no tienen mucho más desde donde impulsar su agenda y llevar a cabo la oposición. En el Senado sí tienen minoría de bloqueo, pero es difícil que puedan ejercer una presión real, y en la Cámara de Representantes, la minoría apenas tiene poder. Por eso, cree Senserrich, al menos estos dos primeros años estarán dominados por mucho “postureo”, con gobernadores importantes intentando lanzar su carrera a las primarias para ser el candidato presidencial en 2028 y con algunos senadores y congresistas haciendo mucho ruido para labrarse un perfil nacional, aunque con poco poder de influencia real.
Para oponerse al magnate, será fundamental la respuesta de la calle a las políticas de la nueva Administración. La sociedad estadounidense llega polarizada en extremo y dividida por la mitad (ni siquiera el presidente logró superar en noviembre el 50% en el voto popular), y con muchos años arrastrando un gran hartazgo y desilusión por una política crispada. “La calle es completamente impredecible. Percibo que hay mucha resignación con esta presidencia, algo que es peligroso, sobre todo porque los republicanos se han tomado su victoria más como un mandato que como un triunfo electoral, y eso puede hacer que se pasen de frenada”, vaticina Senserrich. Más allá de eso, Rodríguez piensa que a Trump le pasará como a tantos otros presidentes y el efecto de estar en el poder le acaba desgastando, como ya pasó en su anterior presidencia. Todo esto, en unos cuatro años que comienzan este lunes con una mano sobre dos biblias.