El modelo oculto: una España federal con dos cuñas confederales

Aunque del desenlace que ha tenido el denominado procés catalán cabe extraer múltiples lecciones, se me permitirá que, a efectos del asunto que pretendo plantear a continuación, destaque únicamente dos. Una primera, que parece haber sido asumida –si bien con la boca pequeña– por los propios votantes procesistas, es que la independencia de Cataluña, tal como se planteó la década pasada, esto es, como un objetivo político susceptible de ser alcanzado a fecha fija, se ha acreditado inviable por completo. 

No me refiero ahora a la inapelable derrota que sufrió el govern de la Generalitat en 2017 al pretender echarle un pulso al Estado, o la inequívoca reacción de los poderes económicos catalanes –grandes empresas y entidades financieras– trasladando sus sedes sociales fuera de la comunidad autónoma. Pienso más bien en el rotundo mensaje que, ante la efímera declaración de independencia de Cataluña por parte de Carles Puigdemont, lanzó el mundo –ese mismo mundo que según el independentismo en su conocido eslogan “el mon ens mira” [el mundo nos mira] tenía clavada su mirada en el procés–. El mensaje del mundo, y muy en especial de Europa, fue el más clamoroso de los silencios. Exactamente lo contrario de lo que no dejaban de anunciar los dirigentes secesionistas y la inmensa mayoría de sus palmeros mediáticos. 

Si eso pasó entonces, no parece demasiado aventurado suponer la reacción que tendría lugar hoy en el caso de que se intentara repetir una intentona parecida. En efecto, si en la coyuntura europea de aquel momento, profundamente sobresaltada por episodios como el del referéndum escocés y el posterior Brexit, la secesión de una parte de uno de los Estados europeos existente para constituirse en un nuevo Estado –con la más que previsible consecuencia del efecto-llamada que podría tener sobre otros territorios del continente con parecidas aspiraciones– generaba una profunda inquietud, la misma solo podría ir en aumento en caso del anuncio de una hipotética repetición de una intentona semejante. Porque si para algo no está la situación geoestratégica de Europa en nuestros días, amenazada como se encuentra por la pinza que contra ella parecen haber formado Trump y Putin, es para aventuras independentistas que no harían otra cosa que debilitarla (debilidad que, por cierto, Moscú olfateó desde el primer momento).

Una segunda lección, de signo diferente, es la de que aquellas propuestas que en la sentencia del Tribunal Supremo que juzgaba a los líderes del procès se denominaban “ensoñaciones” (con una benevolencia valorativa de la que siempre he discrepado), no solo fueron capaces de movilizar a la práctica mitad de la ciudadanía catalana, sino que la persistencia en las mismas no les ha significado a las formaciones que las continúan defendiendo la pérdida absoluta de respaldo electoral, ni siquiera en sus momentos más bajos. Como se sabe, ello es debido al intenso componente emotivo que ponen en juego los votantes de dichas opciones, incapaces el grueso de ellos de aceptar que ha sido la propia realidad la que se ha encargado de certificar no solo la inconsistencia, sino también la rotunda falsedad de muchas de las promesas que les hacían los líderes independentistas. 

No se está cuestionando, como es obvio, que determinadas formaciones políticas puedan llevan en su programa de máximos la aspiración a la independencia del territorio en el que están implantadas, sino las estrategias y procedimientos que proponen para alcanzar dicho objetivo. De la misma forma que nada más comprensible que el hecho de que, a la vista del nivel de apoyo electoral que consiguieron alcanzar en los momentos más álgidos del procés, no quieran que se apague el fuego sagrado de la independencia “a tocar” [al alcance de la mano], que tan buenos dividendos les llegó a reportar en su momento. Menos comprensible, en cambio, es que la izquierda que acepta el marco constitucional, lejos de dar la batalla de ideas a un horizonte de país con el que se supone que se encuentra en radical desacuerdo, haya renunciado al debate con el mismo, contribuyendo de esta manera, por defecto, a legitimar unos comportamientos y unas prácticas que, desde su perspectiva, se supone que solo deberían recibir una rotunda condena. 

Llama la atención que quienes, en determinados ámbitos, tanta importancia le conceden a las batallas culturales, le estén concediendo tan poca a un debate de ideas cuya repercusión inmediata sobre la política es, sin la menor duda, grande

Llama la atención que quienes, en determinados ámbitos, tanta importancia le conceden a las batallas culturales, le estén concediendo tan poca a un debate de ideas cuya repercusión inmediata sobre la política es, sin la menor duda, grande.  Así, por ser bien concretos, no deja de sorprender que en los medios de comunicación públicos de Cataluña permanezca intacta, como si fuera la única existente, la cosmovisión de matriz nacionalista. Apenas nada parece haber cambiado en su discurso a la hora de hablar de prácticamente cualquier tema, con la dicotomía ellos/nosotros siempre en primer plano, como si, fuera del abstracto “Estado español”, no hubiera un ámbito común de pertenencia ni con los ciudadanos del resto de España ni con los catalanes desafectos del independentismo. De ser todo esto como efectivamente lo estamos describiendo, nos encontraríamos con una insólita refutación en toda regla de las tesis de Walter Benjamin según la cual la historia la escriben los vencedores. Porque ahora resulta que quienes más insisten en que el procés está definitivamente derrotado parecen ser los mismos que están permitiendo que la historia la escriban los presuntos perdedores (¿para que no se sientan tales?). 

La conclusión que se sigue de ambas lecciones no es, ni mucho menos, el optimismo bobo al que algunos parecen querer conducirnos. Sin querer ser ave del mal agüero, creo que, si bien no parece haber motivos de preocupación en el corto plazo –esto es, con la actual presidencia de la Generalitat–, no estoy en absoluto seguro de que ocurriera lo mismo a poco que el poder catalán cambiara de manos, sobre todo teniendo en cuenta las nuevas herramientas que no le cesan de traspasar como consecuencia del chantaje inmisericorde de Junts al gobierno central. 

En primer lugar, respecto a la primera lección que planteábamos, no es descartable que, si el futuro de la Unión Europea fuera el de un debilitamiento y consiguiente repliegue sobre los viejos Estados-nación, el nuevo escenario, desaparecido el paraguas supranacional, pudiera ser más favorable de nuevo a la reedición de las intentonas secesionistas. Con el agravante, en segundo lugar y en relación con la otra lección, de que en el mientras tanto, lejos de haberse librado en Cataluña un combate de ideas a favor del modelo de España que se supone que históricamente ha defendido la izquierda mayoritaria, esto es, el federal, dicho modelo se habría ido desdibujando, hasta casi desvanecerse por incomparecencia de quien lo debería defender. En su lugar, habría ido ganando terreno, de manera tan sorda como inexorable, un modelo alternativo, al que prácticamente nunca se hace referencia de manera explícita, pero que parece ser el que tienen en la cabeza algunos. 

Se trataría de clonar el diseño político e institucional del País Vasco, de forma que, como allí, la presencia del Estado fuera por completo residual, cuando no de hecho nula. La cuestión entonces ya no sería, como diversas voces han venido advirtiendo de un tiempo a esta parte, que Cataluña saliera de España, sino que España saliera de Cataluña. Por este nuevo modelo es por el que parece haber optado el independentismo catalán en el presente momento –tal vez como confortable etapa intermedia, con el Estado siempre disponible en última instancia para acudir a remediar los problemas más graves–, con la complicidad de determinados sectores de la izquierda, que silban y miran al techo cuando se les pregunta por su posición al respecto. Un modelo cuyo horizonte último bien podría quedar resumido así: una España federal con dos cuñas confederales. 

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Fundador y primer presidente de la asociación Federalistes d´Esquerres.

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