Ir a por el punto o ir a por el partido

En la semifinal del Abierto de tenis de Australia de 2009 se enfrentaron Rafael Nadal y Fernando Verdasco. Jugaron un partido épico, de más de cinco horas, que al final terminó cayendo del lado del mallorquín. Si no me falla la memoria, uno de los tenistas profesionales, ya retirado, que comentaba el enfrentamiento era Emilio Sánchez Vicario. Lo traigo a colación porque recuerdo bien el comentario que hizo para definir las diferentes estrategias de los dos jugadores: Verdasco, afirmó, pelea para ganar el punto, mientras que Nadal pelea para ganar el partido. La verdad es que el mayor de los Vicario no se extendió mucho más en explicar el contenido de su afirmación. En cierto modo, en la historia del deporte ocurre algo parecido a lo que ocurre en la historia a palo seco, y es que se escribe siempre desde el punto de vista de los vencedores, y la respuesta a la pregunta acerca de en qué consiste pelear para ganar el partido admite una respuesta de apariencia tautológica, pero de cuyo contenido se encargan ex post facto los comentaristas: en hacer lo que hizo Nadal ese día.

Pero sin el ventajismo de conocer el resultado, acaso haya una pregunta que ofrezca un cierto interés: ¿y qué hubiera pasado si se hubieran enfrentado dos jugadores cuya perspectiva no fuera más allá de ganar el punto en juego en cada momento? Podemos aventurar algunas respuestas: que hubiera ganado el que hubiera cometido un menor número de errores no forzados, el que hubiera acreditado una mejor condición física y, por tanto, hubiera tenido una mayor claridad de ideas en el tramo final del partido, cuando el cansancio empieza a nublar la mente de los jugadores, el más capaz de abstraerse de la presión de los espectadores partidarios del rival, etc. En cualquier caso, factores contingentes todos ellos, en cierto modo secundarios respecto a los que se ponen en juego cuando los jugadores tienen clara su estrategia desde el primer momento. 

Viene esta evocación a cuento de que alguien podría pensar que lo que está ocurriendo en la política española en el presente momento es algo parecido a esa situación imaginaria, a saber, que los jugadores en la pista se comportan, por decirlo con la expresión al uso de un tiempo a esta parte, “como si no hubiera un mañana”, esto es, como si lo importante fuera en cada momento única y exclusivamente el punto en juego (en un planteamiento que a más de uno se le podría antojar como una versión miniaturizada del popular ”partido a partido” de Diego Pablo Simeone). Y así, en efecto, una vez resuelto de qué lado ha caído dicho punto, todo parece empezar de nuevo, comenzar desde cero, entre otras razones porque en este deporte en concreto mientras hay juego hay esperanza y al peor de los resultados parciales siempre es posible darle la vuelta.   

En democracia ni la oposición está para esperar simplemente que el gobierno de turno cometa tantos errores que al final el poder le caiga en las manos como fruta madura, sin correr el riesgo de presentar propuesta alguna, ni el gobierno está para hacer oposición a la oposición

No habría que descartar en absoluto que lo que aquí se está planteando sin más pretensión que la ilustración metafórica haya sido asumido en muchas ocasiones por los propios protagonistas en el campo de la política como un auténtico modelo de utilidad instrumental. Pensemos, por ejemplo, en las enfáticas consignas con las que aquellos acostumbran a intentar animar a sus partidarios cuando las expectativas electorales parecen sombrías: “¡es posible la remontada!”, junto a otras de parecido tenor como “sudar la camiseta” y similares. Pero asumir este lenguaje es asumir la lógica que Sánchez Vicario atribuía a Verdasco, esto es, dicho ahora en negativo, carecer de una idea global de lo que se quiere hacer. No hay en esta afirmación ni el menor juicio de intenciones por mi parte. Podemos remitirnos a lo que líderes y formaciones políticas ofrecen a la ciudadanía en periodo electoral (lo cual, tal como ha ido evolucionando la política en los últimos tiempos, significa en todo momento) para constatar la casi absoluta ausencia de un proyecto de futuro en un sentido mínimamente propio y fuerte. 

Sin que quepa el consuelo de pensar que el problema no es únicamente local, sino que en todo el mundo ocurre algo parecido, porque no parece que sea así, en determinados casos por desgracia. Precisamente algunas de nuestras mayores preocupaciones a nivel planetario en el presente momento se derivan del hecho de que algunos de los principales actores políticos en el escenario mundial (Putin, Xi Jinping, Trump, incluso Milei…) parecen tener planes elaborados no meramente tácticos sino con una inequívoca (y en algunos casos tenebrosa) ambición estratégica. A los cuales, por cierto, sus adversarios se diría que a menudo no saben oponer otra estrategia que la meramente reactiva de intentar cerrarles el paso a base de cordones sanitarios y otras propuestas semejantes, con el resultado de sobras conocido (por el momento, Austria parece haber sido la última ficha en caer en Europa). De ser cierto este dibujo, sobre la pista del planeta unos estarían jugando el partido del futuro, mientras que los otros solo pelearían por el punto de la coyuntura. 

Pero, por alargar la metáfora, cuando quienes se enfrentan son dos jugadores ninguno de los cuales parece ser capaz de pensar más allá del punto, sucede lo que ya conocemos de sobra entre nosotros porque es el espectáculo que podemos ver a diario. Y sucede que ambos confían más en los errores no forzados del adversario que en los aciertos propios, que los dos esperan que la afición del rival termine por desesperarse y renuncia a continuar apoyándole, que tanto uno como otro apuestan porque el partido se le haga demasiado largo al rival y llegue desfondado a la recta final, etc. En definitiva, ambos están a verlas venir mucho más que a presentar propuestas con un mínimo de proyección hacia el mañana. 

Se comprende el escaso entusiasmo que entre los aficionados puede despertar este tipo de enfrentamientos. Básicamente —por resumir la cosa un tanto abruptamente— porque de los mismos apenas cabe esperar otra cosa que los fallos, debilidades y flaquezas del adversario. Quienes estén a favor de alguno de los contendientes solo podrán celebrar el hecho de que su favorito sea el menos malo. Y así, desde luego, no se hace afición. Pues bien, si intentamos dar por finalizado el paralelismo entre esta forma de afrontar un partido de tenis y el territorio de la política, la conclusión parece clara. En democracia, ni la oposición está para esperar simplemente que el gobierno de turno cometa tantos errores que al final el poder le caiga en las manos como fruta madura, sin correr el riesgo de presentar propuesta alguna, ni el gobierno —sea el que sea, obviamente— está para hacer oposición a la oposición, a base de aplicar todas sus energías a intentar convencer a los ciudadanos de que cualquier alternativa a él constituiría un auténtico desastre y, de manera complementaria, atraerlos a su causa con el poco excitante argumento de que la mayor virtud de la que como gobierno puede presumir es la de ser el mal menor. Si esto fuera un partido de tenis, nadie iría a verlo.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.

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