La alianza de Trump y las tecnológicas lleva al planeta al borde del precipicio

Los elementos ya están haciendo estragos. El planeta, en llamas, azotado por los vientos o inundado, sufre la violencia del mal tiempo. De Los Ángeles a Mayotte, pasando por Valencia, por citar sólo algunas catástrofes climáticas recientes, se pierden periódicamente decenas o incluso centenares de vidas, al tiempo que desaparecen especies animales y vegetales como consecuencia de la actividad humana.
De norte a sur, estos fenómenos extremos, que golpean con mayor dureza a las poblaciones más vulnerables, ilustran trágicamente las conclusiones del último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC): ninguna parte del globo se libra ya del caos climático.
Es un “a partir de ahora” que ya queda lejos. “Ahora”, escribía Marguerite Duras en Le Matin el 4 de junio de 1986, “ya casi podríamos enseñar a los niños en las escuelas cómo va a morir el planeta, no como una probabilidad, sino como la historia del futuro. Les diríamos que habíamos descubierto fuegos, llamas, hogueras, que el hombre había encendido y que era incapaz de apagar. Que era así, que había ciertos tipos de incendios que ya no se podían detener en absoluto. El capitalismo tomó su decisión: prefería eso a perder su reinado.”
La escritora tenía razón: los beneficios capitalistas, que desencadenan un consumo desenfrenado que a su vez conduce a una sobreproducción globalizada, son los principales culpables. El nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no es la causa de todos los males. A pesar de las vagas esperanzas de un Green New Deal y otras promesas de planificación tras una aparente toma de conciencia, las políticas de austeridad vigentes desde la crisis financiera de 2008 no sólo han profundizado las desigualdades sino que, al paralizar los Estados, han llevado al “libre mercado” a agravar la crisis ecológica.
Falta de determinación
El año 2024 ha sido el más caluroso registrado desde 1850, y el primero en superar el umbral de 1,5° de calentamiento global con respecto a la era preindustrial, según los resultados del observatorio europeo Copernicus, publicados el viernes 10 de enero. El principal motivo del recalentamiento es la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, principalmente como consecuencia de la quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas). La concentración de dióxido de carbono (CO2) es ahora la más alta desde hace al menos 2 millones de años, y la de metano desde hace 800.000 años.
El límite de 1,5° fijado por el Acuerdo de París, firmado en diciembre de 2015 por unos doscientos países, no es solo simbólico: según el consenso científico internacional, el planeta se dirige hacia niveles incontrolables más allá de ese punto. Porque la trayectoria actual va contra los intereses de los organismos vivos: si no se hace nada para frenarla drásticamente, las políticas que se están aplicando conducirán a un calentamiento global de 3,1 °C a finales de siglo. Como señala el IPCC, casi la mitad de la población mundial vive ya en zonas “muy vulnerables” a las perturbaciones climáticas.
Las políticas de mitigación puestas en marcha en los últimos años no han podido frenar el cambio climático por falta de determinación, y ahora la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca parece ser el golpe definitivo. ¿Qué puede haber peor que un escéptico climático extractivista al frente del país más contaminante del mundo, segundo emisor de gases de efecto invernadero y mayor productor de petróleo?
Se podría responder que es un déjà vu, como dicen los americanos. Pero 2024 no es un remake de 2016.
El golpe de gracia
En primer lugar, la investigación científica nos ha enseñado que ya no tenemos tiempo para esperar un ciclo electoral más favorable: el coste de cada mes más de retraso o de empeoramiento es exponencial. Se está cerrando la ventana de oportunidad para cumplir los objetivos del Acuerdo de París. Dado el impacto de Estados Unidos, mantenerse por debajo de 1,5° se está volviendo casi imposible, lo que equivale a decir que, al elegir a Donald Trump, los votantes americanos han empujado al globo por una pendiente irreversible.
Debido a esta elección decisiva, las condiciones para la existencia de todos los seres vivos están amenazadas. Sobre todo porque ha cambiado el perfil del trumpismo: lo que antes se presentaba como populismo neoliberal de derechas ha experimentado en los últimos años una deriva fascista que preocupa a lo que queda de los demócratas.
Donald Trump no solo promete una política más nociva para el medio ambiente que hace ocho años, sino que, con el apoyo del mundo empresarial, su capacidad para controlar y destruir el Estado ha aumentado, en un momento en que la catástrofe climática, en competencia con las guerras de alta intensidad, adormece la aprensión general ante la inminencia del peligro.
“Vamos a perforar como locos”, anunció el nuevo presidente durante su campaña. El hombre que considera un “cuento chino” la transición energética o “una de las mayores estafas de todos los tiempos”, durante su primer mandato derogó más de un centenar de normas medioambientales. Sacó a su país del Acuerdo de París, al que se reincorporó en 2021 cuando el demócrata Joe Biden fue investido presidente, y ha repetido la operación sin esperar más este lunes 20 de enero.
Esta vez, el republicano quiere golpear más fuerte y más rápido. Tradicionalmente financiado por las grandes petroleras, Trump pretende reactivar masivamente la extracción de gas, petróleo y carbón, contrariamente a los compromisos contraídos en la COP28. También quiere arremeter contra la Ley de Reducción de la Inflación (IRA), las turbinas eólicas y los coches eléctricos, a pesar de que su nuevo y magnético aliado, el propietario de Tesla Elon Musk, es uno de sus más fervientes defensores por obvias razones de promoción personal.
La ley del más fuerte
Y aquí es donde cristaliza el principal peligro para el clima: la nueva alianza de los gigantes tecnológicos con Donald Trump es tan poderosa que puede aceptar algunas diferencias de intereses superficiales.
Después de haber seguido caminos separados, estos actores políticos y económicos están ahora unidos en lo esencial: una visión libertaria y autoritaria, tecnosolucionista, masculinista y anticlimática, que podría calificarse de fascistizante en la medida en que reconoce su voluntad de liquidar las instituciones existentes, incluso por la fuerza, para reconstituir mejor las jerarquías en beneficio de una “regeneración identitaria”.
Contrariamente a lo que ingenuamente se podría pensar, esta micro-élite sí ve llegar la catástrofe climática: simplemente considera que es demasiado tarde y que la prioridad es salvar a los suyos y, en el mejor de los casos, a su clase social, definida como blanca y suficientemente rica para salir adelante por sí sola a costa de los demás.
Concretamente, este separatismo de supervivencia se traduce en la voluntad, identificada en el "Proyecto 2025” de la Heritage Foundation, de desvalijar y privatizar el Estado, apoyándose en una desaforada mentalidad de sálvese quien pueda, regresando a la ley feudal del más fuerte.
Razones para la lealtad
La lealtad de Elon Musk (Tesla, X, SpaceX) y ahora de Mark Zuckerberg, propietario de Meta (Facebook, Instagram, WhatsApp), entre otros, a Donald Trump se explica por la evolución de la economía tecnológica. Consideradas durante mucho tiempo partidarias de la causa climática, una tras otra las tecnológicas están dando un giro de 180 grados debido a que las condiciones de su hegemonía están siendo cuestionadas.
El crecimiento del sector, basado en el trabajo voluntario de miles de millones de internautas, es decir, en una esclavización colectiva más o menos consciente a través del saqueo intensivo de datos personales, sólo puede mantenerse si continúa la manipulación, es decir, si los usuarios siguen aceptando que su comportamiento y sus compras sean dictados por el capital tecnológico.
Esta lógica es anticlimática en su propia esencia: sólo es rentable (para los patrones de las tecnológicas) si la población mundial sigue consumiendo al margen de sus necesidades reales. A la tecnología le interesa el desastre: utiliza todos los medios a su alcance para conducir a los habitantes del planeta a la autodestrucción.
Las aspiraciones anexionistas de Trump no son producto del cerebro de un payaso, simplemente reflejan el imperialismo depredador
A la necesidad de controlar franjas cada vez mayores de mano de obra gratis se suma la de disponer de materias primas baratas y abundantes, sobre todo energía, para el almacenamiento de datos y terminales de usuario que consumen mucha energía. Según la Agencia Internacional de la Energía, los centros de datos, la inteligencia artificial (IA) y las criptomonedas podrían absorber, de aquí a 2026, el equivalente del consumo actual de un país como Japón, es decir, 1.000 teravatios hora (TWh).
Donald Trump, consciente del potencial de la tecnología para moldear la opinión política mundial y controlar a las masas, está a la altura de sus gigantescas expectativas en todos los sentidos: la doble promesa de desregulación del mercado y privatización del Estado, por un lado, y su ambición expansionista, por otro. Ese es el rasero con el que deben medirse las ambiciones del nuevo presidente con Groenlandia y Canadá. Sus aspiraciones anexionistas no son producto del cerebro de un payaso, simplemente reflejan un imperialismo depredador coherente con los intereses de su clan, deseoso de mantener a raya a China.
En una entrevista concedida a Mediapart, la investigadora en ciencias políticas Cara New Daggett no se muestra sorprendida por la transformación de Elon Musk, antaño paladín de la acción por el clima, y ahora abanderado del trumpismo. Ella lo explica por un “tecno-optimismo” profundamente arraigado en la “búsqueda de energía ilimitada” inseparable del capitalismo de combustibles fósiles como centro de la organización de las economías occidentales. En su opinión, la narrativa de Trump ha triunfado porque este orden sexista y racista aparentemente inmutable no ha sido suficientemente contrarrestado por los demócratas cuando estaban en el poder.
En este sentido, llama la atención la forma en que Mark Zuckerberg anima estos días su apoyo a Trump con un lenguaje virilista, reclamando más “energía masculina”. Esto no debería sorprender en alguien que, hace ya un año, publicó en una de sus redes sociales, todo sonriente frente a un chuletón de ternera, que se iba a dedicar a la ganadería en Hawai, donde además se ha construido una gigantesca villa con búnker incluido para recogerse “en caso de apocalipsis”.
Vientos en contra
En cualquier caso, la combinación de recursos tecnológicos superpoderosos con una agenda ideológica de extrema derecha representa una amenaza sin precedentes para el mundo. Y en primer lugar para las mujeres, las minorías raciales y de género y los pobres.
Básicamente, todos estamos preocupados, porque está en juego la habitabilidad del mundo. La supervivencia del planeta depende de la aplicación decidida de políticas de planificación, regulación y distribución climáticas al servicio del bien común, por lo que necesitamos luchar urgentemente contra los vientos en contra antidemocráticos y antiecológicos que se aglutinan, más allá de Estados Unidos, desde Javier Milei (Argentina) a Narendra Modi (India), pasando por Viktor Orbán (Hungría), en torno a un carbono-nacionalismo destructor.
Sólo una acción transversal internacionalista antifascista que refleje la producción en términos de necesidades de subsistencia puede conducir a una mayor justicia climática. Para llevar a cabo una reconducción ecológica, es esencial implicar a la sociedad civil en todas sus vertientes, científica, asociativa y sindical, para construir políticas públicas sostenibles, cercanas a las preocupaciones de los ciudadanos y aceptadas por todos.
Bruno Latour abría irónicamente su libro Où atterrir (Dónde aterrrizar, edit. La Découverte, 2017) con una cita de Jared Kushner, yerno de Donald Trump: “Ya hemos leído bastantes libros”.
“Por primera vez,” escribió, “un movimiento a gran escala ya no pretende enfrentarse seriamente a las realidades geopolíticas, sino que se coloca explícitamente fuera de cualquier restricción, literalmente offshore, como los paraísos fiscales.” Relacionando las fake news con el “negacionismo climático”, el filósofo se preguntaba: “¿Cómo podemos respetar los hechos ya establecidos cuando tenemos que negar la magnitud de la amenaza y librar una guerra global contra todos los demás sin decirlo?”
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En esas estamos. Ellos lo saben y nosotros también. El papel del periodismo es seguir la pista, archivar, contextualizar y revelar lo que ocultan, ignoran o silencian las fuerzas que nos gobiernan. Su misión de interés general es documentar los crímenes climáticos y exigir responsabilidades a los poderes económicos y políticos. Pero también describir las posibilidades de existencia, las experiencias alternativas y los desafíos al orden establecido. Estamos poniendo todo de nuestra parte en esta batalla por nuestra supervivencia y la de las generaciones futuras.
Traducción de Miguel López