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La letra pequeña del ‘informe Draghi’: un lavado de cara a la UE incapaz de corregir 30 años de errores

Mario Draghi presenta su informe sobre el 'Futuro de la competitividad europea' en el Parlamento Europeo.

Martine Orange (Mediapart)

El informe Draghi sobre la competitividad en Europa parece haberse convertido en una referencia obligada en cuanto se ha hecho público. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha prometido convertirlo en su hoja de ruta, con “prosperidad, seguridad y democracia” como consignas. Por su parte, la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, afirmó estar “100%” de acuerdo con las conclusiones y remedios recomendados por su predecesor al frente de la institución monetaria.

Tras la presentación del informe ante el Parlamento Europeo, el 17 de septiembre, todos los eurodiputados acogieron favorablemente el informe del ex banquero central, y cada grupo destacó los puntos que consideraba importantes. Todos se hicieron eco de la contundente valoración de Mario Draghi a lo largo de las 400 páginas: Europa se enfrenta a “un desafío existencial”.

El retraso de Europa respecto a Estados Unidos, negado durante mucho tiempo, se reconoce ahora como algo evidente. “La renta per cápita disponible ha crecido casi el doble en Estados Unidos que en Europa desde el año 2000”, señala Mario Draghi. Del mismo modo que ahora se acepta que China se está poniendo al día, compitiendo cada vez más con Europa y amenazando a sectores enteros de su economía. En resumen, las instituciones europeas, que en 2000 se fijaron el objetivo de construir un continente de “paz, progreso económico y social y democracia”, han fracasado.

Como señala Draghi, hay mil maneras de medir hasta qué punto se ha estancado el poder europeo. La productividad en Europa, un factor descuidado durante mucho tiempo, no deja de caer por detrás de la del continente americano. Ha seguido reduciéndose la inversión productiva de manera alarmante, cayendo hasta el 22% del PIB, y la inversión pública se ha hundido.

Aunque la Unión Europea siga generando excedentes comerciales, su participación en el comercio mundial disminuye visiblemente porque es incapaz de satisfacer las nuevas demandas. Esto se debe a que “la estructura industrial de Europa ha permanecido estática”, centrada en la industria del automóvil durante los últimos veinte años, en detrimento de las telecomunicaciones, las nuevas tecnologías, la tecnología digital y tantos otros sectores.

Si no se pone las pilas, “Europa corre el riesgo de una lenta agonía”, advierte el ex presidente del BCE. Para conservar su estatus económico e internacional, y recuperar cierta independencia, la UE debe volver a las políticas proactivas y hacer un gigantesco esfuerzo inversor en áreas consideradas estratégicas: energía, defensa, tecnología digital e inteligencia artificial.

“Se necesita un mínimo de entre 750.000 y 800.000 millones de euros de inversión anual adicional, correspondiente al 4,4 y 4,7% del PIB europeo”, para dar un giro a la economía europea, escribe Draghi. “A modo de comparación, señala el informe, el gasto en inversión durante el Plan Marshall entre 1948 y 1951 representó entre el 1 y el 2% del PIB europeo”.

El informe de la última oportunidad

Parece que estábamos esperando el informe de Mario Draghi para reconocer públicamente lo que viene sucediendo desde hace años. Porque, por brutal que sea, la situación que describe no es nueva. Desde principios de la década de 2000, el crecimiento de la zona euro ha ido cayendo inexorablemente, y aún más desde la década de 2010. El hundimiento de su productividad, su pérdida en términos de investigación e innovación, y su dependencia en ámbitos tan estratégicos como la defensa, la tecnología digital, los semiconductores y los productos farmacéuticos, por citar sólo algunos, han sido bien documentados.

No necesitamos esperar a conocer nuevas cifras para saber que la integración europea, basada en el principio único de la “competencia libre y no distorsionada”, es disfuncional. Sólo el mercado de la energía, sector clave donde los haya, lo ilustra perfectamente. Mucho antes de la guerra de Ucrania, que agravó la situación, los especialistas del sector habían señalado la aberración que suponía liberalizar ese mercado.

Hoy, los resultados están a la vista: los precios son “de cuatro a cinco veces más altos que en Estados Unidos”, la economía está expuesta a una “volatilidad insoportable” y “las reglas del mercado impiden a las empresas y a los hogares ver las ventajas de las energías renovables reflejadas en sus facturas”. Una situación que hace más que problemático cualquier intento de enderezar al continente.

Pero quizás hacía falta alguien tan indiscutible como Mario Draghi, considerado el salvador de la eurozona durante la crisis de la deuda europea, para atreverse a mencionar los hechos que hasta ahora muchos venían escondiendo bajo la alfombra.

Para muchos observadores, este informe es la última oportunidad para salvar la construcción europea. La situación es urgente. Según los defensores del informe, las convulsiones geopolíticas, el auge del proteccionismo en todo el mundo, la guerra de Ucrania, los espectaculares virajes de Estados Unidos tanto en términos estratégicos como industriales, los retos que plantea el cambio climático y la crisis del modelo industrial alemán ya no permiten el statu quo y la dilación que han sido el hábito de las instituciones europeas durante muchos años.

El programa no ha cambiado

Sin embargo, las críticas de Mario Draghi han guardado las formas. Se dan las cifras, se hacen las comparaciones, pero no hay análisis desagradables, a excepción de los trámites burocráticos de las instituciones –en lo que ya hay unanimidad– sobre las razones de esta reclasificación. Sin duda en busca de consenso, no aparece ninguna crítica real a las políticas europeas, a la desregulación y la liberalización excesiva, a la competencia interna de todos contra todos, a los estándares sociales mínimos erigidos en dogma, o a la austeridad que se ha convertido en norma desde la década de 2010. Se limita a señalar que “el mercado único, todavía fragmentado después de décadas”, no ha cumplido sus promesas.

Retorno de las políticas industriales, necesidad de inversión pública, autorización de ayudas públicas en sectores estratégicos, programas compartidos a nivel europeo, necesidad de aplicar medidas arancelarias y proteccionistas para proteger tecnologías o actividades estratégicas... Todas esas propuestas, insisten sus partidarios, son una denuncia implícita del camino seguido por las instituciones europeas en los últimos años. “Este informe acaba con el dogma de la austeridad presupuestaria”, se felicita el economista Thomas Piketty.

Aunque Mario Draghi pretende romper con el principio de destrucción creativa, tan apreciado por la Comisión Europea, la ruptura se detiene ahí. Bien mirado, el programa no parece haber cambiado: el mercado, eficiente por naturaleza, y el sector privado siguen siendo los vectores cardinales de la acción, y a las políticas públicas se les pide simplemente que se pongan a su servicio para devolver al continente la competitividad de la que carece. No se recomienda revisar las políticas de desregulación fracasadas ni volver al mínimo común denominador social y medioambiental.

Ni justicia climática ni justicia social

La transición ecológica apenas se toca, como un punto ciego para el sector privado o como un gran obstáculo para la economía del laissez-faire. Por supuesto, se habla del Green New Deal, de la descarbonización de la energía, el transporte y las fábricas para 2030-2035, y de los impuestos sobre el carbono en las fronteras, pero todo eso parece más palabrería que convicción. No se prevé realmente ningún cambio de trayectoria con respecto a los modelos existentes.

En un momento en que las perturbaciones climáticas plantean inmensos riesgos sociales, económicos y financieros, como demuestran las recientes inundaciones en Europa Central y los enormes incendios en Grecia, esta cuestión, que debería estar en el centro de la transformación del modelo europeo, se aborda de la única manera que ven las empresas: el tecno-solucionismo aplicado por grandes grupos privados.

Draghi propone el lanzamiento de vastos programas europeos en los ámbitos de la energía, la tecnología digital, la inteligencia artificial, las tecnologías limpias y la investigación para promover el hidrógeno, la captura de CO2, la metanización, etc. El único cambio importante que recomienda es la escala de intervención: en lugar de campeones nacionales, ahora hay que crear campeones europeos.

Según Draghi, deben revisarse por completo las normas de competencia aplicadas por la Comisión para permitir la aparición de esos nuevos gigantes, los únicos capaces de defender la bandera europea frente a Estados Unidos y China.

Todo esto, por supuesto, se está determinando sin la participación de los ciudadanos, sin la menor preocupación por la justicia social o la preservación del bien común. Apenas se mencionan las competencias y los conocimientos técnicos de los trabajadores, aunque sólo sea para desarrollar estas actividades. El esquema esbozado se limita a una gran asociación entre el capital y la burocracia europea, lo cual no es nada nuevo.

Una especie de déjà vu

Draghi insiste en que esta vasta reconfiguración tecnológica e industrial, que supuestamente traerá crecimiento, competitividad, independencia y “resiliencia” al continente europeo, debe ir acompañada de una inversión pública masiva. Y para lograrlo, hay que emprender “reformas estructurales” que permitan a la Comisión Europea ejercer plenamente su papel decisorio e impulsor.

Pero todos estos cambios recomendados son una especie de déjà vu. Muchas de las propuestas se remontan a los debates que agitaron a los Estados miembros en el momento de la crisis de la eurozona en 2010. Así ocurre con la creación de una unión de capitales, supuestamente el camino real para proporcionar al sector privado toda la financiación que necesita.

También vuelve a aparecer la idea de reforzar los recursos presupuestarios y las competencias de la Comisión en relación con los Estados miembros, para dotarla de la capacidad de impulsar los grandes programas europeos y financiarlos mediante deuda. Para lograr una mayor eficacia y rapidez, se propone de nuevo reforzar el poder de decisión de la Comisión suprimiendo el derecho de veto de los Estados miembros, bastando la mayoría cualificada en todas las cuestiones.

Los gritos de los opositores tradicionales a cualquier cambio de las normas europeas no deben ocultar los interrogantes y recelos de los demás

Como era de esperar, estas propuestas han suscitado el mismo rechazo que hace quince años. Vuelve la misma oposición de entonces. Apenas se había hecho público el informe, el ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner, hizo pública su feroz oposición a cualquier cuestionamiento de la ortodoxia presupuestaria, así como a cualquier proyecto de deuda común a escala europea.

Luego, otros países, como Países Bajos, se han unido a este frente de rechazo. El primer ministro sueco, Ulf Kristersson, ha sido el último en sumarse. En una entrevista concedida a Bloomberg el lunes 16 de septiembre, se declaró totalmente «pillado en la trampa de la deuda común”, reiterando su apego a “la mayor libertad de comercio posible”.

Los gritos de los opositores tradicionales a cualquier cambio en las normas europeas no deben ocultar los interrogantes y recelos de los demás. El funcionamiento antidemocrático de las instituciones europeas, la falta de contrapesos a sus decisiones y su negativa incluso a reconocer sus errores pasados hacen que muchos representantes se muestren reacios a transferirles aún más poder.

¿Cómo confiar en una Comisión Europea que, sin tener en cuenta la experiencia previa, como demuestra su nuevo pacto de estabilidad presupuestaria o su plan de reforma del mercado eléctrico, aboga por el mismo dogmatismo? ¿Cómo confiar en unos organismos que han favorecido sistemáticamente los intereses de los grupos de presión en detrimento de los ciudadanos? ¿Cómo creer que un simple lavado de cara de la construcción europea, que no ha conseguido nada y quizá incluso ha acelerado el estancamiento del continente, puede bastar para reparar treinta años de errores?

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“Los valores fundamentales de Europa son la prosperidad, la igualdad, la libertad, la paz y la democracia. Si Europa ya no puede garantizarlos a sus ciudadanos –o tiene que cambiar unos por otros– habrá perdido su razón de ser”, advierte Mario Draghi. A pesar de su intento de insuflar nueva vida al proyecto europeo, puede que ya estemos ahí.

 

Traducción de Miguel López

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