LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Lengua y nacionalismos

Joan Daniel Oliver

Los acontecimientos de estas últimas semanas (meses) parecen apuntar que el denominado “procés independentista català” y la proclamación de la República Catalana tienen unos claros vencedores en España: los unionistas, con el PP a la cabeza, con un Mariano Rajoy encumbrado como un hábil estratega, maestro en administrar los tiempos políticos, flanqueado por un acechante Albert Rivera, al que las encuestas favorecen, y un incómodo Pedro Sánchez en plan “si me muevo, los míos me decapitan”.

También parece tener unos claros perdedores: los independentistas encabezados por un más que mediocre Puigdemont, autoexiliado, que, como Juana de Arco parece dispuesto a morir mártir por la causa, pero que puede acabar convertido en un Papa Luna abandonado por todos. También parecen estar derrotados los líderes independentistas encarcelados, seguramente como castigo por desobedientes, para que mediten, emulando a Gil de Biedma, aquello de que “la ley iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”.

Es posible que este sea el discurso oficial, pero la realidad catalana, por desgracia, es tozuda y no va a cambiar por ello. Más aún, los presuntos derrotados se lamerán las heridas y esperarán el momento más propicio para volver con más fuerza. Saben que el tiempo juega a su favor y tienen la certeza de que, si se mantiene la actual coyuntura, en pocos años lograrán superar claramente la barrera del 50 % en unas elecciones y entonces el camino hacia la secesión quedaría allanado. Y es que el nacionalismo es un sentimiento, algo de las tripas, y no el resultado de un proceso racional.

Digo nacionalismo y no catalanismo porque el actual conflicto no es entre nacionalistas y no nacionalistas sino entre dos nacionalismos, el españolista y el catalanista que chocan por mantener su influencia en un territorio, Cataluña. De hecho los no nacionalistas han sido los auténticos perdedores y ahí incluyo a los Comunes y a un sector de los socialistas catalanes. Y, más allá de la política, lo que verdaderamente ha sido derrotada es la convivencia.

Todo nacionalismo que se precie debe tener enemigos. Los enemigos son los diferentes, los que no comparten los cuatro factores aglutinantes de todo sentimiento nacionalista: etnia, religión, lengua e historia común. No incluyo la riqueza personal. Eso sería marxismo y entonces un currante español podría llegar a pensar que su vida y sus problemas se parecen más a los que tienen un dominicano o marroquí que a los de un financiero indígena del ibex 35, algo que sería nefasto para la causa nacionalista. Y es que para un buen nacionalista, un parado autóctono debe identificarse más con el empresario que lo ha despedido que con su compañero de despido foráneo (léase senegalés, ecuatoriano o cordobés). Y todo esto mientras se van luciendo banderitas en el móvil, en el balcón o en la correa del reloj que se ha comprado en el último viaje de negocios a Suiza, Panamá o Andorra.

Uno no para de pensar, ¿cómo se ha podido llegar a este punto? Y sobre todo ¿cómo podemos salir del atolladero? Porque todo esto de Cataluña cansa, empieza a aburrir y uno está tentado a mandarlo todo a paseo si no fuera porque eso sería darle la victoria a los nacionalismos (español o catalán) y esto a medio plazo puede resultar incluso peligroso.

Y más cuando de los cuatro factores aglutinantes de los nacionalismos, el catalán solo confronta con el español en dos. No hay motivos religiosos ni étnicos. Únicamente la lengua y la historia común son motivos de separación. Y la historia, solamente a medias ya que buena parte de ella ha sido común y las diferencias tienen más que ver con una interpretación mítica que todo nacionalismo hace de ella que con la cruda realidad histórica: el nacionalismo español añora su imperio y el catalán, los tiempos anteriores a la Guerra de Sucesión. Ridículo.

Así pues, me temo que las claves del conflicto nacionalista catalán tengan que ver sobre todo con cuestiones lingüísticas. Por ello, si se quieren rebajar tensiones, tendremos que abordar qué se hace con la cuestión lingüística a nivel estatal.

Algunos de los que se consideran vencedores tienen la tentación de seguir el modelo francés (Macron ha vuelto a negar oficialidad al corso) y promueven campañas en defensa del español pidiendo, por ejemplo, la supresión del modelo de inmersión lingüística catalán. Esto sería un error, ya que ese mismo modelo francés fue el que se estableció tras la Guerra de Sucesión, con la imposición del castellano como lengua oficial y la marginación, cuando no prohibición, de las restantes lenguas peninsulares. Y resulta evidente que, varios siglos después, ese modelo no ha solucionado nada.

Resulta curioso como el nacionalismo español, a diferencia de otros nacionalismos europeos, no está dirigido contra otros Estados europeos, a los que solemos admirar (somos afrancesados, anglófilos, germanófilos…), sino frente a nosotros mismos. Y por desgracia, la cuestión lingüística se ha convertido en una de las principales armas políticas utilizadas sin reparo tanto por la derecha como por cierta parte de la izquierda sin que, al parecer, les importe los daños colaterales que ocasionan en la convivencia ciudadana. Electoralismo en estado puro.

Y es que en el Estado español son varios millones de personas las que no tienen (tenemos) como lengua materna el castellano. El castellano lo tenemos que aprender. Es, se quiera o no, una imposición que, como en mi caso, se puede asumir con gran placer y considerar una gran suerte el ser bilingüe o, por el contrario, se puede rechazar, no aceptar tal imposición y entonces esgrimir la Constitución y el hecho de que todos deberíamos ser iguales ante la ley. Recordemos que el nacionalismo es sentimiento y no razón.

Deberíamos asumir que el reconocimiento estatal del plurilingüismo todavía es una asignatura pendiente. Y una buena manera de reducir tensiones podría ser renunciar a que el castellano fuera la única lengua oficial del estado y, como en Suiza, plantear la posibilidad de que las otras lenguas también puedan ser cooficiales en todo el estado.

Soy consciente de que esta propuesta, en estos tiempos que corren, parece descabellada y que la tendencia, aparentemente más pragmática, es la de promocionar la educación bilingüe, pero en inglés. Creo que lo del bilingüismo en inglés, no se debería introducir en esta contienda y además pienso que, tal y como se está implantando (por ejemplo impartiendo distintas materias en el idioma del imperio, británico), es más fruto de la demagogia de políticos mediocres, incapaces de dominarlo y que piensan que todos están en su misma condición que en el interés de que se aprenda mejor ese idioma. Puro papanatismo populista.

Volviendo a lo nuestro, si se quiere desmontar el nacionalismo catalán, se tiene que desmontar también el nacionalismo español y por tanto romper el discurso del que defiende la supremacía del idioma castellano (español) como única lengua oficial del estado y aglutinador del añorado Imperio. Estoy seguro de que muchos de los que están en desacuerdo con lo que acabo de apuntar ven con toda normalidad, y no les importa en absoluto, que el español se haya convertido en una lengua totalmente irrelevante en el ámbito científico o técnico. Así nos va.

Un ejemplo de estupidez política relacionado con la lengua lo tenemos en el trato que se le da al catalán por parte del PP fuera de Cataluña. Recordemos que, aunque el catalán es la lengua propia de Cataluña, no les es exclusiva: también se habla en Baleares, buena parte de la Comunidad Valenciana e incluso algunos pueblos limítrofes de Aragón. Buena prueba de ello es que parte del nacionalismo catalán persigue alcanzar los utópicos Països Catalans en los que los perros se atarían con butifarres. Sin embargo, como todo nacionalismo engendra como reacción nuevos nacionalismos contrarios, el pancatalanismo fue el germen del que surgieron los nacionalismos anticatalanistas valenciano o balear que, siguiendo la máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, se trasmutaron en regionalismos filoespañolistas. Estos fueron fagocitados por la derecha españolista postfranquista que hizo propios su discurso, en el que, cómo no, la lengua y los símbolos fueron los principales argumentos para la confrontación. De hecho, en la Comunidad Valenciana el PP patrocinó (y sigue patrocinando) el secesionismo lingüístico del valenciano frente al catalán, aunque esto le suponga enfrentarse a la Universidad y a los filólogos. Resulta paradójico ver cómo políticos que nunca han hablado valenciano en público (ni en privado) e incluso lo desprecian porque lo consideran propio de paletos (por ejemplo exalcaldesas y expresidentes de la Generalitat) son los abanderados del secesionismo lingüístico. ¿Somos conscientes del drama? ¿Puede el PP contrarrestar al nacionalismo catalán? ¿Puede un partido que ataca la unidad lingüística catalana fuera de Cataluña contrarrestar al nacionalismo catalán basado sobre todo en la defensa de su lengua? Evidentemente no, fuego y gasolina.

Insisto, si se quiere reconducir la situación, se tiene que replantear el estatus de las lenguas vernáculas en el estado español. Un burgalés o una andaluza han de sentir como idiomas propios el catalán, el gallego o el euskera. Por lo menos tan propios como para un catalán o un vasco le pueda parecer la Alhambra de Granada o la catedral de Santiago. La lengua tiene que dejar de ser un arma política y ser lo que es: una manifestación de nuestra riqueza cultural. Para ello es imprescindible que todos los españoles tengamos una mínima noción de esa riqueza idiomática y de su literatura y esto se ha de hacer en las escuelas. No se debe privar a un extremeño el conocer a Ausias March a Rosalía de Castro o a Gabriel Aresti. También se ha de promocionar estos idiomas a nivel europeo. No es de recibo que el catalán sea la lengua europea con más hablantes que no tenga reconocimiento oficial dentro de Europa. La lucha por su reconocimiento lo tiene que hacer la diplomacia española, pero antes esta diplomacia se lo tiene que creer. Desgraciadamente, como dijeron Golpes Bajos: “Corren malos tiempos para la lírica”.

  Joan Daniel Oliver es socio de infoLibre

Más sobre este tema
stats