Maleta de libros

'Azucre', la historia de los gallegos que emigraron a Cuba buscando fortuna y encontraron miseria

Portada de 'Azucre', de Bibiana Candia.

Bibiana Candia

Orestes Veiga, protagonista de Azucre, la primera novela de Bibiana Candia, no existió realmente. Pero sí existieron muchos como él: jóvenes gallegos acosados por el hambre y la enfermedad que, en el siglo XIX, decidieron abandonar su tierra para trabajar en las plantaciones de azúcar cubanas. Pero 1.700 de ellos lo hicieron en unas condiciones particulares, más excepcionales aún que las que siempre conllevan la migración. Preocupado por los altos costes que el mantenimiento de la mano de obra esclava tenía para las explotaciones que administraba en Cuba, y consciente de que la contratación de jornaleros negros apenas la reduciría, el traficante de esclavos gallego Urbano Feijóo de Sotomayor tuvo una idea genial: trasladar a unos cuantos cientos de compatriotas a la isla, con salarios más bajos y cortes reducidos, para duplicar el beneficio. 

El experimento de Feijóo fue un auténtico crimen. Los emigrados, que llegaron a llevar cadenas igual que sus compañeros esclavos, enfermaron por las malas condiciones de trabajo y alojamiento y por la escasez de alimento. Cientos de jóvenes gallegos murieron en Cuba, otros fueron cedidos a empresas que les hacían trabajar en jornadas aún más intensas y con condiciones todavía peores. Y cuando la empresa quebró, muchos se quedaron tirados en la isla, sin medios para volver a casa. Candia recupera su memoria y dedica la novela "a los emigrantes que no pudieron contar su historia y a los que se quedaron que nunca recibieron una carta". La editorial Pepitas de calabaza publica Azucre el 1 de septiembre (16,90 euros) y aquí recogemos sus primeras páginas. 

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¿Cómo te llamas, rapaz?

Orestes Veiga.

El hombre moja la punta del lápiz grueso con la lengua sucia y hace una marca al lado de uno de los nombres de la lista, una cruz irregular como un insecto aplastado. ¿No traes fardo? No, señor. Mejor, así caminas más ligero. ¿Y tienes frío? Sí, señor. Pues ahora ya echamos a andar y entras en calor; ponte ahí con esos. El hombre de la compañía señala con la barbilla al grupo de muchachos y por si no quedase bien marcado, carraspea y escupe en el suelo una flema oscura a los pies de Juan el Rañeta, que solo da un paso atrás y no dice nada. Orestes piensa que si no fuese porque este hombre es una extensión del amo, ese rapaz con la cabeza como un ternero le habría abierto las narices de un solo golpe. Pero así funcionan las personas e incluso algunas bestias: el poder se respeta más que la fuerza. Orestes se arrima al cruceiro junto a Amador el Tísico y Manuel de Trasdelrío, los tres de la misma edad, tres muchachos casi idénticos del mismo lugar. El resto son conocidos de vista, de las romerías, de misa, de robar fruta en el pazo; y Rañeta, de partirse la cara a pedradas. De todo eso que es como decir nada, porque las vidas iguales son vidas intercambiables.

Nuestro señor Jesucristo está clavado en lo alto del cruceiro y deja caer la cabeza como si estuviese interesado en las conversaciones que bullen, acerca el oído de piedra a las exclamaciones de los rapaces, que se arriman como potros jóvenes y tan pronto se dan calor como podrían darse patadas. Nuestro señor Jesucristo, en realidad, no es más que una piedra tallada, muerta por obra del cincel. A las piedras vivas nunca les ha interesado lo que dicen las personas, bastante tienen con contener el mar, con agarrarse al suelo, con ser la firmeza que lo sostiene todo. Si ellas perdiesen la concentración para ponerse a escuchar lo que decimos, el mundo entero se vendría abajo.

¿No tienes ganas de marchar ya, Orestes? Yo estoy deseando. El Tísico sabe disimular la tos y disfrazarla de pausas para hablar, como si le pareciese mal hacer ostentación de un mal de bronquios. Sí, quiero empezar a andar, que tengo frío. Orestes también tiene hambre pero no lo dice, porque decir que tiene hambre es como decir que está despierto. Juan el Rañeta habla alto y da palmotadas a los otros como un animal que no puede contenerse. Dice que es por el frío y se sopla las manos como un toro impaciente. Orestes sabe que lo hace para intimidar, es una bestia, hay que entenderlo como se entiende a las bestias. Hace ahora dos años que el Rañeta y Orestes se pegaron en una romería. Fue después de la misa, de la merienda, del baile y del vino, cuando ya solo queda volver a casa o matarse a golpes para que la fiesta termine como es debido. Los rapaces son así, se relacionan a tundas como quien no sabe hablar. Hay quien dice que fue por una moza, pero ya se sabe cómo es la gente.

Orestes tiene los recuerdos de esa pelea envueltos en niebla, como cuando te despiertas en mitad de una pesadilla. Un empujón por la espalda y caer al suelo, el sabor a tierra en la boca, la mano derecha frenando la caída en la única piedra que había en el campo de la fiesta, levantarse dando un traspiés, la piedra en la mano. Rañeta viniendo hacia él bufando, colorado, sudoroso después de haber bailado toda la noche, la mano sujetando la piedra incrustándose en el medio de su cara, el sonido amortiguado y húmedo de la nariz partiéndose. Del corro de gente que los rodeaba cuando el Rañeta cayó al suelo se escapó un silencio sólido como una nube de granizo en las sienes de Orestes. Hay algo digno en vencer al fuerte, pero al mismo tiempo estupor y cierta vergüenza en verlo caer como un fardo, despojado de su propia ira y sangrando como un cerdo. A la piedra nadie le pidió responsabilidades, no es fácil reponerse de ser utilizada como arma.

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La nariz hundida desde aquel día acentuaba su expresión de becerro pasmado y recordaba al Rañeta que tenía que vengarse de Orestes; por eso lo mira de reojo mientras habla con los demás rapaces y dice nos vamos, nos vamos para trabajar el azucre, ahí solo sobreviven los fuertes, ahora se va a ver quién está preparado para ser un hombre. Orestes siente la amenaza en cada palabra, como aquella vez que un pájaro le cayó muerto a los pies al salir de la iglesia y a los dos días murió la madre. Sabe que no dormirá tranquilo, piensa que debería haber dejado que Pedro, el hermano pequeño, viniera al cruceiro a despedirlo, el hermano de Rañeta está en el medio del grupo de muchachos, los mira con la admiración de un perro manso. De repente siente el dolor en los huesos del que está tremendamente solo; de repente el frío se vuelve insoportable. Quiere echar a andar y dejar atrás esa sensación de que un filo le corta los huesos por la mitad, alejarse como quien olvida todo lo que le ha hecho infeliz. Cuando eres demasiado joven, aún no sabes que la infelicidad es un insecto parásito capaz de clavarte su aguijón tan adentro que años después las heridas supuran cuando menos te lo esperas.

El hombre de la lista interrumpe las conversaciones. Venga, rapaces, vamos, que tenemos que ir a recoger a otros cuatro, que no se quede nadie atrás. El niño que miraba como un cachorro a su hermano lo abraza por la cintura, pero Rañeta lo aparta y se ríe. Anda, marcha a casa, que no sé para qué viniste. Pero el niño no se mueve y su hermano vuelve a empujarlo antes de irse y a reír en alto mirando alrededor, como ríen los crueles que buscan complicidad. El niño tropieza y cae, se queda en el suelo de piedra mojado mirando marchar a su hermano con una sonrisa de pánico. El hombre de la lista tose con una tos llena de flemas que va escupiendo con una cadencia que podría ir midiendo sus pasos. Echan a andar, pasan por delante del lavadero y las mujeres los miran de lado santiguándose con el gesto, sin tocarse del todo para no mojarse. La ropa se hunde en el agua y el jabón al ritmo de una plegaria, como todo lo que inevitablemente se teme. Ahí van, coitados, ahí van ellos, déjalos ir en paz, Señor, cuídalos, Señor, que nada malo les pase, Señor, no los dejes enfermar, Señor, que curen el hambre de su madre, Señor, que lleguen sanos y salvos, Señor, nuestro Señor.

Amén.

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