Con todas las cautelas, conteniendo cualquier atisbo de un gramo más de esperanza del recomendado, este jueves se pronunció la palabra más anhelada en Gaza, paz. Una paz que tiene tantos condicionantes, tantos pasos inciertos, que suena a quimera, pero, de momento, hay un acuerdo firmado que supone, parece, el fin de un conflicto que ha durado demasiado. Y que ha dejado situaciones tan crueles que costará contarlas más adelante.
Esta misma semana veíamos cómo, en el hospital de la Ciudad de Gaza, 3 bebés compartían una incubadora. Cada 20 minutos, las madres se pasaban el respirador que mantiene con vida a sus hijos. No hay más. Es el único que queda en ese hospital tras los bombardeos. Los hospitales estaban cercados hasta ayer mismo por tanques, Israel no dejaba pasar nada, ni siquiera unas máquinas sin las que la supervivencia de esos bebés prematuros es más que complicada.
Es un ejemplo más del dolor y de la desesperación que se ha vivido y se está viviendo todavía en esa zona. Del dolor y de la crueldad de un conflicto que ha dejado demasiadas vidas mutiladas. No dejar pasar esas incubadoras no iba a hacer decantarse la guerra hacia el lado de Hamás. Permitir que esos bebés no sufran con cada bocanada de aire no iba a ayudar en nada a las tropas de Netanyahu. Sólo va a causar más dolor, más sufrimiento y más desesperación. Es una decisión política, como denunciaba el responsable de Unicef. Una decisión que alguien ha tomado y que ha ordenado que se cumpla, sabiendo las consecuencias que supone, sabiendo que, con esa orden, se le podía robar la vida a los bebés recién nacidos, criaturas que nada tienen que ver ni con Hamás ni con esa guerra, criaturas que sólo tienen 20 minutos para usar ese respirador, mientras luchan por seguir viviendo.
La esperanza es que ahora entren camiones con todo lo necesario, con comida, con suministros y que dejen atender a personas mutiladas o con heridas de balas o bombas
En esos centros ya apenas quedaba de nada, no hay analgésicos, no hay oxígeno, se atiende a los heridos como se puede, más con voluntad de los médicos y voluntarios que están allí que con medios básicos para salvar vidas. La situación lleva meses siendo desesperada, al borde del colapso. La esperanza es que ahora entren camiones con todo lo necesario, con comida, con suministros y que dejen atender a personas mutiladas o con heridas de balas o bombas.
En Gaza han muerto asesinadas 67 mil personas y, de ellas, se calcula que 20 mil son niños. Estos días las televisiones, los medios, hemos recordado cómo empezó todo, cómo fue ese brutal ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre, lo que pasó después, los bombardeos, los desplazamientos… De los muchos testimonios que he visto, quiero traer aquí uno, el de un niño, no sé su edad, no llegaba a los 10 años. Sobrevive con sus padres y su hermano en uno de los campamentos del sur en el que malviven los gazatíes que han huido de las bombas. Lleva ahí meses, sobreviviendo, sin ir a la escuela. Piensas que, en el fondo, es un afortunado por seguir vivo, por haber sobrevivido a las bombas, de tener a sus padres y a su hermano. Pero cuando le oyes hablar… Frente a la cámara contaba con qué soñaba antes de la guerra, el sueño de cualquier niño de su edad: jugar al fútbol y convertirse en una estrella, y, cuando lo cuenta, se le quiebra la voz, rompe a llorar. No hay sueños en su vida, no hay más futuro que el mañana, el sobrevivir a esa guerra. Sólo espero que hoy ese niño vuelva a sonreír. Que vuelva a soñar con lo que quiera, no sólo con seguir vivo.
Con todas las cautelas, conteniendo cualquier atisbo de un gramo más de esperanza del recomendado, este jueves se pronunció la palabra más anhelada en Gaza, paz. Una paz que tiene tantos condicionantes, tantos pasos inciertos, que suena a quimera, pero, de momento, hay un acuerdo firmado que supone, parece, el fin de un conflicto que ha durado demasiado. Y que ha dejado situaciones tan crueles que costará contarlas más adelante.