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No es locura, es inmoralidad

Cuando Joe Biden dijo el lunes que a Trump le está volviendo “literalmente loco” la derrota en las elecciones de 2020, el paralelismo con Feijóo fue casi automático. Un líder de derechas aparentemente desquiciado desde que vio que la suma no le daba para llegar a Moncloa. Capaz de saltarse las reglas escritas y no escritas de las formas democráticas que sean necesarias para alcanzar el lugar que considera que le ha sido arrebatado y que le corresponde por derecho propio.

Lo fácil es decir que ambos políticos han perdido el juicio. Pero, por favor, no comparemos a quien padece una enfermedad mental con quienes desde la amoralidad dinamitan la convivencia a sabiendas de lo que hacen, con quienes abusan de su posición para manipular con falacias a la opinión pública. Desde la locura que todos padecemos en mayor o menor medida, es un insulto intolerable. No, ni el expresidente americano sufre manía persecutoria ni el líder de la Oposición, una psicopatía. 

Volverse loco no es consecuencia directa de perder el poder. Qué va. Es tan calumnioso como que los migrantes cometen más delitos o que los enfermos mentales matan más cuando solo se les pueden achacar entre un 3% y un 5% de los asesinatos frente al 95% perpetrados por gente de lo más cabal. 

Si hay que tener miedo de alguien es de los cuerdos amorales. Son los que diseñan estrategias de libro para prender fuego en distintos puntos como experimentados pirómanos, y cuentan con una red de colaboradores tan dispuestos como el mítico José Luis López Vázquez en Atraco a las tres: “Un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”. 

Los líderes políticos no están locos pero nos quieren como loquitos inofensivos que se manifiesten para subvertir un resultado electoral legal ayer o para pedir hoy la cabeza de la mujer de un presidente sin pruebas que lo avalen

Del tipo juez que justifica la presentación de pruebas insostenibles o tergiversa la ley sin miedo a acabar acusado de prevaricación, ya que, total, tendría que estar jubilado y prima dejar a una hija que pinta poco en el PP como acreedora de un favor enorme. Da igual que la credibilidad de la Justicia salga perjudicada, dinamitar la confianza desde dentro o lo que haga falta. Una práctica que Trump, como máximo ideólogo de una derecha antisistema, ha logrado imponer sin despeinarse en partidos que han mandado a paseo los principios.

Lo más sorprendente es que estos dirigentes hayan logrado que gente de bien, educada en sólidas creencias que incluyen la decencia o la misericordia y tienen grabados mandamientos como no darás falso testimonio ni mentirás, acepten que incumplir todos estos preceptos es tolerable. Cuesta creer que abandonen su fe tan fácilmente y acepten que personas que vienen de otros países y cambian el pañal a sus bebés o a sus padres son criminales en potencia por el simple hecho de no haber nacido en España, que a la mínima okuparán sus casas y les robarán sus trabajos en una multinacional. O que ahora defraudar a Hacienda esté bien visto, cuando ellos no lo han hecho nunca porque consideraban la honradez un valor inamovible. 

Los líderes políticos no están locos pero nos quieren como loquitos inofensivos que se manifiesten para subvertir un resultado electoral legal ayer o para pedir hoy la cabeza de la mujer de un presidente sin pruebas que lo avalen. Lo suficientemente chaladitos como para estar alineados sin preguntarse si es decente consentir que en Gaza hayan muertos en cinco meses más niños que en todas las guerras de los últimos cuatro años. Normal que convenga estar enajenado para elegir la papeleta de partidos que defienden la inmoralidad en sus programas para las elecciones europeas del próximo domingo. Lo que siempre se ha llamado hacerse el loco.  

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