La esperanza no se proclama, se cultiva

Hay palabras que el poder desgasta hasta volverlas ruido. De la libertad prostituida por Ayuso, a la patria manoseada hasta la saciedadEsperanza va por el mismo camino. La arrastraron por discursos de campaña, la vaciaron en publicidades de bancos y la usaron de cortina de humo cuando no querían hablar de desigualdad, repetida por quienes gobiernan mal, sobada por quienes solo gestionan la desesperanza y exhibida como eslogan por quienes hace tiempo dejaron de escuchar.

Por eso es esencial regresar a los básicos, a los orígenes, y agarrarse a la esperanza que siempre fue. La que nace desde abajo, con las uñas rotas, la mirada cansada y las manos ajadas. La que no se anuncia con pancartas ni hashtags y se cocina a fuego lento. 

Pepe Mujica —el campesino presidente, el preso guerrillero, el hombre que nunca necesitó corbata para decir verdades— habla de esa esperanza con Kintto Lucas en el libro José “Pepe” Mujica. Los laberintos de la vida (Ed. Pensódromo 21). Y lo hace, como él acostumbraba, sin espectáculo ni artificios. Mujica y Lucas conversan a lo largo de esas páginas como quien comparte mate en la vereda. Pero debajo de cada anécdota hay política. De la que importa. De la que duele y construye.

En la persona de Mujica, la esperanza recupera su peso y deja de ser un adorno para volver a ser una herramienta. No la proclama: la siembra. Y no lo hace desde una oficina, ni desde un atril, sino desde la cárcel, desde el barro, desde la tierra. 

En estos tiempos de autarquías revestidas de soberanía, de populismos huecos camuflados de épica, Mujica recuerda que la esperanza no es un aplauso ni una consigna. Porque para el cambio social no hay atajos, solo hay trabajo, comunidad, memoria. Y esperanza, claro. Pero no como consuelo, sino como instrumento, como actitud política, como ética.

Los nuevos autoritarismos ya no se presentan con botas. Llegan con sonrisas, algoritmos y discursos sobre el “orden”. Y ante eso hay quienes solo ofrecen gestión, resignación o cálculo reactivo. Mujica no.

“Gobernar con una visión progresista es zurcir todos los días, tejer alianzas permanentemente, tratar de limar las contradicciones más peligrosas…”.

No hay épica de red social en esa frase. Hay política de base. Mujica no cree en salvadores ni en iluminados. Cree en la construcción paciente, en la conversación, en los acuerdos entre diferentes. 

Zurcir. Palabra vieja y poderosa. Mientras otros gritan, él zurce. Habla de remendar, de cuidar el tejido social frente a quienes prefieren destruir para reinar sobre los escombros, el único espacio en el que pueden tener poder. Desde luego, en el remiendo no hay lugar para batallas culturales o guerras identitarias. 

En tiempos de autarquía y ruido, sembrar esperanza es el acto más subversivo que nos queda. Porque la esperanza no se proclama. Se cultiva. Con pueblo. Con memoria. Con lucha

A diferencia de los populismos de saldo, que gritan por el pueblo pero lo usan como pantalla, Mujica no le canta a un pueblo abstracto: le habla al vecino, a la cooperativa, al peón de campo. Lo hace, además, desde el cuerpo vivido, desde la prisión, el destierro, la cosecha, el silencio, el barro. 

“La izquierda no puede olvidarse de embarrarse, porque le teme al barro” (p. 48).

Y es en ese barro —real, político, humano— donde está la esperanza. No la que espera milagros, sino la que construye cooperativas, siembra lechugas o arma una red de cuidados. La esperanza como trabajo, no como fe vacía. Mujica no la idealiza; simplemente, la habita.

Las derechas extremas, sobre todo en tiempos de crisis, venden miedo y luego ofrecen protección. Ellas y el paternalismo van de la mano. Y Mujica lo sabe. Por eso insiste en la esperanza colectiva como forma de resistencia. Porque si el miedo paraliza, la esperanza activa. Si el autoritarismo impone, la esperanza propone. Y si se usa la política para dividir, la esperanza une para resistir. Esto la convierte en el arma más peligrosa para los que quieren pueblos dóciles, asustados o anestesiados.

Frente al relato uniforme y vertical del poder, Mujica responde con una mirada plural y horizontal. Y frente al sarcasmo, con ternura: su perra coja, su mate, su dignidad sin alardes. Todo en él grita que la esperanza no es ingenuidad, sino radicalidad.

Mujica proclama la rebeldía como contrapunto al cinismo de esta época. Contra el “todos son iguales”, contra el “nada va a cambiar”. Su esperanza es terquedad, una decisión, una elección vital; nada más lejos del conformismo. Y por eso esa rebeldía es profundamente esperanzadora, porque muestra que se puede hacer política con las manos sucias, pero el corazón limpio. Que no todo está perdido si hay quienes, como él hacía, confían en el poder de lo común.

Por eso, en tiempos de autarquía y ruido, sembrar esperanza es el acto más subversivo que nos queda. Porque la esperanza no se proclama. Se cultiva. Con pueblo. Con memoria. Con lucha. Y, si me permiten, también con buen periodismo que ayude a entender para construir desde el conocimiento y el pensamiento crítico.

Hay palabras que el poder desgasta hasta volverlas ruido. De la libertad prostituida por Ayuso, a la patria manoseada hasta la saciedadEsperanza va por el mismo camino. La arrastraron por discursos de campaña, la vaciaron en publicidades de bancos y la usaron de cortina de humo cuando no querían hablar de desigualdad, repetida por quienes gobiernan mal, sobada por quienes solo gestionan la desesperanza y exhibida como eslogan por quienes hace tiempo dejaron de escuchar.

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