Las ideas tras el ascenso de la tecnocasta

Ya casi nadie se acuerda, o quiere acordarse, pero 2018 no fue un buen año para Elon Musk. El empresario, al que entonces la prensa se refería aún como de origen sudafricano, acudió al podcast de Joe Rogan y se fumó un porro de marihuana en directo: Tesla perdió un 9% de valor en sus acciones. 

Su compañía de coches no conseguía producir lo anunciado, varios ejecutivos dimitían y el magnate la liaba en Twitter, del que tan sólo era usuario, anunciando extraños movimientos bursátiles. Para rematar la faena, The New York Times publicaba una entrevista titulada La agonía de Elon Musk, donde describía cómo pasaba del llanto a la risa sin solución de continuidad.

¿Qué ha sucedido para que este individuo, de comportamiento excéntrico y errático, sin preocupación aparente por la política, haya pasado en seis años a realizar el saludo fascista en la fiesta de investidura de Trump, del que se ha convertido en uno de sus principales valedores, mientras promociona a partidos ultras de medio mundo?

La respuesta para esta radicalización no es sencilla. Unos lo explican por su odio a ese cajón de sastre llamado woke, después de que su hija iniciara un proceso transgénero en 2022. Otros lo achacan a los problemas sindicales de Tesla. Lo que sabemos es que su primer episodio de acercamiento, más que a los ultras, a la conspiranoia, se da en pandemia, cuando afirma que el coronavirus es un elemento para el control de la población y se declara antivacunas.

Quizá esta deriva hay que buscarla, más que en un suceso determinado, en toda una evolución cultural. Hagamos un alto en el camino y vayámonos a 1978, cuando los fundadores de Microsoft se toman la icónica foto de Alburquerque, en la que más que un grupo de informáticos parecen una banda de rock progresivo. No eran una excepción.

El detalle estético nos cuenta cómo la generación que creó los microcomputadores estaba influenciada por la contracultura de las décadas de los 60 y los 70, una que les hacía desconfiar de la burocracia de Washington, pero que, desde luego, les separaba de cualquier movimiento derechista.

Bill Gates, que aparece en esa foto, declaró hace unos días al Sunday Times que el apoyo de Musk a la extrema derecha es “una locura de mierda”, advirtiendo a los países europeos que deberían “adoptar salvaguardias para asegurarse de que los extranjeros superricos no distorsionan sus elecciones”.

Avancemos ahora hasta el 26 de noviembre de 2007. La revista Fortune publica una portada donde se ve a un grupo de doce hombres caracterizado como si fuera el reparto de Los Soprano. El número se titula Paypal mafia, y está dedicado a la evolución profesional de los creadores de la empresa de transacciones, vendida a Ebay cinco años antes por 1500 millones de dólares.

Todos han tenido carreras exitosas, pero, a diferencia de sus homólogos de Microsoft, han utilizado su pelotazo no sólo para fundar otros servicios tecnológicos, sino para introducirse en el terreno del capital riesgo que, como explicamos en el artículo de la semana pasada, tiene mucho más que ver con vender relatos que con la actividad empresarial convencional. Su fortuna ya no procede de sus empresas, sino de seducir a los fondos buitre.

La cultura ha cambiado entre 1978 y 2007, entre medias se halla la restauración neoconservadora de Ronald Reagan, toda la avaricia del neoliberalismo y una buena dosis de cinismo posmoderno. Los creadores de Paypal no pensaban cómo revolucionar el mundo del conocimiento, sino cómo sacarle la pasta a Internet. Su referente ya no es la contracultura hippie, sino que se sienten cómodos encarnando a la mafia.

Ese grupo lo encabezaba Elon Musk –que paradójicamente no aparece en la foto generacional de Fortune–, seguido de Peter Thiel y David O. Sacks. Los tres fueron educados en la Sudáfrica del apartheid, los tres están relacionados con Trump. El primero como director de DOGE, el departamento de recortes y purgas, Thiel como valedor del vicepresidente Vance y Sacks como asesor de IA y criptomonedas. De jugar a Los Soprano a controlar América.

La tecnocasta se rige por la demofobia: imponer un mandato aristocrático que restaure el poder de las minorías selectas

Thiel y Sacks tienen vínculos previos a Paypal: la revista The Stanford Review, de la que uno fue fundador en 1987 y otro editor jefe. Una publicación editada en la universidad californiana del mismo nombre con la que se opusieron a las políticas progresistas que, en aquel entonces, parecían despertar la simpatía de la mayoría de estudiantes.

Es en esta pareja en la que hay que buscar la semilla de la huella ideológica que ha marcado a este grupo. Y en sus relaciones, a finales de los 2000, con think tanks libertarianos como el Instituto Cato. En 2009, Thiel declaró en la publicación Unbound que no creía “que la libertad y la democracia fueran compatibles”, una sentencia que nos explica todo.

Para Thiel la libertad no significa lo mismo que para la mayoría de las personas. Para Thiel y los libertarianos –esa confusa sopa ideológica que va de Hayek a Ayn Rand–, la libertad son los deseos de individuos superiores que se ven coaccionados por la democracia, la expresión política de un pueblo que se ha vuelto perezoso e irreflexivo por la expansión del Estado del bienestar.

De ahí que en aquellos años Thiel explorara la creación de Estados-nación en islas artificiales o en terrenos adquiridos en Oceanía para, siguiendo los postulados de La rebelión de Atlas, llevar a cabo la secesión de un grupo de hombres intelectualmente privilegiados unidos por su éxito en la tecnología y las finanzas.

Parece el argumento de una película de James Bond o, quizá, la fantasía de un adolescente incomprendido, pero no es más que la versión tecno-fetichista de un pensamiento realmente antiguo. La tecnocasta se rige por la demofobia: imponer un mandato aristocrático que restaure el poder de las minorías selectas. Una emancipación de los poderosos desarrollada ya contra la democracia radical ateniense y, con especial intensidad, contra las revoluciones del siglo XVIII y XIX, de la que el fascismo sería su expresión más cruda en el siglo XX.

Esta demofobia está especialmente latente en intelectuales, por no decir charlatanes pasados de vueltas, como Curtis Yavin, a quien Thiel y Sacks han promocionado para extender sus teorías sobre la ilustración oscura, donde un nuevo monarca –dictador– se enfrente y destruya “la catedral”, es decir, el conjunto de instituciones políticas y culturales republicanas.

Seguramente, toda esta sarta de alucinaciones no son del interés de la mayoría del aparato tecnológico y financiero, que ven a Trump con simple codicia utilitarista, como un presidente que está en contra de las regulaciones y los impuestos así como a favor de la promoción de las criptodivisas. Lo que no implica que la versión simplificada de este elitismo extremo sí pueda ser de su agrado.

Para alcanzar este punto, donde nos encontramos, han necesitado la concurrencia de millones norteamericanos que han creído, firmemente, la teoría más descabellada de todas: que un grupo de multimillonarios venía a acabar con las élites

El NRx, abreviatura del movimiento neoreaccionario, la ilustración oscura o el aceleracionismo, no son más que coartadas sofisticadas que gente como Thiel y Sacks necesitan para adornar un deseo mucho más simple: “Si nos percibimos como superiores, por qué debemos plegarnos a las reglas comunes, cuando tenemos la posibilidad de dinamitar desde dentro el gobierno de la mayoría”.

Para alcanzar este punto, donde nos encontramos, han necesitado la concurrencia de millones norteamericanos que han creído, firmemente, la teoría más descabellada de todas: que un grupo de multimillonarios venía a acabar con las élites. El manejo del populismo, de la mentira digital, del sentimiento de agravio, cuando no de la frustración por quedar al margen de los beneficios de la globalización, han sido las herramientas que han logrado este respaldo popular.

MAGA, el movimiento político que encumbró a Trump en 2016 pero que devoró al Partido Republicano, fue una expresión indudable de fuerza plebeya, con el objetivo declarado de restituir la grandeza americana, sea lo que sea eso, pero cuya única intención real fue sentar en la Casa Blanca a un millonario golpista y hortera. Si MAGA ha resultado la degradación completa de lo popular, su siguiente paso histórico deberá darse en la asimilación por los planes aristocráticos de Musk, Thiel y compañía o bien en su particular noche de los cristales rotos.

¿Es Trump ese nuevo monarca, soñado por los magnates tecnológicos, que viene a acabar con la democracia? Trump es, para este grupo de millonarios exaltados, el puente para alcanzar un objetivo, pero ni de lejos es el fin del camino. Puede que ni él mismo sepa a ciencia cierta con quién se ha asociado. Esto no acabará dentro de cuatro años en unas elecciones convencionales.

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