El domingo 21 comenzó oficialmente el invierno astronómico. Qué frío hacía ese día en Madrid. Caía del cielo aguanieve cuando volvía conduciendo del hotel en el que están alojadas cuatro personas con quienes había tomado el aperitivo en mi barrio, al que regresaba.
Iba en un coche de una amiga y vecina, que me lo presta en las ocasiones en las que el transporte público, que es el que uso por defecto junto a mis piernas, no es una opción factible. Llevaba una sillita de seguridad y un alzador instalados detrás; una segunda sillita, que es un trasto enorme, la desmonté y guardé previamente en casa porque sobraba para ese viaje. Mis pasajeras –una adulta y tres niñas entre 4 y 9 años– y yo no nos podíamos comunicar más que con gestos, sonrisas y caricias. Solo se escuchaba la voz, también femenina, del navegador.
Veníamos las cinco de tomar un aperitivo “de traje” en un espacio muy acogedor, todo para nosotras, calentito y limpio, que reunió a más de cien personas de todas las edades, la mayoría, vecinos y vecinas de mi barrio o “forasteros” conectados y muy pendientes siempre de las cosas bonitas que en él ocurren. Completaban el aforo nuestras invitadas, familias incompletas de niños y niñas palestinas gravemente enfermas que están siendo tratadas en nuestra red pública de hospitales tras una u otra de las evacuaciones que el Gobierno ha organizado para poder atenderlas aquí. Familias que han de completarse con los miembros que aún están en el infierno, instalarse aquí y convertirse, ojalá más pronto que tarde, y si ellas quieren, en nuestras nuevas vecinas, ciudadanos y ciudadanas madrileñas.
Las ONG y asociaciones encargadas día a día del bienestar de las familias refugiadas nos explicaron al equipo de locales las complejidades de un proceso de atención que es largo y un tanto descoordinado. Nos interesamos por él, por lo que podíamos nosotras, como vecinas, hacer para que el tránsito a la normalidad, al arraigo, sea lo más rápido y cuidadoso posible para todas ellas.
Yo ya lo sabía, pero reconfirmé que los barrios tienen alma, que son las personas que en ellos viven y los espacios en los que se materializan físicamente, que los definen y los condicionan. Personas y espacios.
El alma de los barrios, que en algunos puede encontrarse apagada, precisa de un relevo generacional para preservar y continuar la memoria, la historia y el futuro de nuestros espacios de convivencia
Personas que constato que albergan muchas ganas e ideas de hacer “cosas bonitas” en comunidad, pero son ganas contenidas en gran medida por la desaparición de los pocos espacios confortables y asequibles en los que desplegarlas que antes había en el barrio y que ya no, porque las Administraciones los malvenden e incluso regalan a los de siempre, o simplemente clausuran para un deterioro predestinado.
Las cosas bonitas no se hacen solas, no pasan solas; hay que hacerlas, hacer que pasen. Por fortuna, pasan muchas, aunque desafortunadamente mucha gente las desconoce, o eso me parece a mí, que hablo con mucha y muy diversa a diario a pie de calle. Conversaciones cotidianas que me ayudan a percatarme de lo mal informadas que estamos, especialmente de lo más cotidiano que ocurre muy cerca.
El alma de los barrios, que en algunos puede encontrarse apagada, precisa de un relevo generacional para preservar y continuar, como hicieron nuestros mayores y coetáneos, la memoria, la historia y el futuro de nuestros espacios de convivencia, de nuestros barrios. Las ganas e ideas pueden desvanecerse si desaparecemos los vecinos, si, por ejemplo, acabamos reemplazadas por turistas, visitantes, nómadas digitales y “residentes” fake de alta rotación.
Alguien que está de paso –por vacaciones, por trabajo, incluso por alguna modalidad de estudio–, aunque pernocte en nuestra comunidad de vecinos, no es vecino. Y no conoce, porque no los usa, el estado de los servicios públicos esenciales del barrio, como el polideportivo municipal cerrado a cal y canto más de un mes porque falta una pieza de Alemania para arreglar la caldera; o los tres centros de mayores huérfanos de actividades dirigidas por incompetencias administrativas del Ayuntamiento; o la insuficiencia de fondos de préstamo de la biblioteca pública.
Como todo eso le es ajeno porque está de paso, es natural que no sea algo a lo que decida dedicarle tiempo ni interés. Y eso está bien. No lo cuestiono. El problema es que, al estar de paso, este barrio no es para él o ella su casa, y no vota aquí. Y entonces pienso: ¡Que se vaya a un hotel!
Pues esto os cuento... Me despido con enormes deseos de que no cerremos nunca nuestros ojos y almas ante las atrocidades insoportables, las injusticias flagrantes y las desigualdades que parece que, aun pudiendo, no queremos resolver, como nuestra inmensa pobreza infantil. Por un 2026 repleto de casas asequibles para vivir, de tasas turísticas allá donde no existen aún, y de autonomía energética para todos y todas.
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Verónica López Sabater es economista y consejera de la Cámara de Cuentas de Madrid.
El domingo 21 comenzó oficialmente el invierno astronómico. Qué frío hacía ese día en Madrid. Caía del cielo aguanieve cuando volvía conduciendo del hotel en el que están alojadas cuatro personas con quienes había tomado el aperitivo en mi barrio, al que regresaba.