El 29 de septiembre de 1938, los jefes de gobierno de las dos principales democracias europeas, Gran Bretaña y Francia, y los dictadores de Alemania e Italia se reunieron en Munich para decidir el destino de Checoslovaquia, donde tres millones de alemanes vivían en las áreas fronterizas de los Sudetes, y buscar una alternativa a los planes de invasión y conquista militar puestos en marcha unos meses antes por Adolf Hitler. Tras más de trece horas de negociaciones, Neville Chamberlain y Edouard Daladier aceptaron las propuestas de Hitler que expuso Benito Mussolini como si fueran suyas. Checoslovaquia entregaría los territorios de los Sudetes a Alemania, que incluían importantes centros industriales y de comunicación, y los alemanes a cambio se comprometían a no atacar al resto del Estado checo y mantener la paz en el futuro.
El acuerdo parecía alejar el fantasma de la guerra y Chamberlain y Daladier fueron recibidos en sus países como héroes que habían frenado las ambiciones expansionistas nazis. El tiempo, corto tiempo, pronto se encargaría de demostrar lo contrario. El sacrificio de Checoslovaquia no salvó la paz.
Aquella foto resumía la política de “apaciguamiento” de Gran Bretaña y Francia frente a la Alemania nazi. La historia nunca se repite, pero casi nueve décadas después los líderes políticos más importantes de Europa han acudido a Washington para acompañar solidariamente al presidente ucraniano Volodímir Zelenski y suplicar a Donald Trump un acuerdo de paz y garantías de seguridad para Ucrania frente a Vladímir Putin.
Checoslovaquia había nacido el 28 de octubre de 1918 entre las ruinas del imperio austrohúngaro. El nuevo Estado, organizado en torno a Bohemia, Moravia y Eslovaquia, era un rompecabezas étnico y lingüístico en el que resultaba muy difícil acomodar las diversas nacionalidades y salvar las diferencias sociales, culturales y económicas entre esos grupos. Pero al contrario de lo que sucedió con los otros países del este de Europa y de los Balcanes, creados tras la derrota de los imperios autocráticos en la Primera Guerra Mundial, que sucumbieron muy pronto a dictadores con poderes absolutos, Checoslovaquia mantuvo durante esos veinte años de entreguerras una democracia parlamentaria, republicana y de respeto a las libertades individuales.
La coexistencia entre checos, eslovacos y las restantes minorías nacionales fue relativamente pacífica hasta el comienzo de los años treinta, cuando la crisis económica mundial impactó de lleno en las áreas industriales de los Sudetes donde vivían la mayoría de los ciudadanos de habla alemana. Hasta ese momento, los nazis habían contado con poco predicamento en Checoslovaquia, pero, con la subida de Hitler al poder, se organizaron en torno al liderazgo de Honrad Henlein, un profesor de gimnasia que comenzó a reclamar, con bastante éxito entre los alemanes étnicos, la separación de los Sudetes del resto del Estado checoslovaco.
Hitler creía también que esos tres millones de alemanes debían integrarse en el Reich y, tras la anexión de su Austria natal en marzo de 1938, ordenó a Henlein aumentar la agitación violenta y la intimidación a sus oponentes. Septiembre de ese año fue un mes de declaraciones pomposas, intensos contactos diplomáticos y de viajes de ida y vuelta. Dos veces voló Neville Chamberlain a Alemania a encontrarse con Hitler, para explicarle que Francia y Gran Bretaña estaban de acuerdo con la cesión de los Sudetes al Reich. Chamberlain y Édouard Daladier culminaban con Checoslovaquia su política de “apaciguamiento”, esa que consistía en evitar una nueva guerra a costa de aceptar las demandas revisionistas de los dictadores fascistas, siempre y cuando no se pusieran en peligro los intereses estratégicos de sus respectivos países.
En el clímax de la crisis, en los días finales de septiembre, cuando Hitler le comunicó a Chamberlain que con los Sudetes no bastaba y que quería más, toda Checoslovaquia, el primer ministro británico les dijo a sus ciudadanos, en un discurso transmitido por la BBC, que parecía “horrible, fantástico, increíble” que tuvieran que comenzar a cavar trincheras y probar máscaras de gas “a causa de una disputa en un país lejano, entre gente de la que no sabemos nada”. Era el 27 de septiembre. Dos días después, firmaba, junto con Daladier, Hitler y Mussolini, la sentencia de muerte para la única democracia que se mantenía en pie en Europa al este del Rin. Era la victoria del Nuevo Orden nazi sobre los “defensores de una época moribunda”.
Con la invasión de Ucrania en febrero de 2022 Putin provocó una crisis en el sistema internacional, en el orden establecido y en la economía. Puso en marcha lo que fue norma de los dictadores en la Europa entre 1922 y 1945: considerar la guerra como una opción aceptable en política exterior, lograr sus objetivos con acciones militares unilaterales, situar contra las cuerdas a políticos educados en el diálogo y poner en evidencia la incapacidad de las democracias para contrarrestar los instrumentos de terror.
Putin provocó una crisis en el sistema internacional, en el orden establecido y en la economía. Puso en marcha lo que fue norma de los dictadores en la Europa entre 1922 y 1945: considerar la guerra como una opción aceptable en política exterior
Más de tres años después, Putin ha logrado en una reunión bilateral con Trump que éste respalde y apadrine un plan de paz sin reproches ni reparaciones por la violenta guerra y ocupación territorial. Una reunión entre Rusia y Estados Unidos, en paridad, superpotencias, para lanzar el mensaje a Europa de que ellas dos pueden decidir el destino de las naciones más pequeñas. Y cuando unos días más tarde Zelenski y los principales líderes europeos se han sentado frente a Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca, el jefe les ha señalado en el mapa que es el momento de llegar a un acuerdo con Putin porque ese territorio ocupado ya no está en poder en Ucrania.
Putin no está buscando solo territorio, desea convertirse en el zar de un reconstruido imperio ruso. Al negar la existencia de un Estado independiente, Putin difunde un sentimiento imperialista, combinado con militarismo y etnonacionalismo, que le sirve de argumento justificativo para sus obsesiones revanchistas. Lo ha dejado muy claro en diferentes escritos, discursos y declaraciones, con mitos generados sobre el pasado: Ucrania no tiene ningún derecho histórico a ser independiente. En su artículo Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos, publicado el 12 de julio de 2021, recordó los “momentos cruciales” de esa trayectoria compartida por rusos, ucranianos y bielorrusos como descendientes de la “antigua Rus”, el Estado europeo “más grande” en el siglo X, unidos por una lengua, vínculos económicos. El gobierno de los príncipes de la dinastía Rurik, y la fe ortodoxa. “Nuestro parentesco”, concluía al final de ese escrito, “se ha transmitido de generación en generación. Está en los corazones y en la memoria de las personas que viven en la Rusia y Ucrania modernas, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias. Juntos hemos sido siempre y seremos muchas veces más fuertes y exitosos. Porque somos un solo pueblo”. Un mismo espacio “histórico y espiritual”.
Con Trump y Putin juntos ha vuelto la geopolítica que, como los fascismos en los años treinta, desprecia la ley internacional y rediseña fronteras para marcar el destino de millones de personas. Hacer grandes a América y Rusia por la vía autoritaria y el culto a la personalidad. Y poner de rodillas a quienes no se plieguen a su reinado. La historia no se repite, pero los ecos y rimas del pasado ayudan a comprender el Nuevo Orden presente.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza
El 29 de septiembre de 1938, los jefes de gobierno de las dos principales democracias europeas, Gran Bretaña y Francia, y los dictadores de Alemania e Italia se reunieron en Munich para decidir el destino de Checoslovaquia, donde tres millones de alemanes vivían en las áreas fronterizas de los Sudetes, y buscar una alternativa a los planes de invasión y conquista militar puestos en marcha unos meses antes por Adolf Hitler. Tras más de trece horas de negociaciones, Neville Chamberlain y Edouard Daladier aceptaron las propuestas de Hitler que expuso Benito Mussolini como si fueran suyas. Checoslovaquia entregaría los territorios de los Sudetes a Alemania, que incluían importantes centros industriales y de comunicación, y los alemanes a cambio se comprometían a no atacar al resto del Estado checo y mantener la paz en el futuro.