El problema no es la corrupción (en general): el problema son los corruptos (en particular)

Hasta hace pocos días, el PP daba la sensación de ir como pollo sin cabeza en su tarea de oposición. Por utilizar la coloquial expresión, embestía contra todos los trapos que se le iban poniendo delante, sin tomar prácticamente en ningún momento la iniciativa ni molestarse en intentar encontrar un hilo conductor o un factor común (fuera de un inane antisanchismo). Estaba, por así decirlo, a verlas venir. El resultado era la profunda sensación de desorden que transmitía a la ciudadanía, amén de la de impotencia para marcar la agenda política. Tan era así, que, en concreto, a las acusaciones de corrupción que constantemente le planteaban al Gobierno, este se limitaba a responder, sobrado, descalificándolas por inconsistentes y echando mano de una panoplia de categorías en la mente de todos (bulos, fake news, pseudomedios, máquina del fango, fachosfera...). Bien podría afirmarse que dicha estrategia parecía regida por el viejo principio evangélico según el cual el que no está conmigo está contra mí. Con una formulación sin duda algo pretenciosa, a semejante planteamiento se le podría calificar como polarización epistemológica, en la que, a la vista de la pertinaz insistencia en la misma, el Gobierno parecía sentirse muy cómodo.

Pero hete aquí que en estos días la situación ha dado un vuelco espectacular. Las impactantes revelaciones del pasado 12 de junio acerca de las coordinadas andanzas de Santos Cerdán, Ábalos y Koldo, además de hacer saltar por los aires el discurso oficialista (ahora resulta que el grueso de lo que se venía denunciando era verdad), sirvieron a los dirigentes populares para proclamar a voz en grito la pertinencia de su consigna “mafia o democracia”. Tenían motivos para la celebración: de pronto, la credibilidad había cambiado de bando. Pues bien, precisamente por ello, resulta sorprendente la forma en la que, en el momento en que estallaron unos escándalos que apuntan a irreversibles y que parecen destinados a copar por completo la conversación política durante bastante tiempo, sectores de la izquierda plantearon la respuesta a las críticas de la derecha, a saber, aceptando la existencia de la corrupción, pero en unos términos casi metafísicos, como si fuera un ente dotado de vida propia.

No es esta, desde luego, una respuesta aceptable porque la corrupción no es algo parecido a un virus que se introduzca desde fuera en el cerebro de los individuos, llevándoles a tener comportamientos corruptos, sino que es el término que utilizamos para designar el denominador común que poseen toda una serie de comportamientos reprobables. Por eso, tratar a quienes han incurrido en ellos como si se tratara de apestados (o manzanas podridas, o cualquier otra metáfora que destaque la perversa condición excepcional de tales personas, por no decir su rareza), deja sin pensar lo más importante, a saber, cómo ha podido suceder que se haya incumplido de manera tan flagrante lo que era algo así como el propósito fundacional de la nueva etapa política, tras la aparatosa pérdida del poder por parte de Mariano Rajoy, precisamente por su conexión con la corrupción.

Decimos “de manera tan flagrante” por la doble razón de que las conductas presuntamente delictivas de las que hemos tenido noticia en los últimos días no solo fueron protagonizadas precisamente por quienes impulsaban, desde la misma sala de máquinas de la organización, un proyecto de regeneración moral de la vida pública que tenía como objetivo primordial limpiarla del menor rastro de corrupción, sino que se produjeron como aquel que dice desde el minuto uno. A la vista de lo que ha terminado saliendo a la luz parece evidente que, mientras que los mecanismos de control que estaban recibiendo más críticas (UCO, guardia civil, policía nacional, poder judicial…) han funcionado en términos generales de forma profesional, destapando los comportamientos presuntamente delictivos, los mecanismos internos del partido han fallado de manera ciertamente estrepitosa.

Pero no deberíamos quedarnos en la mera constatación. Se impone ir más allá y preguntarnos por la razón por la que dichos mecanismos internos no funcionaron. Habría que plantearse seriamente la posibilidad de que, entretenidos como andábamos todos en debatir acerca del reproche, lanzado como arma arrojadiza contra el adversario desde las dos orillas, de estar ocupando en provecho propio las diversas instituciones del Estado, hubiéramos incurrido en un grave olvido. De lo que nos habríamos olvidado habría sido de pensar acerca de los nefastos efectos que puede tener ocupar, también en exclusivo provecho propio, un ámbito tan trascendental para el buen funcionamiento de la democracia como es el de las formaciones políticas, secando por completo la savia crítica que debería recorrerlas, y relegándolas a la condición subalterna de meras herramientas al servicio de quien en cada momento ostente el poder supremo de las mismas. Quedan condenadas de esta manera a incumplir la función para la que fueron diseñadas, esto es, la de recoger y dar forma a las inquietudes y reclamaciones de la ciudadanía.

Por lo pronto, en vez de emprender esta ineludible reflexión, lo que parece estar dándose en mayor medida en el espacio progresista es una mera preocupación táctica por el margen de maniobra del que dispone la oposición en su pretensión de desalojar del poder al actual gobierno. Pero aceptar esto como cancha de debate implica en cierto modo emprender una huida hacia adelante. Si de verdad no habrá elecciones hasta 2027, lo que ahora toca hacer en la izquierda no es entretenerse en dirimir las hipotéticas alianzas que puede intentar la derecha para asaltar el poder central, sino analizar cómo ha podido ser que hayamos llegado a una situación en la que el final abrupto de la legislatura ha entrado en la agenda política. Ya habrá tiempo de movilizar a los propios, alertándoles de los peligros que supondría una victoria de la derecha, especialmente porque se produciría yendo de la mano con Vox. Tampoco es momento de entretenerse recordando la absoluta falta de autoridad que tiene el PP para presentarse como el garante de la regeneración moral de la vida pública. Porque entretenerse con ello no deja de ser una variante del “y tú más” que, en el fondo, cumple la nefasta función de intentar rebajar la importancia de los propios pecados (es como si alguien quisiera sacudirse toda responsabilidad a base de decir: lo que he hecho está mal, pero es un juego de niños comparado con lo que ha hecho este otro).

Si de verdad no habrá elecciones hasta 2027, lo que ahora toca hacer en la izquierda no es entretenerse en dirimir las hipotéticas alianzas que puede intentar la derecha para asaltar el poder central, sino analizar cómo ha podido ser que hayamos llegado a una situación en la que el final abrupto de la legislatura ha entrado en la agenda política

Si algo resulta urgente es, valga la aparente paradoja, pararse a pensar en las causas profundas que han llevado a esta situación, sin miedo a reconocer que tal vez en algunas ocasiones lo que pudieron señalar los adversarios –por más que lo hicieran, obviamente, en su propio beneficio– estaba cargado de razón. O, a la inversa, que el desdén sistemático hacia las críticas es pan para hoy y hambre para mañana, en la medida en que lo que en el fondo se está desdeñando es la posibilidad misma de corregir un error. Si la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, como dejara escrito Juan de Mairena, por el mismo argumento un error es un error, dígalo la oposición o su porquero.

No hay que tener miedo a pensar. No es el momento de prietas las filas o de el que se mueve no sale en la foto, como tampoco lo es de medidas puramente cosméticas para mantener la cohesión de los incondicionales y así salvar el expediente hasta nuevo aviso (y hasta nuevo abuso). Es el momento de adoptar iniciativas realmente eficaces que sirvan para evitar que estas deplorables situaciones se puedan volver a repetir. Si "radical" es ir a la raíz, con más razón habría que serlo en esta ocasión y, además de las medidas anunciadas, actuar asimismo contra quienes en un determinado sentido están en la raíz de las situaciones que se supone que todos criticamos. Me refiero a las empresas que corrompen, en relación con las cuales a menudo el ciudadano tiene la sensación de que siempre son las mismas y de que su comportamiento no tiene consecuencias nunca. Tal vez otro gallo nos cantara si dichas empresas tuvieran vetados los concursos y licitaciones públicas en caso de haber incurrido en los comportamientos mencionados.

Terminemos ya. Cuando, en los estertores de su mandato como presidente del Gobierno, a José Luis Rodríguez Zapatero le tocó lidiar con una situación no menos complicada que la actual, quienes se dedican a estas tareas le escribieron una frase que acaso convendría recordar en estos momentos. Porque la frase señalaba el único camino por el que hoy parece posible transitar: venimos obligados, tanto a ser resolutivos como a asumir responsabilidades, "cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste". Solo de quien realmente actúe así podremos decir que se encuentra a la altura de los acontecimientos.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.

Hasta hace pocos días, el PP daba la sensación de ir como pollo sin cabeza en su tarea de oposición. Por utilizar la coloquial expresión, embestía contra todos los trapos que se le iban poniendo delante, sin tomar prácticamente en ningún momento la iniciativa ni molestarse en intentar encontrar un hilo conductor o un factor común (fuera de un inane antisanchismo). Estaba, por así decirlo, a verlas venir. El resultado era la profunda sensación de desorden que transmitía a la ciudadanía, amén de la de impotencia para marcar la agenda política. Tan era así, que, en concreto, a las acusaciones de corrupción que constantemente le planteaban al Gobierno, este se limitaba a responder, sobrado, descalificándolas por inconsistentes y echando mano de una panoplia de categorías en la mente de todos (bulos, fake news, pseudomedios, máquina del fango, fachosfera...). Bien podría afirmarse que dicha estrategia parecía regida por el viejo principio evangélico según el cual el que no está conmigo está contra mí. Con una formulación sin duda algo pretenciosa, a semejante planteamiento se le podría calificar como polarización epistemológica, en la que, a la vista de la pertinaz insistencia en la misma, el Gobierno parecía sentirse muy cómodo.

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