¿Quién teme a la autocrítica (feroz o no)?

Hace un cierto tiempo, en una visita a Málaga con ocasión de la publicación en castellano de su libro El nuevo orden erótico, Diego Fusaro fue preguntado —probablemente por alguien a quien parecía preocupar la presunta condición rojiparda del autor— por la razón por la que concentraba sus críticas casi exclusivamente en la izquierda, prestándole en comparación bien poca atención a los planteamientos doctrinales de la derecha. Me interesó mucho su respuesta no solo por razones teóricas, sino también personales (más de una vez he recibido reproches de parecido tenor). Confieso que, al leer el relato de la interpelación, me vinieron a la cabeza las palabras, a mi juicio sabias, de Isaih Berlín: “Me aburre leer a la gente que, por así decir, es aliada, a quienes piensan más o menos como yo. Y es que, a estas alturas, determinadas cosas parecen básicamente un catálogo de lugares comunes. Todos las aceptamos, todos creemos en ellas. Lo interesante es leer al enemigo, porque este atraviesa las defensas, encuentra los puntos débiles. Me interesa saber qué es lo que falla en las ideas en las que creo saber por qué estaría bien modificarlas o incluso abandonarlas”. La respuesta de Fusaro, partiendo de un planteamiento que evocaba difusamente las ideas del filósofo de la historia alemán Reinhart Koselleck, terminaba desembocando en un lugar no muy alejado del propuesto por Berlín. Para el pensador italiano la derecha no le genera expectativa alguna, mientras que la izquierda, en cambio, sí que es capaz de abrirle todo un horizonte de expectativas. Un horizonte en el que declaró creer y que podría hacer de este un mundo mejor: de ahí la importancia de advertir de los errores que los suyos puedan cometer. 

Son los de Fusaro en este punto argumentos sin duda atendibles. A los que, a mi juicio, cabría añadir algún otro, en cierto modo complementario. Tal vez lo más importante que habría que decir es que derecha e izquierda no mantienen el mismo tipo de relación con la esfera de las ideas en general. Si se me permite una formulación ciertamente sumaria del asunto (me disculpo por lo esquemático de las afirmaciones, en cierto modo justificable tras todo lo ya expuesto), mientras a la primera el orden del mundo le favorece, en cuanto está diseñado a su medida, la segunda apela constantemente a la necesidad de transformar, incluso de manera radical, la realidad, apelación y terminología a las que ya hiciera referencia Marx en su célebre Tesis XI sobre Feuerbach. Para dicha transformación necesita convocar a los ciudadanos a esa tarea, movilizándolos con sus argumentos. 

Por su parte, la derecha no necesita gran cosa en materia de pensamiento para legitimar lo existente. En el pasado, apelaba a una mezcla de resignación y fatalismo: esto es lo que hay, siempre ha sido y será así, son los imponderables de la naturaleza humana… En nuestros días, en cambio, se ha vuelto más proclive a utilizar (a la manera en la que en nuestro país Mariano Rajoy era un consumado maestro) el sentido común, que no en vano coincide con el orden existente. Baste para ejemplificar esto con pensar en la tesis de la filosofía analítica del lenguaje ordinario: según ella, las expresiones que utilizamos son las más adecuadas porque han superado reiteradamente y con éxito el test de su uso reiterado en el lenguaje ordinario, esto es, son las que mejor funcionan. He aquí una ilustración clara de cómo el discurso puede llegar a legitimar lo que ya hay. Porque no cabe soslayar que es el propio lenguaje el que acredita usos que han vehiculado discriminación, menosprecio, infundios cuando no calumnias… Sin embargo, para todos ellos la mirada analítica es ciega, obsesionada como está en la mera eficacia comunicativa, en cómo las cosas son (no en cómo deberían cambiar para ser mejores). 

La derecha no necesita gran cosa en materia de pensamiento para legitimar lo existente. En el pasado, apelaba a una mezcla de resignación y fatalismo

Es precisamente esta penuria discursiva de la derecha la que la hace proclive a utilizar abierta y masivamente tanto el victimismo como el emotivismo. Además de porque el orden del mundo ya le favorece (no tiene que discurrir argumentos para impugnarlo sino para conservarlo tal como está) porque, de esa manera, construye identidad y fortalece la cohesión de los suyos sin necesidad de discurso teórico alguno. El ejemplo de Trump y la identidad que les regaló a los varones blancos de clase media y baja, ofreciéndoles constituirse en víctimas frente a las minorías de todo tipo —racial, de género…— que se aprovechaban de las élites de Washington en perjuicio de ellos, resultaría en este punto absolutamente ilustrativo. 

Ahora bien, proponer planteamientos autocríticos asumiendo en cierta medida alguno de los argumentos de los adversarios políticos conservadores constituye sin duda una opción no exenta de riesgos de diverso orden, alguno de ellos relacionado con las debilidades de la condición humana. Porque puede ocurrir —de hecho, suele ser el caso— que los criticados reaccionen negativamente con el conocido argumento de que los trapos sucios han de lavarse en casa y que darle cuartos al pregonero acaba significando siempre en la práctica proporcionarles munición gratuita a los rivales. El argumento no es que sea precisamente demoledor —por esa vía se desemboca en el conocido todos calladitos o el que se mueva no sale en la foto—, pero a nadie le agrada verse repudiado por aquellos a los que consideraba los suyos

Aunque tal vez más preocupante, por menos visible, es el riesgo que corre el autocrítico de acabar abrazando, no ya algunos de los argumentos del adversario, sino la totalidad de sus planteamientos doctrinales, y hacerlo no en nombre de una reflexión en profundidad y una revisión completa de los presupuestos con los que venía funcionando hasta el momento, sino por motivos perfectamente comprensibles, pero de otra naturaleza radicalmente distinta. En efecto, hemos podido comprobar en muchos casos (y no solo entre nosotros: Francia ha ofrecido en las últimas décadas unos cuantos ejemplos ilustres de lo que estamos comentando) cómo en el momento en que un autor cualquiera no solo es objeto del rechazo de los que tenía por los suyos, sino que se ve reconocido, jaleado e incluso aclamado por aquellos a los que siempre había considerado en la otra orilla ideológica, le resulta difícil resistir a la tentación de los cantos de sirena de irse con estos últimos, que aparentan reconocerle sus méritos con tanto entusiasmo. Al mismo tiempo, y por la misma lógica, tiende a alejarse de sus viejos compañeros, que resultan incapaces de aceptar cualquier planteamiento que ponga en cuestión, aunque sea en un grado mínimo, las convicciones del grupo. 

Probablemente, de la misma forma que se acostumbra a decir que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia y no con menos, también a propósito de lo que estamos hablando cabría afirmar que los problemas que pueda generar la crítica se resuelven con más crítica. Lo que en este caso significaría que conviene profundizar en la misma y aplicarla también a la forma en que reaccionan los que son incapaces de aceptar la más pequeña autocrítica y que, a la menor oportunidad, expulsan a las tinieblas exteriores a cualquiera que se atreva a insinuar alguna discrepancia. Tienen ellos, con su intransigente y sectaria actitud, una notable responsabilidad en que la autocrítica, lejos de reforzar al colectivo, permitiéndole corregir errores y de esta manera hacer más consistentes sus planteamientos, termine por debilitarlo. 

Tal vez porque, todo hay que decirlo, resulta frecuente que estos refractarios a la crítica administren su intransigencia y su sectarismo sin más criterio que su particular y, por tanto, variable conveniencia. Sin duda debe ser un problema mío, pero confieso que nunca he terminado de entender por qué razón para algunos sus propias contradicciones son cabalgables —por utilizar la jerga de los viejos progres, recuperada últimamente por alguno de sus epígonos— y las de los demás, intolerables. Lo mínimo que se puede decir de esta actitud es que no termina de parecer demasiado inteligente.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.

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