Sobre ser ‘queer’, las siglas y los derechos de todas Marta Jaenes
Alfafar: donde gritan las sirenas
He amanecido con las sirenas. Temprano, a las seis y poco de la madrugada.
Hace tres semanas que despierto con las sirenas, con el rugido de los camiones y las excavadoras, con el aleteo metálico de las hélices de un helicóptero, el golpeteo de maza y cincel que ya llega desde alguna casa vecina.
Hoy sopla un viento incómodo, sopla con ganas. Se han anunciado rachas máximas de 70 km/h, en algunos puntos de la provincia alcanzará los 90. Es un viento del oeste que barre el lodo seco de las calzadas y levanta hasta la altura de un hombre adulto partículas de polvo que vuelven el aire irrespirable y cubre el paisaje de más tristeza, mucha más, si cabe. Por eso, al principio, parece que las sirenas suenan a cierta distancia, un ruido con poco cuerpo que se incorpora como quien no quiere la cosa a lo que sucede en los sueños y se va aproximando con las primeras luces y crece, se hace grande, impacta contra el cristal y allí se queda como si fuera un moscardón al
El agua y el barro.
El agua y el barro están en mis sueños, entre las arrugas de las sábanas, están en el fondo de las pupilas y en los párpados cerrados, en mi sudor, en mi aliento, en el pánico absoluto que todavía hoy me pone la piel de gallina. Están al otro lado de la ventana. Nada ha cambiado desde entonces. El campo de fútbol municipal, enfrente de mi casa, una superficie de tantos metros de ancho por otros tantos de largo, cubierta con un césped artificial de última generación para que nada influya en la trayectoria, la velocidad y el giro de la pelota, se ha convertido en un vertedero provisional. Allí van a parar la basura y los escombros que ha vomitado la tragedia. Montañas y montañas y montañas de barro seco y tierra apelmazada de la que surgen como tentáculos de una criatura demoníaca tablones de madera, barras de hierro, pedazos de tubería, viguetas de algo que soy incapaz de identificar pero que se retuerce y se enrolla sobre sí mismo con el dolor estruendoso de casi un millón de habitantes.
El agua y el barro están en mis sueños, entre las arrugas de las sábanas, están en el fondo de las pupilas y en los párpados cerrados, en mi sudor, en mi aliento, en el pánico absoluto que todavía hoy me pone la piel de gallina.
¿Habitantes o cadáveres?
Cadáveres. Yo diría cadáveres.
Aquí está, sí, aquí, no hace falta que paséis lista, aquel millón de cadáveres que convirtió a Dámaso Alonso en insomne. Aquí, en los alrededores, en los pueblos de Alaquàs, Albal, Sedaví, Aldaia, Alfafar, Benetússer, Catarroja, Chiva, Massanassa, Paiporta...Ni siquiera Dios, estoy seguro de ello, segurísimo, vamos, ni siquiera Dios sabe por qué se pudren aquí tantas y tantas almas, por qué nos ha tocado pudrirnos a nosotros, a este millón de cadáveres, aproximadamente, según las estadísticas, en este mundo que ya no es mundo, en estos cerca de cien municipios en los que se han secado los grandes rosales del día y las tristes azucenas letales de las noches.
Las víctimas mortales a causa de la DANA ascienden a doscientos veinte. Las han contado. Esa es la cifra exacta a fecha 20 de noviembre. Para ser precisos, al César lo que es del César, doscientos veinte son los cuerpos muertos; para ser precisos el resto, los otros 999.780, no somos cadáveres pero como si lo fuéramos. Habremos de conformarnos con ser pedazos, jirones, residuos. Somos la parte insignificante que ha quedado de aquel todo de antes de. Esto es lo que hemos podido rescatar de entre el barro hurgando con los propios dedos. Poca cosa. Una proporción escasa para moldear al hombre nuevo. Respiramos, cierto, nos movemos, somos capaces de coger esto y aquello con la mano, tocarnos y reconocer el tacto, damos los buenos días cuando nos encontramos con un vecino por la calle, al llegar a la esquina miramos a izquierda y derecha antes de cruzar hacia...
¿Cruzar adónde?
No hay colegios ni centros médicos, no hay parterres, no hay parques, los comercios permanecen cerrados, algunos, la mayoría, con las persianas metálicas o los escaparates tal y como estallaron el día de la riada. En la se amontonan los vehículos, en una tierra aledaña que hasta no hace mucho se cultivaba con cardo, con alcachofa o cebolla tierna, ahora se amontonan los vehículos en fila de a seis, de a ocho, de a diez. Un coche encima de otro y de otro. Tres alturas. Cuatro. En cada uno de ellos la abolladura, la mella, el desgarrón, la llaga. En cada uno de nosotros la abolladura, también en cada uno de nosotros. Pese a todo, sonreímos, sí, sonreímos, qué otra cosa podemos hacer. La resignación es lo último que se pierde. Nos esforzamos por vivir, por seguir viviendo como personas corrientes aunque seamos pura carcasa, aunque por dentro el vacío lo llene todo y el llanto y su eco nos impida dormir más de tres horas seguidas.
Es esta de ahora una vida tan extraña.
Se queda corto cualquier calificativo.
El pasado domingo, 17 de noviembre, Carlos y Marta vinieron desde Godella y nos sacaron de este lugar oscuro habitado por seres que han perdido el alma. Nos llevaron al barrio de Patraix, a comer un arroz meloso de pato con setas y de postre a disfrutar con Sobre las hojas de hierba, el íntimo homenaje a Walt Whitman ofrecido por Juan Diego Botto, Nur Levi y Alejandro Pelayo al piano en La Rambleta de Valencia. Salir, cambiar de paisaje, abrir las ventanas para renovar el aire. Volver a ser los de antes. Volver a ser. Paso a paso. Pero es esta de ahora una vida tan extraña. La necesidad de distracción, de recreo, la demanda de desahogo, el deseo de una existencia en la que no hubiera pasado nada, no consiguió desenredar esa madeja de esparto atascada en la garganta que nos hizo sentir culpables. Así es. Somos culpables, culpables de querer vivir después de, a pesar de, responsables de, obligados a responder por... Volver a ser, dice, ¿volver a ser los de antes de las sirenas y el rugido de los camiones y las excavadoras, los de antes del aleteo metálico de las hélices de un helicóptero? Los de antes, dice. Pero tú qué te has creído. ¡Habrase visto!
Los de antes ya no existen.
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Pepe Cervera, vecino de Alfafar (Valencia) es escritor. Su último libro publicado se titula ‘Azufre’ (Editorial Tres Hermanas).
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