Una América europea y no una Europa americana

En 1953, Thomas Mann, desde el escenario aún humeante de la posguerra, pronunció una frase que sigue resonando como advertencia y esperanza: “una Alemania europea y no una Europa alemana.”

Aquella sentencia no era solo una estrategia de Estado, sino ética política: la idea de que la nueva Alemania debía renacer no como potencia dominante, sino como parte de una comunidad compartida, regida por lo que Jürgen Habermas denominaría después patriotismo constitucional: la lealtad a la democracia, al derecho y a las instituciones, por encima de los lazos étnicos o nacionalistas.

Hoy el mundo se ha invertido, pero la lección persiste. Lo que Occidente necesita no es un manifiesto de hegemonía, sino un renacimiento democrático y ecológico. Tal vez nos iría mejor con una América más europea, anclada en valores ilustrados, sostenibilidad social y responsabilidad global, y con una Europa fiel a sí misma, capaz de ejercer el papel de faro normativo, industrial y medioambiental que Alemania adoptó tras la guerra: liderazgo sin dominación, poder con conciencia.

Nos encontramos en una bifurcación histórica. El desafío no es solo salvar el clima —el planeta y, a fin de cuentas, a nosotros mismos— ni ganar la carrera tecnológica, sino reconstruir una arquitectura de sentido común, donde la transición ecológica, la innovación, los derechos humanos y la democracia confluyan en un mismo proyecto civilizatorio.

El espejo invertido de Occidente

Durante siglos, Europa y América fueron las dos columnas de Occidente. Pero en este convulso 2025, las columnas parecen haberse invertido: mientras Europa intenta preservar la razón ilustrada, el Estado de derecho y la sostenibilidad como fundamentos de su poder, Estados Unidos se desliza hacia un populismo proteccionista que evoca a los excesos de entreguerras. Si ese rumbo se consolida, las tensiones internas podrían desdibujar su papel en la transición ecológica global.

El 18 de octubre de 2025, cientos de miles de personas salieron a las calles para protestar contra la deriva autoritaria del presidente Trump. Meses antes, había impuesto aranceles “recíprocos” a casi todos los socios comerciales, un gesto que sus seguidores celebraron como soberanía y sus críticos calificaron de guerra económica. A ese proteccionismo se suma un discurso negacionista que, en foros internacionales, califica el cambio climático como “la mayor estafa de la historia”.

La verdadera crisis de Estados Unidos no es económica, sino ética y moral

Washington parece haber renunciado a liderar la transición ecológica, reemplazando la cooperación por el repliegue. Y, sin embargo, la paradoja es reveladora: mientras el poder político se fragmenta, la economía verde estadounidense sigue avanzando, impulsada por la inercia de la Inflation Reduction Act —herencia del presidente Biden— y por la fuerza del mercado y la innovación privada.

La verdadera crisis de Estados Unidos no es económica, sino ética y moral. Lo que alguna vez fue el modelo del constitucionalismo liberal hoy se ve asediado por su propio populismo. Europa creo que lo aprendió tras dos guerras devastadoras: el patriotismo no se mide por banderas, sino por la lealtad a los principios. Ahora, los Estados Unidos de América debe recordarlo.

La Unión Europea, mientras tanto, atraviesa su propia encrucijada. Las tensiones internas —el auge de los nacionalismos, la fatiga regulatoria del Green Deal, las presiones energéticas e industriales— no logran ocultar una verdad esencial: la UE es hoy el mayor laboratorio político del mundo.

Ha logrado convertir la sostenibilidad, la equidad, los derechos humanos y la democracia en los nuevos pilares de su poder. Su fuerza ya no reside en ejércitos, sino en normas: la directiva CSRD, la Directiva de Diligencia Debida o el Mecanismo de Ajuste de Carbono en Frontera expresan lo que se conoce como el efecto Bruselas: la capacidad de Europa para exportar estándares éticos y medioambientales al resto del planeta.

Empresas de Silicon Valley o Shenzhen adaptan sus modelos a las reglas europeas para operar en su mercado. En términos habermasianos, Europa ejerce una razón práctica universal: regula no para dominar, sino para proteger el bien común.

Lo comprobé en el Encuentro de Desarrollo Sostenible organizado por Procolombia en Bogotá. Allí, compañías colombianas —como la multinacional Juan Valdez Café— reconocían que alinear sus reportes de sostenibilidad con los estándares europeos había fortalecido su gestión interna, su trazabilidad y, sobre todo, su competitividad internacional.

Europa se ha convertido, casi sin proponérselo, en el árbitro moral del mundo. Las empresas de todos los continentes se preparan y adaptan a las exigencias de sostenibilidad dictadas por la Unión Europea, que hoy actúan como un nuevo lenguaje universal de transparencia y responsabilidad. Sin embargo, la llegada de la Directiva Ómnibus y las sucesivas —y aún inconclusas— simplificaciones regulatorias han comenzado a erosionar parte de ese impulso normativo que hizo de Europa un faro y una brújula moral en materia de sostenibilidad.

Su mayor desafío, no obstante, es interno: mantener la cohesión y el liderazgo en una era marcada por la crisis climática, la disrupción tecnológica y la fragmentación política. Como recordaba Ursula von der Leyen, “el mundo aún puede contar con el liderazgo de Europa”, siempre que el continente sepa reindustrializarse sin traicionar su alma social y ecológica, sin olvidar que su verdadera fortaleza no reside en la fuerza, sino en los valores que la sostienen. En palabras de Robert Schuman: Europa necesita un alma, un ideal y la voluntad política para servir a este ideal.

China: el pragmatismo del siglo XXI

Frente al vaivén americano y la introspección europea, China despliega una estrategia silenciosa pero firme. Ha comprendido que el dominio del siglo XXI se juega en los laboratorios, no en los campos de batalla. Inteligencia artificial, biotecnología, semiconductores y energías limpias son los nuevos instrumentos de poder nacional.

El plan Made in China 2025, junto a inversiones masivas en renovables y almacenamiento, ha convertido a Pekín en el principal productor mundial de paneles solares, baterías y vehículos eléctricos. Paradójicamente, mientras lidera la revolución verde, sigue siendo el mayor emisor de CO₂. Su principio es claro: primero construir, después romper (xian li hou po 先立后破).

China prioriza crear capacidad limpia antes de desmantelar su base fósil. Así, mientras levanta récords de parques solares y eólicos, sigue recurriendo al carbón para asegurar su crecimiento y estabilidad.

Su transición verde no es solo un imperativo ambiental, sino una estrategia de seguridad nacional y poder económico. Reducir la dependencia del petróleo extranjero refuerza su autonomía energética; dominar las industrias verdes garantiza su influencia global. A diferencia de Occidente, China no apela a la moral, sino a la eficacia, y su modelo tecnocrático plantea la gran pregunta del siglo: ¿puede existir sostenibilidad sin libertad ni democracia?

Una nueva Ilustración verde

Cuando el profesor Antonio García Tabuenca y yo escribíamos Industria y política industrial en la transición verde, observábamos cómo las potencias competían por liderar esta nueva revolución tecnológica. Entonces parecía que Europa llegaba tarde. Hoy, paradójicamente, Estados Unidos ha perdido el rumbo, mientras la Unión Europea —pese a su lentitud— emerge como referente en la fusión de economía, sostenibilidad y derechos. La transición ecológica ya no es solo un asunto ambiental: es un proyecto civilizatorio. En un mundo saturado de algoritmos, polarización y extractivismo tecnológico sin reglas del juego bien definidas, Europa encarna la posibilidad de un capitalismo democrático que reconcilie progreso con justicia y garantías, innovación con ética. 

Su modelo de economía social de mercado, reforzado por la digitalización y la transición verde, puede ser la base de una nueva Ilustración: un renacimiento que no busca imponerse, sino inspirar.

Una América europea y no una Europa americana, no es un lema antiestadounidense, sino una invitación a la madurez de Occidente. Europa no necesita imitar el ruido ni la prisa que dominan la política norteamericana; su fuerza reside en la mesura, la estabilidad y la coherencia moral. Debe afirmarse como fuente de garantía, cultura, valores y sostenibilidad, no como contrapeso, sino como ejemplo.

América, por su parte, podría reaprender de Europa la virtud de la medida, ese equilibrio entre libertad y responsabilidad que define a las democracias verdaderamente maduras. Porque el liderazgo del futuro no se medirá por la velocidad ni por la fuerza, sino por la capacidad de armonizar progreso y propósito.

Necesitamos pragmatismo, sí, pero del tipo que encarnó Angela Merkel: científica de formación, símbolo de la sobriedad europea y de una política que entendía el poder no como espectáculo, sino como servicio. Me gusta recordar una de sus respuestas más memorables. En una entrevista concedida a Die Zeit, le preguntaron qué era lo que más le gustaba de Alemania. Su respuesta, desconcertante y precisa, fue: “Que las ventanas cierran bien.”

En una sola frase, Merkel condensó la ética civil europea: la convicción de que lo pequeño sostiene lo grande, que el orden y la responsabilidad son los cimientos invisibles de la libertad. Que las ventanas cierren bien significa que las instituciones funcionan, que la ley protege a todos por igual, que la sociedad se mantiene cohesionada no por gestos épicos, sino por la fiabilidad cotidiana, por esa serena confianza en que el mundo puede mantenerse en pie si cada cosa cumple su función.

Esa respuesta —aparentemente banal— encierra quizá la más refinada expresión del patriotismo constitucional de Habermas: la fidelidad a los principios y a las normas que hacen posible la convivencia. Merkel, hija de la Alemania dividida, sabía que el poder más duradero no nace de los discursos altisonantes, sino de las cosas bien hechas y sin ruido.

Lo mismo que reivindicaba Felipe González, otro arquitecto de lo posible, cuando le tocó gobernar un país en el que todo estaba por hacer y logró construir el Estado del bienestar español. Él mismo lo expresó con una lucidez que resiste el tiempo: “Porque gobernar no significa solamente estar atento a las curvas del camino; gobernar es guiarse al mismo tiempo por el perfil del horizonte, tener bien claro un rumbo a largo plazo, una perspectiva que otorgue pleno sentido a los afanes cotidianos.”

Europa, en su mejor versión, no necesita imponerse para demostrar su fortaleza: su poder reside en la precisión, la estabilidad y la razón pública

En una época dominada por la grandilocuencia, el cortoplacismo y la crispación, aquella imagen doméstica —las ventanas que cierran bien— adquiere una dimensión civilizatoria. Europa, en su mejor versión, no necesita imponerse para demostrar su fortaleza: su poder reside en la precisión, la estabilidad y la razón pública, en la sobria elegancia de lo que funciona, simplemente, porque está bien hecho.

Quizá el futuro de Occidente dependa de esa serenidad: de volver a cerrar bien las ventanas antes de que, entre el ruido de proteger el aire común de la democracia y de recordar, con Habermas, que la democracia sigue siendo un proyecto inacabado, pero aún el mejor que tenemos.

El siglo XXI no se decidirá solo por el PIB ni por la fuerza militar, sino por quién logre articular una narrativa convincente sobre el futuro común. Europa tiene la oportunidad de hacerlo desde su triple vocación: ecológica, democrática y social. Si el siglo XX fue el de una América que salvó a Europa, el XXI puede ser el de una Europa que recuerde a América —y al resto del mundo— los ideales que una vez compartieron: dignidad humana, cooperación, justicia y razón ilustrada.

El mundo necesita menos ruido y más razón, menos muros y más proyectos compartidos.

Si la Unión Europea logra convertir la sostenibilidad en el nuevo lenguaje del progreso, y si América vuelve a creer en su Constitución como brújula moral, Occidente aún puede reinventarse.

En ese horizonte, Europa no es el viejo continente: es la semilla —aún germinante— de una nueva modernidad que puede reconciliar libertad, razón, sostenibilidad y progreso con garantías.

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María Gálvez del Castillo Luna es CEO de Smart Blue Lab, embajadora del Pacto Climático Europeo y colaboradora de la Fundación Alternativas.

En 1953, Thomas Mann, desde el escenario aún humeante de la posguerra, pronunció una frase que sigue resonando como advertencia y esperanza: “una Alemania europea y no una Europa alemana.”

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