Anatomía de una caída... turística

Anna García Hom y Ramón-Jordi Moles

Mucho se habla de la evolución “positiva” del sector turístico en España. Un adjetivo (positivo) que contempla única y exclusivamente una visión cuantitativa y reduccionista del fenómeno. “Positiva” para quienes se enriquecen con ello a costa de los bienes comunes (sol, playa, paisaje, carácter o tradiciones) o de la explotación de mano de obra no cualificada. Es por ello por lo que nos atrevemos a discrepar: no es una evolución “positiva”, es una más que probable caída. Una caída que nos arrastrará a todos.

Al modo del drama cinematográfico de título similar, el fenómeno turístico actual bien podría analizarse desde parecida reflexión: ¿vamos a asistir a una caída consecuencia del suicidio o del asesinato del turismo? Si nos centramos en algunas de las pistas que en los últimos tiempos han ido conformando el mosaico de esta problemática, todo parece apuntar a un caso claro de asesinato por parte de autores bien definidos.

Al turismo lo asesinan entre todos, pero unos más que otros. En primer lugar, quienes se aprovechan de las diversas circunstancias que rodean el fenómeno. Nos referiremos en primer lugar al palmario y dramático efecto de la especulación de pretendidos “alojamientos turísticos” sobre los precios y la disponibilidad de vivienda en ciertas zonas de la geografía que no solo impiden el acceso de las personas a residir en su lugar de nacimiento o de trabajo sino a las consecuencias que la temporalidad ejerce sobre el propio entorno (paisaje, mobiliario urbano, servicios, etc.) y, evidentemente, la convivencia con los vecinos. Sin duda, este patrón generalizado y, quizás, más mediatizado, tiene en su haber responsables más o menos anónimos que a partir de estas prácticas inflacionarias en un caso (pisos turísticos) y especulativas en otros (vivienda turística) han convertido el turismo en su víctima propiciatoria.

Por no hablar, en segundo lugar, del deficiente mercado laboral turístico, lastrado por unas deficientes condiciones laborales marcadas por la falta de motivación y la escasa formación de un personal retenido en un sector de muy bajo valor añadido y que trasladan sin pudor a un público que asiste, en algunos casos atónito y en otros cómplice, al deterioro constante de los servicios que comprende dicha actividad. Véase el caso de las trabajadoras de hostelería autodenominadas las “Kellys” o la explosión de negocios de hostelería oportunistas y de baja calidad que invaden los lugares turísticos.

Como colofón, en tercer lugar, las externalidades —no menores— que provoca la masiva oleada de turistas en los espacios y lugares que, si bien para muchos son su hábitat natural, para otros son su hábitat artificial o de ocio lo que, en ocasiones y de forma incomprensible, conlleva conductas alejadas de la norma y, cómo no, impensables en sus países de origen.

Ciertos territorios asfixiados por la intensa actividad turística a la que están sometidos han emprendido campañas —aún incipientes— para proteger la comunidad de la vorágine depredadora de las actividades turísticas

Junto a estas facetas —más o menos discutibles para algunos— yacen argumentos que nadie se atrevería a poner en cuestión. A saber: la actividad turística como principal motor económico del país con una aportación al PIB del 12,8% (186.596 millones de euros), lo que atribuye al turismo el 70,8% del crecimiento real de la economía. Según estos datos proporcionados por la patronal Exceltur, sin turismo la economía española habría crecido un 0,8% y no el 2,4% que estima el Banco de España. Con estos datos en la mano y desmenuzando con rigor cómo y dónde se distribuyen los beneficios de dicha actividad nos atreveríamos a sostener que el hecho turístico además de asesinado ha entrado en fase de inmolación. Cuesta creer que el segundo país del mundo —según la Organización Mundial del Turismo— receptor de turismo por detrás del primero (Francia) y por delante del tercero (EE. UU.) sea capaz, con premeditación y alevosía, de comprometer tan gravemente el futuro de un sector tan lucrativo e imprescindible para la supervivencia del país. La “verdad” económica no deja de ser más que una aproximación a los hechos acaecidos.

Veamos si no cómo ciertos territorios asfixiados por la intensa actividad turística a la que están sometidos han emprendido campañas —aún incipientes— para proteger la comunidad de la vorágine depredadora de las actividades turísticas. Ciertamente no se trataría de demonizar un sector claramente estratégico para nuestro país, pero sí de articular un modelo que se pacte entre todos los actores —los visibles y obvios para la mayoría, pero también los invisibles y opacos para todos—, que apueste por la regeneración molecular del fenómeno. En este sentido, no se trata tanto de ahuyentar la cantidad sino de revisarla —huyendo de triunfalismos cuantitativos— y de cómo repensar la calidad. Para ello es necesario crear las condiciones sobre las cuales queremos reformular nuestra actividad turística más allá de lo facilón: el sol y playa que, en tanto que factores exógenos a la propia actividad turística, pero de alto valor para la misma, han acabado convirtiéndose en su peor enemigo.

Sea una cosa o la otra, lo cierto es que esta desgraciada realidad, compleja, ambigua y posiblemente plagada de matices, nos exige aunar esfuerzos sociales, administrativos y privados para que nuestras conductas depredadoras no nos priven de vivir del, con y para el turismo. Para ello es preciso sustituir la idea de “cuanto más, mejor” por la de “cuanta más calidad, mejor”. Es urgente proteger la vida cotidiana de los vecinos impidiendo una actividad (pisos turísticos) que es incompatible con el uso residencial. Es vital proteger nuestra salud gastronómica frente a una oferta oportunista de nula calidad que destroza la imagen culinaria del país. Es imprescindible formar personal turístico capaz y retribuirlo en condiciones; para ello es urgente elevar el nivel de la oferta académica del sector. Y, sobre todo, es de justicia que, más allá de retribuir, lógicamente, al inversor, también se retribuya al dueño de las materias primas explotadas por el sector (clima, paisaje, cultura…), esto es, que una parte del beneficio retorne a la sociedad en su conjunto.

El perjuicio está llegando a amplias capas de la población: en ciudades como Barcelona la convivencia turistas-residentes es cada vez más conflictiva; en Canarias y Baleares arrecian las protestas por problemas de saturación y vivienda.

Es preciso promover una política de inversiones (privadas y públicas) que aborde la regeneración de alojamientos hoteleros, transportes, servicios comunitarios, así como otros subsectores del turismo (cultura, deporte o gastronomía). También lo es promover unas políticas públicas estatales, autonómicas y locales que permitan ordenar la actividad mediante un sistema de licencias y tasas turísticas claro y eficiente para todos.

La cosa ya no es vivir del turismo, sino evitar su caída.

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Anna García Hom es socióloga y Ramon-Jordi Moles es jurista y analista.

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