Broncano, el terraplanismo y la jornada laboral

José Manuel Rambla

Si hay dos principios taoístas universalmente conocidos estos son, sin duda, los del yin y el yang. Esta popularidad se explica por la inclinación que los seres humanos desarrollamos hacia los opuestos absolutos, como si en su contradictoria relación esperásemos encontrar la explicación de algún misterio. Basta echar un vistazo a la actualidad para comprobar cómo el debate público está hegemonizado por estas parejas incompatibles. Las oposiciones David Broncano contra Pablo Motos, o X (el antiguo Twitter) frente a Bluesky, son el yin y el yang de nuestro tiempo, aunque su vigencia sea mucho más efímera que el referente filosófico chino.

Uno de esos dualismos contrapuestos que más está dando de qué hablar en los últimos tiempos es el que enfrenta a los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales. Con esta confrontación se espera desvelar el enigma de cómo la desinformación, los bulos y los más extravagantes terraplanismos se han extendido en nuestras sociedades cada vez más polarizadas entre el yin de la intolerancia y el yang del desconcierto. La confrontación, sin embargo, es en gran medida estéril al articularse sobre la oposición entre lo verdadero y lo falso, obviando que tan inquietantes pueden ser los propagadores de mentiras como los defensores de la verdad.

Se omite así el carácter histórico de unos medios cuya función no ha sido nunca la de difundir una información veraz, con independencia del trabajo honesto de tantos periodistas, sino la de conformar una opinión pública, una forma de entender la realidad, una legitimación política, unos hábitos de consumo o incluso unas formas de ocio. Es, en última instancia, la vieja batalla por la hegemonía de la que nos alertaba Gramsci, en la que el conflicto social, con sus poderes y contrapoderes económicos, políticos, culturales y tecnológicos, va marcando la evolución de los acontecimientos y de los modelos de comunicación: el púlpito, el periódico, la radio, la televisión. Hoy internet, con sus plataformas digitales y sus redes sociales.

El problema de nuestros días no es tanto la verdad como una hegemonía implacable que nos hace más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo

Por eso, los grandes y determinantes cambios traídos por internet no deberían verse como un enfrentamiento entre la mentira de las redes y la verdad de los viejos medios, sino como un nuevo episodio en la pugna por la hegemonía. En última instancia, sin relativizar el impacto de las transformaciones vividas, no deberíamos olvidar el fuerte hilo conductor que, atravesando los viejos y nuevos medios, conecta las ambiciones de William Randolph Hearst, capaz de promover la guerra de Estados Unidos contra España en su beneficio, con el imperio económico, político y mediático de Silvio Berlusconi o los delirios mesiánicos de Elon Musk. Del mismo modo, achacar a las nuevas redes sociales la exclusiva de las fake news, cuando todavía laten en las hemerotecas las armas de destrucción masiva en Irak o la autoría de los atentados del 11M, resulta cuanto menos un sarcasmo de esos medios de reconocido prestigio que hoy ven cómo se tambalea no su modelo de información veraz sino de negocio.

Existe, además, otra razón para dudar de la centralidad que se otorga a la verdad al analizar la realidad que nos envuelve. Se trata de esa inclinación humana a la suspensión voluntaria de la incredulidad de la que ya nos advirtió Samuel Taylor Coleridge a principios del siglo XIX. Para el poeta inglés, este fenómeno confirmaba la necesidad de una transcendencia religiosa que la hegemonía de la ciencia en las sociedades modernas era incapaz de colmar. Al mismo tiempo, explicaba nuestro goce con las artes, pues sin ella difícilmente disfrutaríamos de una pintura, una novela, una obra de teatro o una película, plagadas todas ellas de realidades inverosímiles. 

A ello se le añade otra cuestión clave: el papel que esa suspensión voluntaria de la incredulidad desempeña para combatir la depresión, como muy bien ejemplifica Richard Sennett con el caso de Willians James, hermano del escritor Henry James, y su abrazo a la fe en su lucha contra la neurastenia suicida. Este último aspecto arroja posiblemente más luz para comprender nuestra realidad que el debate forzado sobre la verdad y la posverdad. Frente a unas sociedades marcadas por esa depresión colectiva sobre la que tanto reflexionara Mark Fisher, las personas se aferran a la suspensión voluntaria de la incredulidad, aunque esta sea la renovada creencia en que la tierra es plana o la esperanza en que algún megamillonario ultraderechista venga a salvarnos de las élites. 

Sin embargo, sería una conclusión apresurada pensar que esta inclinación responde inevitablemente a una lógica reaccionaria. La suspensión voluntaria de la incredulidad permite cuestionar y poner en tela de juicio la sentencia inamovible de que las cosas son como son, esa otra expresión que sirve para designar la verdad. De hecho, sin empaparse de la credulidad de que otra realidad es conquistable, resulta imposible pensar la revolución, ni siquiera la reforma. Por eso, el problema de nuestros días no es tanto la verdad como una hegemonía implacable que nos hace más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Más aún: que nos hace más sencillo gastar energías en defender que la tierra no es plana, que en luchar colectivamente por la reducción de la jornada laboral.

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José Manuel Rambla es periodista.

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