La Unión Europea se presenta al mundo como la campeona de la transición ecológica, una región que avanza con paso firme hacia un futuro neutro en carbono. El Pacto Verde Europeo es su estandarte, una ambiciosa hoja de ruta que promete modernizar la economía, impulsar la competitividad y, crucialmente, "no dejar a nadie atrás". Los datos macroeconómicos parecen respaldar esta narrativa: “La economía verde crece a un ritmo vertiginoso”, duplica la creación de empleo de los sectores tradicionales y atrae inversiones millonarias. Sin embargo, bajo esta superficie de éxito se esconde una realidad mucho más compleja y preocupante. Un análisis detallado de los indicadores revela una profunda paradoja: mientras Europa se vuelve más eficiente en su producción, su modelo de consumo sigue siendo radicalmente insostenible y los costes sociales y ambientales de la transición se distribuyen de forma alarmantemente desigual.
El crecimiento de la economía ambiental
A primera vista, las cifras son para ser optimistas. Los datos de Eurostat muestran una divergencia espectacular y sostenida entre el crecimiento de la economía ambiental y la del conjunto de la UE. Desde el año 2000, mientras el PIB total de los 27 crecía de forma modesta, el Valor Añadido Bruto (VAB) de la economía ambiental se ha disparado casi un 190%. En paralelo, el empleo en este sector se ha más que duplicado, pasando de tres millones de puestos de trabajo en el año 2000 a 6,7 millones en 2022.
Este dinamismo se concentra, sobre todo, en el ámbito de las energías renovables y la eficiencia energética. Es el motor que impulsa las curvas ascendentes, una consecuencia directa de los objetivos del Pacto Verde y del paquete legislativo "Fit for 55". La inversión acompaña esta tendencia: tras un bache en 2016, la inversión en protección ambiental en la UE ha crecido de forma constante, acelerándose notablemente desde 2020 para alcanzar casi los 76.000 millones de euros en 2024, impulsada en gran medida por los fondos de recuperación NextGenerationEU.
Las proyecciones indican que la transición podría crear hasta un millón de empleos adicionales para 2030. La fabricación de baterías, por ejemplo, podría generar más de 100.000 nuevos puestos de trabajo, y la infraestructura de carga para vehículos eléctricos, otros 120.000. La economía verde no es una utopía, es un negocio floreciente que genera riqueza y empleo. Pero, ¿a qué precio real?
Más eficientes pero igual de insostenibles
Aquí es donde la narrativa oficial empieza a mostrar sus fisuras. El concepto clave para entender la paradoja europea es el "desacoplamiento". Por un lado, la UE ha tenido un éxito notable en el desacoplamiento relativo: hoy genera más PIB por cada tonelada de CO2 que emite o por cada tonelada de materiales que consume. Según datos de Eurostat, si en 2012 la economía europea generaba 1.907 euros de PIB por cada tonelada de materiales consumida, en 2022 esa cifra ascendió a 2.504 euros. Somos, sin duda, más eco-eficientes.
Sin embargo, este logro técnico oculta un fracaso estructural en el desacoplamiento absoluto, el único que garantiza la sostenibilidad a largo plazo. Este implicaría reducir el impacto ambiental total, independientemente del crecimiento del PIB. Y aquí, los datos son contundentes. La huella material media de la UE, que mide el consumo total de recursos, se ha mantenido obstinadamente estancada en torno a las 14-15 toneladas por persona durante la última década. No hay una reducción real. El aumento de la eficiencia ha sido neutralizado por un aumento del consumo total, un fenómeno conocido como la "paradoja de Jevons".
Más preocupante aún es la huella de consumo, un indicador que calcula cuántos planetas Tierra se necesitarían si toda la humanidad viviera como un ciudadano medio de una determinada región. Los resultados, basados en datos de Eurostat, son alarmantes: si todo el mundo consumiera como un europeo medio, necesitaríamos casi 3 planetas para sostenernos.
La economía verde no es una utopía, es un negocio floreciente que genera riqueza y empleo. Pero, ¿a qué precio real?
Esta insostenibilidad, además, es profundamente injusta. La brecha entre los Estados miembros es abismal. Mientras que la huella de consumo de España se acerca a los 2,5 planetas, la de países como Alemania o Francia supera los cuatro. La prosperidad de las naciones más ricas y competitivas de la UE descansa sobre un consumo desproporcionado de recursos, cuyos costes ambientales —deforestación, extracción minera, degradación del suelo— se externalizan sistemáticamente a otras regiones del mundo, especialmente al Sur Global.
Las "zonas de sacrificio" de Europa
La injusticia no es solo global, sino también interna. Un análisis geográfico de la contaminación revela la existencia de "puntos calientes", o "zonas de sacrificio", dentro de la propia Unión. Los mapas de la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) sobre la intensidad de las emisiones industriales son desoladores. Muestran una clara concentración de la contaminación por partículas (PM2.5 y PM10) en los países del este y, en menor medida, del sur de Europa. Regiones de Polonia, República Checa, Bulgaria o Grecia presentan una intensidad de emisiones significativamente mayor que las de Alemania, Francia o los países nórdicos.
Se dibuja un panorama de especialización productiva injusto, donde las industrias más contaminantes o menos tecnificadas se concentran en las regiones con menor poder económico y político. Un informe de la AEMA de 2023, titulado La desigualdad social y la exposición a la contaminación atmosférica en Europa, confirma esta realidad: la concentración de partículas finas es consistentemente más de un 30% más alta en las regiones más pobres de la UE.
Esta situación se agrava cuando se introduce el factor étnico, dando lugar a lo que el sociólogo Robert Bullard denominó "racismo ambiental". En octubre de 2020, la UE reconoció por primera vez en un documento político la conexión entre la discriminación racial y los desafíos ambientales que enfrentan las comunidades gitanas, a menudo segregadas en áreas ambientalmente degradadas y con acceso inadecuado a servicios básicos como el agua potable. Que este reconocimiento llegara tan tarde evidencia que la justicia ambiental ha sido, durante mucho tiempo, una asignatura pendiente en las políticas europeas.
El coste social de la transición
Si la dimensión ambiental revela una profunda injusticia distributiva, la social es aún más alarmante. El principio de "no dejar a nadie atrás" choca frontalmente con la cruda realidad de la pobreza energética. El mapa de Eurostat sobre la incapacidad de los hogares para mantener una temperatura adecuada en la vivienda muestra una Europa rota en dos: un norte y centro relativamente protegidos frente a un sur y este profundamente vulnerables. En países como Finlandia o Austria, el porcentaje de hogares en esta situación es inferior al 4%; en Bulgaria, Grecia o España, la cifra se dispara por encima del 15%.
La crisis de precios de la energía, agravada por la guerra en Ucrania, no hizo más que acelerar un problema estructural. En la Zona Euro, el porcentaje de hogares incapaces de calentarse adecuadamente saltó del 6,9% en 2019 a un dramático 11,3% en 2023. Este dato demuestra que las redes de seguridad social y los mecanismos de apoyo, como el Fondo de Transición Justa, no han sido suficientes para proteger a millones de ciudadanos.
Paradójicamente, mientras la presión sobre los hogares aumenta, la voluntad política para aplicar el principio de "quien contamina, paga" parece debilitarse. Según Eurostat, el peso de los impuestos ambientales como porcentaje de los ingresos fiscales totales en la UE ha disminuido de forma constante, pasando del 6,82% en 2014 al 5,19% en 2023. Esta tendencia sugiere una reticencia a aplicar una fiscalidad ambiental ambiciosa que podría ser una herramienta clave para financiar una transición verdaderamente justa.
Una encrucijada crítica
La Unión Europea se encuentra en una encrucijada. El modelo actual de competitividad, incluso con su indispensable y ambicioso barniz verde, genera profundas e insostenibles tensiones con la justicia ambiental. La narrativa de una transición beneficiosa para todos se desvanece ante la evidencia de un consumo de recursos que excede los límites del planeta, una fractura territorial que concentra la contaminación en las regiones más pobres y un coste social que recae desproporcionadamente sobre los más vulnerables.
El éxito a largo plazo del proyecto europeo dependerá de su capacidad para resolver esta paradoja. No bastan los ajustes técnicos ni las ganancias en eficiencia. Se requiere un reenfoque valiente y estructural que ponga la justicia social y ambiental en el centro de todas las políticas. Esto implica reformar la fiscalidad para que sea progresiva, invertir masivamente en la rehabilitación de viviendas y el transporte público asequible, y democratizar la transición, dando una voz real a las comunidades afectadas.
La alternativa es seguir avanzando hacia una Europa a dos velocidades: una que cosecha los beneficios económicos de una "economía verde" de alta tecnología, y otra que soporta la carga de la contaminación, la precariedad y la pobreza energética. Un futuro así no solo sería injusto, sino que socavaría la propia legitimidad y cohesión del proyecto europeo. La verdadera competitividad del siglo XXI no se medirá solo en puntos de PIB, sino en bienestar, equidad y resiliencia. Y en esa carrera, Europa todavía tiene un largo camino por recorrer.
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José Luis de la Cruz es director de Sostenibilidad de la Fundación Alternativas.
La Unión Europea se presenta al mundo como la campeona de la transición ecológica, una región que avanza con paso firme hacia un futuro neutro en carbono. El Pacto Verde Europeo es su estandarte, una ambiciosa hoja de ruta que promete modernizar la economía, impulsar la competitividad y, crucialmente, "no dejar a nadie atrás". Los datos macroeconómicos parecen respaldar esta narrativa: “La economía verde crece a un ritmo vertiginoso”, duplica la creación de empleo de los sectores tradicionales y atrae inversiones millonarias. Sin embargo, bajo esta superficie de éxito se esconde una realidad mucho más compleja y preocupante. Un análisis detallado de los indicadores revela una profunda paradoja: mientras Europa se vuelve más eficiente en su producción, su modelo de consumo sigue siendo radicalmente insostenible y los costes sociales y ambientales de la transición se distribuyen de forma alarmantemente desigual.