Miguel en los tiempos difíciles

Willy Meyer

Era noche cerrada en el cuartel de artillería de información y localización en Ciudad Real. Hace cincuenta y un años, en el franquismo, el servicio de información militar, el SIM, destinaba a ese cuartel y al de Plasencia a todos los soldados con antecedentes policiales motivados por acciones de resistencia al régimen. Se trataba de dar “un trato especial” a los rojos, separatistas o sindicalistas. En mi caso, con una petición fiscal de ocho años de cárcel, acusado de sedición, por haber participado en Madrid en el comité de huelga de la construcción de CCOO en abril de 1972, estaba más que justificada esa especial atención por parte de la inteligencia militar. Por allí pasaron Chema Mendiluce, Ricardo Lovelace, Carlos Vila, militantes de ETA o de CCOO y muchos jóvenes antifranquistas.

Aquella noche, después del toque de silencio, estábamos “los artilleros” en lo que se denominaban las baterías, esto es, en los dormitorios colectivos, dispuestos a meternos en los catres. Allí se presentó un joven con un uniforme para nosotros extraño, no de artillero, con un gorro tipo oficial. Me dirigí a él, me presenté y él se presentó: «me llamo Miguel Barroso». Su cara de desconcierto, acentuada por la poca luz de los dormitorios, animaba a saber rápidamente sobre su presencia entre nosotros. Se explicó. Venía, como todos nosotros, los rojos, castigado desde el Cuartel General de Madrid al descubrirse sus antecedentes policiales. En el Cuartel General, los soldados utilizaban la gorra de plato como los oficiales, de ahí nuestra extrañeza al verle llegar. Era lógico su desconcierto, de un destino formidable en Madrid, en la Cibeles, con pase pernocta, al cuartel de Ciudad Real, vigilado y sin poder salir del cuartel.

En aquellos años difíciles, y en situaciones extraordinarias de convivencia, como en las cárceles o en cuarteles de castigo, la camaradería era un instrumento fundamental para la supervivencia. Él de la organización Bandera Roja, yo del Partido Comunista, nos entendimos y confraternizamos desde aquel encuentro desconcertante. Con la pasión que le caracterizaba, discutíamos sin descanso sobre Althusser, la revolución rusa, la china, el golpe de Estado contra Allende y todos y cada uno de los temas más diversos que tuviesen que ver con nuestro firme compromiso de poner fin a la dictadura. Un Miguel apasionado que era maestro en la dialéctica, en abrumarte con datos, mordaz y sarcástico, pero siempre dispuesto al encuentro o al acuerdo (si fuese posible). Intercambiábamos opinión de las lecturas más diversas, de cine, de música y siempre presente la revolución, la lucha por las libertades y la democracia. «La audacia, audacia y más audacia» que reclamaba Danton para vencer a los enemigos de la revolución en 1792, la practicábamos aquellos jóvenes envidiosos de la Revolución de los Claveles, dispuestos a organizarnos dentro del cuartel con el resto de los soldados para, si llegase el momento, impedir que el régimen nos utilizase contra el pueblo. 

El cuartel nos hermanó y desde entonces mantuvimos una amistad que compartía objetivos sencillos pero difíciles de conseguir, una sociedad más justa, más humana, más solidaria y defensora de lo común

Efectivamente, los universitarios nos dedicamos a alfabetizar a muchos soldados y trabábamos una relación que nos permitía establecer relaciones políticas confidenciales en aras de conseguir apoyos a nuestras ideas liberadoras.

En aquella época de audacias, vino a ver a Miguel desde Mallorca una amiga y, los días previos a su llegada, aquel joven audaz me inundó con canciones de María del Mar Bonet: «Si sabessis en quina platja t’he estimat en quina estrella t’ocultes invencible…». No tardó en idear un plan para no dormir en el cuartel y poder acompañar a su amiga. «El plan es muy sencillo, Willy, cuando toquen silencio no me presento al cuartel. Pasaré la noche con mi amiga y al día siguiente, cuando en el recuento me nombren, tú contesta por mí». Por mucho que le expliqué que yo era muy conocido y que su plan podría fracasar, su audacia no le permitía dar un paso atrás. En esas condiciones, me puse de acuerdo con los cabos y cabos primeros y, efectivamente, conseguimos que, al nombrar a Miguel en el recuento, mi voz, desde muy atrás de las filas, le suplantara y no tuviera consecuencias su ausencia.

El cuartel nos hermanó y desde entonces mantuvimos una amistad que compartía objetivos sencillos pero difíciles de conseguir, una sociedad más justa, más humana, más solidaria y defensora de lo común. Recuerdo que una de nuestras últimas conversaciones, en el restaurante De María, la dedicamos casi con exclusividad al ascenso de la ultraderecha y a Trump. Cuando aquel fatídico 13 de enero me llamaron para decirme que su noble corazón había dejado de latir, me arrepentí de haber dedicado nuestra última conversación a la ultraderecha y no a él, para saber más de su vida, para cimentar aún más nuestra amistad y camaradería. Lloré.

En el largo y sinuoso camino hacia el socialismo siempre vas acompañado de gente buena. Compartí con Miguel parte del camino y seguiré andando, teniéndole muy presente con aquella sonrisa que me dirigía entre cínica y cómplice.

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Willy Meyer es ex eurodiputado de Izquierda Unida.

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