Resistir es perder Cristina Monge

La acción popular en el proceso penal es una singularidad española. En los demás Estados miembros de la Unión Europea no existe la acción popular penal. En todos estos países la acusación está reservada —como monopolio— al ministerio fiscal (y, a lo sumo, a la víctima). Sin embargo, como ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional, se trata de una figura que “cuenta con un profundo arraigo en nuestro ordenamiento”, siendo una “manifestación de la participación ciudadana en la Administración de Justicia” (STC 50/1998).
En efecto, en España el artículo 125 de la Constitución garantiza la acción popular como institución, pero —eso sí— defiere enteramente el desarrollo y la configuración de su régimen jurídico al legislador procesal. El citado precepto constitucional dispone que “los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine”.
Como cabe observar, la libertad de configuración del legislador procesal es muy amplia, aunque ciertamente no es total. Tiene dos límites, los propios de cualquier garantía institucional, a saber: (I) al legislador le está prohibido suprimir la institución como tal, y (II) una vez desarrollada y configurada por el legislador, la institución garantizada debe seguir siendo recognoscible. En palabras el Tribunal Constitucional (STC 32/1981), “la configuración institucional concreta se defiere al legislador, al que no se fija más límite que el del reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza. Por definición, en consecuencia, la garantía institucional no asegura un contenido concreto (…) y fijado de una vez por todas, sino la preservación de una institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar. Dicha garantía es desconocida cuando la institución es limitada, de tal modo que se la priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución para convertirse en un simple nombre. Tales son los límites para su determinación por las normas que la regulan y por la aplicación que se haga de éstas. En definitiva, la única interdicción claramente discernible es la de la ruptura clara y neta con esa imagen comúnmente aceptada de la institución (…)”.
Ahora bien, este límite de la imagen comúnmente aceptada de la institución se formula como un concepto jurídico indeterminado con un halo de incertidumbre muy extenso. Por tanto, el margen de apreciación del legislador a la hora de apreciar si una determinada configuración de la institución desborda o no ese límite es necesariamente muy amplio, y debe ser respetado por la jurisdicción constitucional.
Pues bien, ¿desborda la reforma de la acción popular que contiene la proposición de ley orgánica presentada por el grupo parlamentario socialista el pasado día 10 de enero (proposición de ley orgánica de garantía y protección de los derechos fundamentales frente al acoso derivado de acciones judiciales abusivas) este límite constitucional al margen de configuración del legislador procesal?
Veamos, en primer lugar, cuál es el contenido de la reforma propuesta, cuya finalidad es, en palabras de la propia proposición, “modular el ejercicio de la acción popular”. En lo esencial, la reforma modula el ámbito tanto subjetivo como objetivo de la acción popular.
En cuanto al primero, excluye del ejercicio de la acción popular a los órganos constitucionales y entes públicos, así como a los partidos políticos y asociaciones y fundaciones vinculadas con estos. En ambos casos “para prevenir el riesgo de instrumentalización del proceso que dimana de su intervención activa en el debate político”. Asimismo, se exige que quienes pretendan ejercitarla actúen "en virtud de un vínculo concreto, relevante y suficiente con el interés público tutelado en el proceso correspondiente", a fin de “garantizar que su intervención en el procedimiento no obedezca a motivos ajenos al fundamento participativo de esta figura”.
Por lo que respecta al ámbito objetivo, la reforma propuesta establece que “el acusador popular no tendrá acceso al procedimiento judicial ni se le permitirá desarrollar actuación alguna durante la fase de instrucción”. La plena intervención de la acción popular en las actuaciones solo se admitirá a partir de ese momento. A tal efecto, la acusación popular podrá impugnar el sobreseimiento libre que hubiera sido acordado por el órgano judicial.
No se trata aquí de valorar la bondad, el acierto o la justificación de la reforma propuesta, sino tan solo de examinar (preliminarmente) si infringe la Constitución
Explica la exposición de motivos de la proposición de ley que “el motivo de esta regulación es que esta figura fue concebida para operar como contrapeso al Ministerio Fiscal, por lo que su plena intervención en esta fase (la de instrucción) no está justificada, al gozar el juez de instrucción de amplias facultades para investigar. Asimismo, con esta propuesta se logra preservar el carácter secreto o reservado de la fase de instrucción, permitiendo que únicamente tengan conocimiento de la misma los sujetos directamente concernidos: el Ministerio Fiscal, el ofendido y perjudicado por el delito y la persona investigada”.
Veamos entonces si esta nueva configuración de los ámbitos subjetivo y objetivo de la acción popular viola la garantía institucional del artículo 125 CE. Adviértase bien: no se trata aquí de valorar la bondad, el acierto o la justificación de la reforma propuesta, sino tan solo de examinar (preliminarmente) si infringe la Constitución.
Por lo que se refiere al primero de los dos límites a los que se sujeta la regulación legal de una institución constitucionalmente garantizada (prohibición de supresión), no ofrece duda alguna que la misma no se transgrede, ya que la reforma propuesta no suprime la acción popular.
En cambio, cabe cuestionarse si esta institución deja de ser "recognoscible" (esto es, queda desnaturalizada o vaciada de contenido) porque se excluya de su ejercicio a determinados sujetos (en particular, a partidos políticos y entidades afines) y se limite su intervención en el proceso a la fase posterior a la instrucción.
Este segundo —el relativo a la recognoscibilidad de la institución— es, por definición, un juicio muy opinable y discutible. Sin embargo, no parece que las dos restricciones fundamentales que introduce la reforma de la acción popular conviertan esta regulación en un supuesto de certeza negativa, esto es, de irrecognoscibilidad notoria, palmaria o manifiesta. Después de esta reforma seguirá existiendo una acción popular en el proceso penal español, y seguirá teniendo un ámbito de aplicación notable. Recuérdese nuevamente que en ningún otro Estado miembro de la UE existe esta figura procesal.
Ciertamente, el canon constitucional de la recognoscibilidad institucional es un canon de control poco exigente, desde luego mucho menos exigente que el de la proporcionalidad. Pero incluso si aplicáramos este último para enjuiciar la constitucionalidad de la reforma propuesta, la conclusión probablemente no variaría. Si se aplicase el canon de la proporcionalidad para determinar si este desarrollo legislativo de la acción popular respeta o no el límite de la recognoscibilidad de la institución, la cuestión a examinar sería si las restricciones que introduce la reforma persiguen un fin constitucionalmente legítimo y si son idóneas, necesarias y proporcionadas para lograrlo.
Pues bien, estas restricciones persiguen, de un lado, evitar la desvirtuación de la institución mediante su indebida politización y, de otro, evitar juicios paralelos en los medios durante la fase de instrucción, en la medida en que contribuyen a erosionar la igualdad de armas, la presunción de inocencia y muchas veces también la apariencia de imparcialidad del órgano jurisdiccional. También persigue prevenir el menoscabo del carácter reservado de las actuaciones procesales. Todos estos rasgos (politización del proceso, juicio paralelo en los medios y filtraciones de actuaciones procesales reservadas) son habituales cuando la acción popular se ejerce por partidos políticos u organizaciones pantalla. En palabras de la exposición de motivos de la proposición de ley orgánica, se persigue atajar “el uso abusivo de la figura de la acusación popular, que emplean determinados colectivos no con el fin de aclarar posibles hechos delictivos, sino para atacar sistemáticamente a sectores sociales no afines y a adversarios políticos, a través de procesos penales en los que de manera constante se vulneran sus derechos al honor y a la tutela judicial efectiva y se producen filtraciones del contenido de la instrucción”.
Pues bien, los fines que persigue la reforma propuesta de la acción popular no pueden ser tachados de ilegítimos (la proposición de ley busca preservar otros derechos o bienes constitucionalmente protegidos) y los medios elegidos para alcanzarlos (limitación de los ámbitos subjetivo y objetivo de la acción popular) no son manifiestamente inidóneos, innecesarios o desproporcionados. En particular, no es evidente que existan alternativas claramente menos restrictivas pero igualmente idóneas o eficaces para lograr los fines legítimos perseguidos.
En este sentido, uno de los procesalistas más prestigiosos de nuestra doctrina académica, el profesor Jordi Nieva-Fenoll, publicaba recientemente un artículo (https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/broma-silvela-abolicion-acusacion-popular_129_11731837.html) donde describe tanto el origen histórico de la acción popular en España como el abuso y la desvirtuación de la misma en los últimos lustros. Concluye proponiendo una reforma mucho más drástica de esta figura que la que contiene la proposición de ley orgánica presentada el pasado día 10 de enero, a saber: "que la acción popular no pueda contradecir la opinión del Ministerio Fiscal y/o la víctima".
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Mariano Bacigalupo es profesor titular de la Facultad de Derecho de la UNED.
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