Cinco años del IMV: “Los que critican la ayuda tendrían que vivir en la calle, más de uno no sale vivo”

Después de siete años en situación de calle, hace apenas seis meses que Naiara Nani Pérez, española de 40 años, tiene un techo en el madrileño barrio de Villaverde. Antes de terminar durmiendo al raso, estuvo cuidando de su madre, impedida por varios ictus, durante cinco años en la localidad toledana de Quismondo. Al fallecer su progenitora, su padrastro, un anciano de 81 años, le puso a Nani la condición de que se acostara con él para seguir viviendo en el domicilio. Ante su negativa la echó de casa, y no le quedó otra alternativa que irse a Madrid a buscarse la vida y deambular por la zona de Oporto.

Allí conoció a un grupo de indigentes con los que se sentía “más segura que en el centro de la ciudad, donde hay bandas y es más peligroso moverse; nos cuidábamos unos a otros”. Entre ellos estaba Jimmy, quien hoy es su pareja desde hace dos años y con el que vive en un piso compartido junto a una tercera persona —un búlgaro apodado Toni— gracias al apoyo de la Fundación Atenea, organización que, junto al Samur Social, les sacó de la calle y les hizo las gestiones necesarias para entrar al piso y que Nani pueda cobrar una prestación de 658,81 euros del Ingreso Mínimo Vital (IMV), una ayuda que, confiesa, “desconocía hasta que los trabajadores sociales me hablaron de ella”. Con esto y con lo que cobra Jimmy por desempleo van tirando, con el propósito de “independizarnos y ser autónomos en un futuro”. 

Nani es una de las 2.050.000 personas, repartidas en 674.000 hogares, que, según datos del Instituto Nacional de la Seguridad Social, son beneficiarias del IMV en España, cuando se cumple este mayo el quinto aniversario de la norma que el Gobierno introdujo por decreto debido a la situación de emergencia provocada por la pandemia. El pasado diciembre se cumplieron tres años de la consolidación de la ley (20-12-2021) que estableció esta prestación, que pretende prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social de personas —solas o integradas en una unidad de convivencia— sin recursos económicos para cubrir sus necesidades básicas.

En su momento, la medida generó una importante controversia, y ahora es un tema recurrente en el debate político: algunas voces sostienen que esta ayuda, denominada peyorativamente “paguita”, desincentiva a la gente que la recibe a trabajar. Para Nani, “los que critican el IMV tendrían que vivir en la calle y verse sin nada, y a ver cómo salen de ahí; más de uno te aseguro que no sale vivo, yo he visto morir gente en la calle sin ningún tipo de recurso”. 

Esta mujer madrileña, nacida y crecida en Embajadores, empezó a trabajar a los 18 años, y ha hecho un poco de todo: en un McDonald’s, de limpiadora o cuidando niños y personas mayores. “Mi último trabajo fue en Torremolinos de relaciones públicas para fiestas en yates”, relata. Pero la vida en la ciudad malagueña se tornó en infierno debido al maltrato físico y psicológico que le infligía su entonces pareja. De una paliza acabó en el hospital y, como las desgracias no suelen llegar solas, allí le comunicaron que estaba embarazada y que había perdido a sus gemelos. “Me afectó mucho, pero no sé qué hubiera sido de esos críos con un padre maltratador”, admite. 

Según Sara Fernández, educadora social en el programa Housing Led del Ayuntamiento de Madrid, que proporciona alojamiento y acompañamiento a personas sin hogar, el IMV es únicamente adecuado para “cubrir las necesidades básicas”. Su función principal es iniciar el camino para salir de la exclusión y poder acceder a trámites y gestiones que se quedan paralizados por no tener ingresos económicos, como la renovación del documento de identidad, cargas de teléfono móvil para mantener el contacto con la red de apoyo, búsqueda de trabajo y recursos, y compra de alimentos y productos de primera necesidad. Más allá de estas tesituras, la prestación es “un apoyo escaso y no una protección real” para poder realizar “una vida normalizada sin la ayuda de un recurso de atención social, pagando alquiler, colegio u otro tipo de contratos sociales”, aclara Fernández.

La burocracia es una de las principales barreras a las que se enfrentan los posibles beneficiarios de la prestación. Al dilatado tiempo de espera tras realizar la solicitud, se unen aspectos como el necesario seguimiento del proceso, que se vuelve dificultoso para las personas sin recursos o en situación de exclusión, así como los tiempos de respuesta al requerimiento, que, al ser muy cortos, no otorgan el margen adecuado para que las personas sean localizadas con tiempo suficiente para responder al aviso, sobre todo las que no tienen un domicilio fijo o carecen de teléfono, perdiendo así el proceso de solicitud iniciado y debiendo comenzar de nuevo. “Incluso teniendo el respaldo de un recurso de intervención que trabaja con la persona, los procedimientos son muy dificultosos de cumplir”, revela Fernández, que denuncia asimismo la “imposibilidad de conseguir cita en las oficinas del INSS donde se tramita la prestación, entre otras muchas gestiones”.

“Nadie te lo pone fácil para salir de la calle”

Alfonso Sito Giráldez, español de 31 años, lleva casi dos años percibiendo el IMV. Su padre murió cuando apenas tenía ocho meses y, con una madre ausente por varias condenas por robos y tráfico de drogas, quedó a cargo de su abuela. Fue ella quien solicitó su pensión de orfandad, que cobró hasta los 26 años. Al fallecer la anciana, sus tías le echaron de casa “y se quedaron con todo”, lamenta, por lo que terminó viviendo en la calle: “He dormido hasta en el aeropuerto”. Gracias a la Fundación Atenea, donde reside desde hace dos años, su situación ha “cambiado mucho” y goza de una estabilidad que no había experimentado nunca: “Se han volcado y han confiado en mí, pero yo también puse de mi parte para salir de la calle, que es algo muy complicado y me costó mucho, porque nadie te lo pone fácil”.

Su condición de transexual le ha originado “situaciones violentas de homofobia” al realizar trámites administrativos ante funcionarios que han optado por llamarle por su antiguo nombre, que sigue siendo el que figura en su documentación, “a pesar de insistir en ser llamado Alfonso”. Empero, esos episodios “desagradables” son ya parte del pasado y se encuentra ahora en “el proceso, con la trabajadora social y la psicóloga, de cambiar mis datos de una vez y recibir un carné de identidad con mi nombre masculino”.

Sito explica que la prestación sólo le cubre “la alimentación e ir ahorrando un pequeño colchón para el futuro”. Tras muchos meses acudiendo al taller de búsqueda de empleo, acaba de encontrar un puesto en una unidad distrital del Ayuntamiento de Madrid, donde hace labores de acompañamiento. “No voy a necesitar más la paga y espero poder cumplir pronto el sueño de irme a vivir con mi pareja”, sentencia.

Según el ‘Informe Arope sobre el estado de la pobreza en España’, en 2024 “el 26,5% de la población española -unos 12,7 millones- se encontraba en riesgo de pobreza o exclusión social, aumentando el número en 240.000 personas respecto a 2023, lo que significa una subida del 0,5%”. La realidad es que muchas personas no llegan a fin de mes, ahogadas por los elevados alquileres, los bajos salarios y el aumento general del coste de la vida, y obligadas a verse en “situaciones habitacionales no elegidas para poder tener una vida medianamente estable, o a mantener relaciones no deseadas para poder pagar un alojamiento”, expone Fernández.

La factura de la pandemia fue elevada. La economía española bascula en gran medida sobre el turismo y la hostelería, y en el momento en que el confinamiento cerró ese grifo, muchas personas se acercaron peligrosamente al abismo de la pobreza. El coronavirus enseñó las costuras de un sistema mal preparado para atender a los más desfavorecidos, con recursos como albergues y comedores altamente masificados, teniendo algunos incluso que cerrar. 

No obstante, Ana Vilar, vocal del Consejo General del Trabajo Social, destaca “la solidaridad y el trabajo colaborativo” de aquellos meses desesperados para reparar “los graves daños sociales que se incrementaban a medida que la incertidumbre avanzaba”. Pero ahora, cinco años después, el IMV presenta “márgenes de mejora en sus niveles de cobertura, tramitación, gestión y cuantías”. En este sentido, Vilar demanda la puesta en marcha de “pasarelas reales con el servicio de empleo” para que los beneficiarios “tengan prioridad y acceso directo” a ofertas de trabajo y formativas para alcanzar la inclusión sociolaboral, así como “medidas complementarias” dirigidas al pago de suministros, alojamiento, comedores escolares o escuelas infantiles, y la incorporación de trabajadores en la Seguridad Social para “realizar los acompañamientos y seguimientos necesarios del proceso”.

El fin último del IMV, presente en la mayoría de los países europeos, es que el beneficiario pueda incorporarse al mercado laboral, pero Vilar puntualiza que “no es lo mismo depender temporalmente de 600 euros mensuales que mantener esta cuantía en el tiempo”, que resultaría en ese caso “claramente insuficiente”, y apunta a las personas con mayores “dificultades de acceso” a las nuevas tecnologías, o que se encuentran en “entornos más aislados” para acceder a los servicios o recibir información, así como a las personas de mayor edad, donde “existe una brecha digital evidente”, como los colectivos con mayores obstáculos para conseguir la prestación. En este contexto, la Red Europea de Lucha contra la Pobreza avisa que cuatro de cada diez posibles favorecidos desconocen la existencia del IMV.

“Son tiempos malos”

Rosario Fortunata Ruiz (59 años) llegó de su país, Perú, en 2019. Encontró trabajo como cuidadora de ancianos y se iba manteniendo con lo que ganaba en negro, pero con la pandemia todo se fue al traste, al punto de quedar en situación de calle. Desde abril del pasado año cobra el IMV, y ahora vive en un piso de la Fundación Atenea con otras dos mujeres. La ayuda que percibe (658,81 euros) no le llega para costearse una habitación en un piso compartido, que ronda los 500 euros, y cubrir el resto de necesidades básicas. Mientras espera que le concedan la residencia para poder trabajar legalmente, con el IMV se paga la comida y ayuda a su hija y a su nieta, que viven de alquiler y “apenas llegan a fin de mes”. Su meta es ser “independiente” cuando le den los papeles, aunque se muestra desanimada: “Son tiempos malos”. 

En su informe ‘El Ingreso Mínimo Vital, impulso político para la protección de los más vulnerables’, el sociólogo Pau-Mari Klose, ex alto comisionado para la Lucha contra la Pobreza Infantil, indica que la norma ha mejorado “sustancialmente” la protección de los más necesitados en los últimos años, pero el marco jurídico presenta lagunas que niegan el derecho a “ciertos colectivos que no han sido reconocidos como merecedores de la ayuda: jóvenes e inmigrantes recientes o en situación irregular”, existiendo también un “alto número de solicitudes rechazadas” y segmentos poblacionales que “teniendo derecho a la ayuda, no la solicitan”.

En abril de 2024, el Ministerio de Inclusión, con el apoyo de la Red de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en España (EAPN-ES), publicó el estudio ‘Información y apoyo para el acceso al IMV’, que concluía la necesidad de mejorar el acceso a la información -que debe ofrecerse de manera directa y presencial-, y reforzar el acompañamiento a los beneficiaros, para así aumentar el número de solicitudes.

Teresa López, directora de la Fundación Atenea, aplaude el IMV porque consigue algo muy importante: “Mantener a las personas más vulnerables en un nivel de pobreza moderada; sin esa ayuda, su situación caería hasta los niveles de pobreza severa o extrema. Es un logro muy significativo que no sólo mejora a los que perciben la prestación, sino que, con ello, se mejora la situación de toda la sociedad”. No obstante, López habla de “insuficiencia” a la hora de “pagar un techo bajo el que vivir de manera autónoma”, aunque también puede ser insuficiente “el propio Salario Mínimo Interprofesional”.

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López reclama otras medidas que complementen el IMV, siendo la “no siempre bien valorada sanidad pública universal una de ellas”, pero lo que realmente “nos falta es un parque suficiente de vivienda pública asequible y ayudas adicionales para las personas con especiales dificultades económicas”.

Los programas para personas en situación de exclusión residencial abarcan modelos y metodologías diversas, siempre en función de las necesidades de los usuarios: desde la gestión tradicional de albergues municipales hasta los llamados centros de alta tolerancia, o la gestión que en Madrid lleva a cabo Atenea -junto con la Asociación Realidades y el Consistorio- del programa Housing Led, que tiene 52 pisos y algunas plazas en pensiones. Los proyectos cuentan con profesionales especializados -Trabajo Social, Educación Social, Psicología, Orientación Laboral, Atención Sanitaria- para ofrecer a las personas no sólo un techo, sino un acompañamiento en su camino hacia una vida autónoma, donde el IMV juega un papel esencial.

Entre los diversos perfiles de usuarios de estos programas, destaca el de un hombre solo, joven o de mediana edad, y en ocasiones con la salud deteriorada por una mezcla de años sin hogar, aislamiento y desesperanza, a lo que a veces se añade algún tipo de consumo problemático de sustancias. También predominan los jóvenes de ambos sexos que, por diversos problemas en casa, se han visto finalmente en la calle. “Cuando imaginamos a una persona sin hogar, tendemos a visualizar una imagen muy concreta, almacenada en nuestro imaginario colectivo. Nos cuesta mucho ver que puede ser uno de nuestros hijos, pero es algo que está ocurriendo cada vez con mayor frecuencia”, concluye López.

Después de siete años en situación de calle, hace apenas seis meses que Naiara Nani Pérez, española de 40 años, tiene un techo en el madrileño barrio de Villaverde. Antes de terminar durmiendo al raso, estuvo cuidando de su madre, impedida por varios ictus, durante cinco años en la localidad toledana de Quismondo. Al fallecer su progenitora, su padrastro, un anciano de 81 años, le puso a Nani la condición de que se acostara con él para seguir viviendo en el domicilio. Ante su negativa la echó de casa, y no le quedó otra alternativa que irse a Madrid a buscarse la vida y deambular por la zona de Oporto.

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