Astilleros, mineros, Gamonal... los 'tsunamis' de protesta virulenta en los que nadie vio terrorismo

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A veces, el malestar, el rechazo, la antipatía sideral asociada para muchos a un determinado nombre –en este caso el de Carles Puigdemont– tapan preguntas que aflorarían de forma inmediata en otras circunstancias. Por ejemplo, ¿por qué los sucesivos gobiernos, fiscales generales y jueces de la Audiencia Nacional jamás trataron como terrorismo protestas que derivaron en disturbios violentos, como sucedió con algunas protagonizadas por los trabajadores de los astilleros de Cádiz y las minas de León y Asturias o por los vecinos del barrio burgalés de Gamonal contra un aparcamiento subterráneo de pago?

¿Por qué escaparon de esa categoría movilizaciones que desembocaron en bloqueos de una institución política de máxima relevancia como ocurrió con Rodea el Congreso o con la concentración de agentes enmascarados y portadores de bengalas que, convocados por el movimiento policial Jusapol, también asediaron la sede de la soberanía popular rompiendo el cordón de las fuerzas del orden?

¿Por qué en cambio considera ahora el juez Manuel García Castellón que fueron actos terroristas los disturbios, el cerco al aeropuerto del Prat, las barricadas, los policías heridos, todo lo que derivó de las convocatorias de la plataforma independentista catalana Tsunami Democràtic en octubre de 2019 tras la sentencia del juicio del procés?

¿Por qué graves tumultos ajenos a ETA y sus organizaciones satélite, por citar la banda de mayor peso en la historia de España, se calificaron como delitos de desórdenes públicos o atentado a la autoridad pero sin equipararlos con la barbarie terrorista? ¿Dónde empieza y acaba la naturaleza política de protestas contra actuaciones de gobiernos de distinto nivel?

Una palabra "hacha"

Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid, responde así: “El delito del terrorismo es un término como un hacha. En el momento en que puedes pegarle esa etiqueta a algún tipo de comportamiento ya se ha ganado la batalla en comunicación. Por eso los regímenes autoritarios como Rusia o la Turquía de Erdogan definen muchas conductas como terroristas. Siempre significa una victoria. Ningún terrorista dice que es un terrorista. Bin Laden compareció vestido con un uniforme como si fuera un guerrillero”.

Al otro lado del teléfono, Cancio deja para el final el dardo más afilado contra García Castellón, quien un mes antes de señalar a Puigdemont como hipotético terrorista se mostró en público contrario a la futura ley de amnistía. “Cuando –espeta el catedrático– se usa de una manera tan descerebrada, tan delirante el término terrorismo se está produciendo una banalización autoritaria, una falta de respeto a las víctimas del terrorismo. Es un auténtico esperpento que por este toma y daca de la amnistía se esté prostituyendo el concepto de terrorismo”.

Las fronteras del terrorismo

García Castellón dejaría automáticamente de ser instructor del caso Tsunami si los tribunales finalmente concluyen que no cabe invocar aquí el terrorismo, delito para cuya investigación y enjuiciamiento solo está habilitada la Audiencia Nacional. A día de hoy la estrategia del titular del juzgado de instrucción 6 de la Audiencia aparece validada por quienes, como el PP y Vox e incluso una destacada figura del PSOE –Emiliano García-Page– le han pegado la etiqueta de terrorismo a cada eslabón de la cadena de Tsunami Democràtic, desde las manifestaciones a las lesiones sufridas por policías o, por citar lo último, a “tener en mente” actuar durante una comitiva de Felipe VI que nunca llegó a celebrarse. Pese a que los informes forenses y las decisiones de otros jueces lo descartan, García Castellón incluso ha alentado la sospecha de que fue producto de Tsunami Democràtic la muerte por infarto en el aeropuerto del Prat de un turista francés que padecía una cardiopatía crónica.  

Con ese bagaje, frases como la acuñada por Alberto Núñez Feijóo para desprestigiar desde una ironía teñida de negro la futura ley de amnistía –“El PSOE ve razonable ser un poco terrorista”– recrudecen el temor a que se difuminen las fronteras del delito por el que ETA dejó tras de sí 850 muertos, 2.600 heridos y casi 90 secuestrados. Entre los incidentes que García Castellón inscribe en la relación de hechos susceptibles de configurar un armazón terrorista consta la convocatoria de una huelga general por Tsunami Democràtic. “Y así –tercia uno de los expertos consultados que rehúsan hablar a micrófono abierto dado el furor adquirido por la bronca política–, dado que, como dice en su auto García Castellón, en esa huelga se produjeron alteraciones graves de la paz social y del orden público y hubo altercados, el convocante de la manifestación debe ser juzgado por terrorismo”. ¿Corremos en España el riesgo de que termine implantándose una política penal como la impulsada en Argentina por el ultra Javier Milei, partidario de castigar con hasta seis años de cárcel a los promotores de protestas sociales? “No creo –dice la fuente remarcando que habla con buen criterio y no con optimismo–, porque nadie va a aceptar que estamos ante terrorismo en el caso Tsunami”.

Un asalto, un infarto, una advertencia ante las cámaras

¿Se complementa la banalización alegada por Cancio con otro fenómeno, el de criminalizar las protestas y dejar al albur de un determinado juez que se consigne como terrorismo lo que nunca se había cualificado de tal modo, por ejemplo las batallas laborales a cara de perro en momentos dramáticos por la pérdida de miles de empleos o el pánico a que suceda? Porque lo único irrefutable a día de hoy es que nadie, nunca, procesó por terrorismo a quienes, por seguir con los ejemplos, asaltaron incluso la sede de un partido –la del PSOE en Cádiz, en 1995–, convocaron una manifestación tras la que en 24 horas falleció por infarto un trabajador de la industria naval –en 1984– o transportaban material explosivo camino de la manifestación como pasó con dos mineros identificados por la Guardia Civil en 2010 en el municipio leonés de Camponaraya.

En junio de 2012, en plena crisis de la minería, uno de los afectados dijo ante la cámara y sin antifaz lo que sigue: “Los antidisturbios están entrando en los pueblos, donde hay mujeres, niños, no tienen medida. Y la medida, igual que la pierden ellos la vamos a perder nosotros. Y es lamentable porque va a llegar el día en que va a haber una desgracia”. “Nadie –opina un jurista que pide anonimato– puede pensar que hacer esa afirmación constituye un delito de terrorismo. Y si un juez se empeña en que lo sea, como está ocurriendo con el caso Tsunami, está prevaricando”. ¿Pero no cabe la opción de que el juez crea lo contrario y no sepa de la imposibilidad de investigarlo bajo el prisma del terrorismo? El jurista que reclama que no se le identifique responde de inmediato: “No puede no saberlo. Y si no lo supiera es también un delito. Se llama prevaricación por ignorancia inexcusable”.

Un clima de "guerra de guerrillas" y lanzamiento de lavadoras

La distancia que separa del terrorismo el delito de desórdenes públicos y el de atentados a la autoridad es tal según el mismo experto que se entiende por qué la Audiencia Nacional dictó en el año 2000 una sentencia sobre consecuencias del conflicto del metal que cinco años antes había incendiado Cádiz casi en sentido literal y donde hacía constar lo que viene ahora: que “ya el 15 de septiembre se produjo el asalto de la sede del PSOE por los trabajadores de los astilleros, con incendios y un clima anunciado por ellos de 'guerra de guerrillas'". Inserta en una resolución por la que la Audiencia desestimó la demanda de indemnización por parte de un trabajador lesionado en una protesta en la que negaba haber participado, hoy surge el interrogante de qué ocurriría si la apelación a “guerra de guerrillas” figurase conectada a Tsunami Democràtic. Un mes después de aquellos días de monumentales altercados en Cádiz, ETA perpetró dos asesinatos en Andalucía: el de Luis Portero, fiscal jefe del Tribunal Superior, y el del coronel Antonio Emilio Muñoz Cariñanos. Y fue entonces cuando el pavor al terrorismo se apoderó de nuevo de la sociedad.

“Nunca jamás he visto que nadie en Cádiz, por muy graves que fuesen los altercados, haya sido procesado por terrorismo, ni siquiera cuando a finales de los setenta se produjeron las movilizaciones de los pescadores en el barrio de Santa María, un entramado de calles muy estrechas y donde hubo hasta lanzamiento de lavadoras desde los balcones contra la Policía”. Quien lo dice es Antonio Yélamo, periodista de larga trayectoria y durante años director de la Cadena SER en Andalucía que a comienzos de los ochenta inició su andadura profesional en Cádiz. ¿Alguna acusación de terrorismo? “Ninguna”, corrobora también un histórico del sindicalismo andaluz, Francisco Carbonero, durante años secretario general de CCOO en esa comunidad. “Por lo que he podido averiguar, para nada”, confirma finalmente un tercer testigo, el periodista Rafael Rodríguez, presidente de la Asociación de la Prensa de Sevilla.

Historiador y experto en movimientos sociales y protestas cívicas, Rafael Cruz subraya que la referencia a ejemplos como el del metal o la minería en los años negros para ambos sectores ilustra lo que en su opinión debería hacerse en el caso del Tsunami: “No soy muy ducho en cuestiones judiciales y legales pero, al hablarme de los astilleros o la minería leonesa o Gamonal, me ha puesto los ejemplos que permiten afirmar que lo ocurrido en Cataluña no podría calificarse de terrorismo sino de revueltas o protestas violentas. La historia constitucional de España está salpicada de esos acontecimientos de protesta y nunca se han entendido como terrorismo”.

Un magistrado que intervino en múltiples casos de terrorismo y que pide expresamente no ser identificado pone el acento en lo que acaba de apuntar Cruz: que no toda la violencia, por execrable que siempre resulta, puede catalogarse como terrorismo: “Un acto terrorista ha de tener una intencionalidad específica. Si Tsunami Democràtic se hubiese constituido antes y desde el principio dijera en su ideario ‘vamos a reventar calles, aeropuertos, lo que sea porque a través de la violencia conseguiremos la independencia’, entonces sí es correcto hablar de terrorismo, pero la violencia en sí misma no basta porque también la perpetran los cárteles, la Camorra, las bandas, los colombianos que se matan a tiros por droga”.

Los abuelos de Gamonal y la enmienda de última hora

El Código Penal español –“muy duro”, sostiene el catedrático Manuel Cancio– penaliza con hasta cinco años de prisión los desórdenes públicos ajenos a grupos terroristas y organizaciones afines. Pero esa ajenidad, y aquí entramos en uno de esos episodios que apenas tuvieron eco mediático, estuvo a punto de desaparecer del mapa en 2015. Dicho al revés: en febrero de aquel año, el pacto antiyihadista suscrito por el PP, entonces en el Gobierno, y el PSOE de un Pedro Sánchez en su primera etapa de poder partidario estuvo a punto de abrir la puerta a que cualquier juez catalogara en lo sucesivo toda algarada callejera como acto terrorista. Quien pone el acento en esa peligrosa equiparación evitada por una autoenmienda de última hora es Jacobo Dopico, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III.

Lo que relata Dopico se resume así: en virtud del pacto, PP y PSOE redactaron un texto en el que los delitos de desórdenes públicos pasaban a ser un delito terrorista en cuanto se realizasen con la finalidad de forzar a las autoridades “a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. No hacía falta que hubiese ninguna organización terrorista de por medio. “Si ese texto hubiese entrado en vigor tal cual –rememora Dopico–, se tendrían que calificar como terrorismo todos los desórdenes públicos desatados para que las autoridades hagan algo o dejen de hacerlo, que es lo que siempre busca una protesta sea o no pacífica. Las abuelas y abuelos de Gamonal –aquel barrio de Burgos donde hubo unas manifestaciones con desórdenes públicos para paralizar un proyecto del Ayuntamiento– quedaban así metidos en el mismo saco que Pakito, Artapalo o Bin Laden. Era algo absolutamente aberrante, inaceptable. En seguida arreciaron las críticas, de modo que PSOE y PP acordaron una autoenmienda que modificó lo que en el texto original aparecía acordado. Tenían que arreglar esa barbaridad que convertía en terrorismo los desórdenes públicos que tuvieran lugar en casi cualquier manifestación”.

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Igual que en la máxima salvados por la campana, la autoenmienda condujo desde el borde del precipicio a un nuevo artículo, el 573 bis, cuyo último apartado quedó así: “El delito de desórdenes públicos previsto en el artículo 557 bis, así como los delitos de rebelión y sedición [delito eliminado en enero de 2023], cuando se cometan por una organización o grupo terrorista o individualmente pero amparados en ellos, se castigarán con la pena superior en grado a las previstas para tales delitos”. Dopico traduce la jerga legal al lenguaje común: “Los desórdenes solo serán delitos terroristas si son organizados o amparados por una organización que ya debido a otras actividades es terrorista”. De ese modo, PP y PSOE corregían su anterior texto para evitar que los desórdenes públicos activistas pasasen a ser considerados delitos terroristas.

Las cursivas plasman aquí cómo el profesor subraya que no es factible calificar de terrorismo un desorden público, incluso de extrema gravedad, si detrás no hay un grupo u organización terrorista: un grupo u organización que ya era terrorista antes de organizar o amparar esos desórdenes. ¿Qué ocurre en el caso Tsunami? Que en el auto del pasado 6 de noviembre, aquel donde se señala a Puigdemont como supuesto autor de un ilícito de esa naturaleza y le insta a comparecer –voluntariamente, dado su aforamiento–, García Castellón hilvana los hechos que considera como actos de terrorismo –desde el bloqueo del aeropuerto a la caravana de coches a 60 por hora en autopista y las barricadas– con la calificación de Tsunami Democràtic como organización posiblemente terrorista. Lo expone en el siguiente párrafo: “El análisis de los hechos expuestos no permite excluir, en absoluto, que TD [Tsunami Democràtic] pudiera tener la consideración de 'grupo terrorista', debiendo esclarecer si se llegó a materializar su actuación con alguno de los delitos del art. 573 CP (contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, de falsedad documental, contra la Corona, de atentado y tenencia, tráfico y depósito de armas, municiones o explosivos, previstos en el presente Código, y el apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de mercancías)”.

En resumen, y regresando al mensaje de Dopico, lo anterior significa en su opinión que Tsunami Democràtic no tiene la consideración de grupo terrorista por “otras actividades” previas al diagnóstico que el magistrado realiza sobre los desórdenes de septiembre de 2019. Como no lo tenían ni tienen los sindicatos, asociaciones y movimientos convocantes de graves disturbios como los de los astilleros de Cádiz, la minería leonesa, el barrio de Gamonal o el cerco físico al Congreso.

A veces, el malestar, el rechazo, la antipatía sideral asociada para muchos a un determinado nombre –en este caso el de Carles Puigdemont– tapan preguntas que aflorarían de forma inmediata en otras circunstancias. Por ejemplo, ¿por qué los sucesivos gobiernos, fiscales generales y jueces de la Audiencia Nacional jamás trataron como terrorismo protestas que derivaron en disturbios violentos, como sucedió con algunas protagonizadas por los trabajadores de los astilleros de Cádiz y las minas de León y Asturias o por los vecinos del barrio burgalés de Gamonal contra un aparcamiento subterráneo de pago?

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