Las melancolías del dóberman: hacer oposición en una España de izquierdas

Momento señalado por Ignacio Peyró. José María Aznar recibe el apoyo entusiasta de Julio Iglesias en Zaragoza, 29 de febrero de 1996.

Ignacio Peyró

El 29 de febrero de 1996, a menos de una semana de las elecciones generales, el Partido Popular iba a escenificar un golpe de efecto: Julio Iglesias irrumpió por sorpresa en la plaza de toros de Zaragoza, en pleno mitin de Aznar, para pedir “la mayoría absoluta” para el candidato del PP. Al día siguiente, todavía acompañaría a los jerarcas del partido al mitin que, celebrado en la Valencia recién ganada por Zaplana, permanece hoy con la plusmarca de evento político más concurrido de la España democrática.

Han pasado más de treinta años y es tentador mirar con condescendencia a época y artista. Aquello, sin embargo, superó lo anecdótico. El músculo mostrado con las asistencias masivas parecía confirmar “la nueva mayoría” que, desde la cartelería electoral, Aznar pedía a los españoles. En cuanto al reclutamiento de Julio Iglesias, no respondía a la proyección de alternativa ninguna en lo que hoy volvemos a llamar guerras culturales. La derecha –por no hablar del propio Iglesias– sabía que el ascendiente intelectual estaba del lado de una izquierda que, por lo demás, aquellos días también había recurrido a sus Banderas y Bosés. Con Iglesias, un ídolo de esa mesocracia con ganas de más que favorecía al PP, de lo que se trataba era de mostrar que las clases medias españolas habían naturalizado a la derecha como alternativa viable de Gobierno. En el 93 casi se consigue y en el 96 no se podía escapar. Todo cuidado, por tanto, era poco, y el PP tenía que luchar contra el dóberman que, por primera vez, había sacado a pasear el PSOE. Tan sensibles estaban los populares a apabullar y así movilizar al rival que la consigna de campaña –gloriosamente desobedecida por Iglesias– pasaba por no mencionar el término “mayoría absoluta”.

La derecha solo gobernará si, más allá de presentar una visión de futuro para España, no moviliza –no asusta– a la izquierda

La aparición de Julio Iglesias nos muestra in nuce dos constantes que van a condicionar la actitud de la derecha española en su labor de oposición: la creencia de que la mayoría social del país es de izquierdas y la aceptación, entre disgustada y resignada, de que la hegemonía cultural también les pertenece. Según este planteamiento, la derecha solo gobernará si, más allá de presentar una visión de futuro para España, no moviliza –no asusta– a la izquierda, lo que hasta el fin del bipartidismo coincidió a su vez con largos desalientos del PSOE, sea por fines de ciclo (Felipe González) y sus traumas o por crisis económicas (Rodríguez Zapatero) y sus recuerdos de gestión.

Aznar: de cero a cien y de vuelta al cero

Más allá de estas constantes que laten bajo la piel del propio PP existe, en aquel 96, una lectura propia de la época: la llegada al poder de una derecha democratizada era la prueba de la normalidad de la democracia española, no solo por la alternancia que resulta de rigor en todos los países, sino como purga de demonios exclusivos del nuestro. Para lo que nos interesa, eso había dado especial trascendencia y dificultad a la labor de oposición. Era la primera vez que la derecha rondaba el Gobierno y debía mostrarse particularmente solvente, convincente y exigente consigo misma. El escaso margen de la victoria del 96, de hecho, probaría ciertas todas sus aprensiones.

Tras dos elecciones perdidas, y con unos márgenes de paciencia que ya no se tienen, puede pensarse que el Gobierno le cayó a Aznar como fruta madura: eso confirmaría, por su parte, las tesis del alineamiento en apariencia berroqueño de los españoles con la izquierda, moralmente primada desde la Transición y capaz de cuajar una clase de poder y un ideal social a través de la larga década de González. Pero esa victoria de Aznar iba a tener más mérito que la simple espera, pues cabe recordar que aquella derecha sin testar en el Gobierno venía de ser un partido inoperante por sus anquilosamientos tanto organizacionales como tácticos y políticos. Fraga había sido uno de los mayores regalos que en esta vida haya podido recibir Felipe González; tanto, que el propio socialista se permitió la humillación de alabar al jefe de la oposición. Y cuando Aznar concurre en sus primeras elecciones, en 1989, el partido está hecho de retales: en buena parte, de retales de loden todavía. Desde la oposición, esa derecha española no había incomodado a González en lo más mínimo durante años: su partido representaba un conservadurismo que se quería paternal y protector –populismo, término caro a Fraga, tenía otras acepciones por entonces– pero no era más que un partido casi podría decirse que de clase, cercano a los intereses agrarios, las élites financieras, la tradición confesional y el propio tradicionalismo filosófico. Son, por tanto, desde la construcción del propio partido, muchas las dificultades que Aznar tiene que vencer para ganar credibilidad y construirse como alternativa.

A Aznar, sin duda, le ayudarían de modo determinante el desgaste de materiales del PSOE y la percepción de un proyecto que había llegado a su fin natural. También otra percepción, la de la corrupción tardofelipista, si bien aquí entran en acción otros factores que jugaron asimismo en su favor. La derecha, sin desgaste ni historial de gestión más allá de algunas autonomías, podía llegar como una fuerza higienizante a lo público. Además, su alineamiento con el liberalismo global de los años noventa permitía asimismo que el proyecto de Aznar se presentara como garantía de modernidad en la gestión y, por tanto, de éxito económico. Así, de un lado el propio Aznar podía exigir en términos conminatorios –“váyase, señor González”– la purga del “clima general de corrupción en España”, y de otro lado afianzar su estrategia de mayor valor: formalizar el más efectivo Gobierno en la sombra que ha tenido nunca el PP con perfiles fuertes como Rodrigo Rato o Francisco Álvarez Cascos. El estrambote de González tras el 93 iba a ser conocido como “la legislatura de la crispación”, y el PSOE no ha dudado, en todos estos años, en asociar al PP tanto el anteriormente citado dóberman como esta recién citada crispación. La mayor especificidad, con todo, y el mayor valor del Aznar líder de la oposición fue culminar su labor de modernización del partido con ese Gobierno en la sombra de notables, un movimiento que el PP ya no iba a ver repetido.

Rajoy: la oposición de los grandes opositores

Ya con Mariano Rajoy en Génova, el PP va a experimentar un fenómeno sorprendente: cambios de gran trascendencia que, sin embargo, nunca amenazaron la apacibilidad de un partido que ya había discutido mucho antes todo lo que tenía que discutir consigo mismo, e iba derivando en plataforma de poder de base amplia y relativa anomia en las ideas: constitucionalismo, economía social de mercado y no mucho más. Así, de los últimos coletazos del activismo neoconservador de Aznar a la progresiva entronización del escepticismo de Rajoy, en menos de diez años, el partido que se movilizaba contra las leyes de la izquierda moral de Zapatero iba a conocer el cisma de unos desencantados –Vox– que deploraban, en cambio, su condición de “derechita cobarde”.

Puede argumentarse que, tras la salida del poder en 2004, en el PP, como partido con vocación mayoritaria y aglutinante, empiezan a pesar más circunstancias y tácticas que proyectos ideológicos de fondo. Con una sorda, pero no menor, oposición interna, a Mariano Rajoy le costó toda una legislatura –hasta 2008– conformar un equipo a su imagen y semejanza: la de un hombre por naturaleza alejado, y después profundamente escarmentado, del proyectismo ideológico que supuso la aventura neoconservadora del último Aznar. Alabado por su manejo de los tiempos, el paso de los años, sin embargo, afirma un estupor ante la labor de oposición del PP en la legislatura de 2004-2008: con Acebes y Zaplana como arietes, los populares no dieron un solo paso para hacer suyo el futuro. Tampoco ayudó el ninguneo a un Zapatero considerado “presidente por accidente”. El enconamiento iba a definir una legislatura que, inaugurada al poco del Pacto del Tinell, llevaría consigo un alejamiento entre los dos grandes partidos que todavía hoy no se ha suturado.

Es muy posible que mantener a Acebes y Zaplana respondiera más a lógicas internas de un partido que había heredado que a la propia predilección de Rajoy. Para 2008, él siente que puede y debe hacer su propio equipo y que este responda a su propio entendimiento de la política. Nace, para entendernos, el llamado sorayismo, que quiere combinar el buen recuerdo del PP como partido de gestión con una inclinación a la moderación en las formas. A esto se le añade un sentido patrimonial de la política y del manejo del Estado propio de los grandes opositores en los que Rajoy confiaba como estamento.

La precipitación de la crisis económica y el recuerdo de una primera legislatura de oposición bronca y sin fruto favorecieron entonces más que nunca el convencimiento, en plena meseta del bipartidismo, de que el PP heredaría el Gobierno por desgaste. La solvencia tecnocrática de la nueva élite popular estaba llamada a ser garantía para una mayoría de españoles que –con la superposición de varias crisis– acusaban la vulnerabilidad por primera vez en muchos años. Curiosamente, la propia perspectiva de acceso al poder casi por rotación, así como la voluntad marianista de solidificar su liderazgo sobre la fragmentación interna (Soraya, Cospedal, Aguirre, pecios aznaristas), impidió tanto que el sorayismo ejerciera formalmente de Gobierno en la sombra como que, una vez llegados al Ejecutivo, se consolidara como clase de poder con la plenitud con la que lo habían hecho las élites de un Felipe González.

Casado: la nostalgia de los valores

La victoria de Pablo Casado tras la moción de censura a Mariano Rajoy no requiere explicaciones sofisticadas. El desgaste del poder ejercido y perdido pedía desviejar el mando. La obsolescencia del PP, en contraste con la frescura de Ciudadanos, pedía caras de atractivo nuevo. Y la competencia de Vox, unida al aparente desdén de Rajoy a la materia, pedía un énfasis en los valores. Tiene algo de ironía pensar que, si Casado llegó al poder interno, fue –precisamente– por una carambola en las luchas de poder internas: Cospedal se presentó para evitar la mayoría de Soraya y regaló sus votos a Casado sin muchas más contraprestaciones que la schadenfreude de ver caer a su enemiga. Al final, la nostalgia de los valores iba a ser más bien un trasvase de votos. Y unas conspiraciones idénticas a las que le llevaron a Génova iban a terminar por apartarle del trono.

La damnatio memoriae que pesa sobre Casado tras su desdichado mandato tiene que ver con sus resultados electorales, su falta de autoridad, la desorientación estratégica y una general incompetencia, unido el conjunto a un manejo singularmente matarife del partido por parte de su secretario general. El castigo a Casado, sin embargo, ha sido mayor porque parecía, desde sus tiempos más lampiños, un elegido para la gloria. Su labor en la oposición, ante gobiernos como los de Sánchez, de singular debilidad, no consiguió ninguno de sus objetivos: tocó el suelo, primero, y no remontó el vuelo, después, en sus duelos electorales contra el PSOE y tampoco logró formalizar el desplome de Ciudadanos en beneficio del PP. Es, sin embargo, la relación con Vox la que definió su mandato: si bien tuvo ahí –en el discurso de la moción de censura presentada por Abascal– sus mayores aplausos, los vaivenes en el trato a su rival tuvieron mucho que ver con la ineficacia final de sus esfuerzos. La célebre “foto de Colón” con Rivera y Abascal fue un regalo para el PSOE. Para colofón, la convicción de que la pandemia traería consigo una crisis económica capaz de barrer cualquier Gobierno no se materializó.

Feijóo: la oposición multinodal

La marcha de Casado ha influido de dos maneras en el liderazgo de Feijóo. En primer lugar, el recuerdo tan amargo del presidente caído ha conllevado una mayor indulgencia con los errores del presidente actual: a Feijóo se le perdonan cosas que a Casado no se le perdonaban. En segundo lugar, la rápida conjura de barones para defenestrar a Casado ha conllevado la plenitud de la baronización –apenas incoada con Rajoy– del partido, de modo tal que la primacía de Feijóo sobre sus pares ha de ser recordada a cada poco. El resultado es un coro de oposiciones no siempre fácil de armonizar: Ayuso como halcón, Moreno Bonilla como paloma y un Feijóo que intenta asentar su autoridad sobre su generalato y conseguir que tampoco el abultado grupo dirigente de Génova desentone. Baronización: la gestión deficiente de la dana por parte –aunque no solo– de Mazón ha afectado a los índices de Feijóo para mal.

Ha sido un lugar común decir que, más deseado que Fernando VII, Feijóo llegó a Madrid de presidente del Gobierno y ahora solo es, quizá ad calendas graecas, jefe de la oposición. El líder gallego no ha querido compactar Gobierno ninguno en la sombra, e iniciativas como Reformismo, destinadas a dotar de ambición argumentativa a la derecha, permanecen dormientes. La “profundísima crisis económica” que predijo en 2022 no se ha verificado. Al tiempo, a Feijóo no se le va nadie –ni le critica nadie–, en claro pálpito de que su día llegará. Será a causa de la teoría de la fruta madura, aunque el escenario de victoria por decantación natural ya solo se entiende en una alianza con Vox que, si se mostró movilizadora para la izquierda en puertas del 23-J, se ha mostrado inhabitable para el PP en las autonomías en las que compartieron poder tras las autonómicas de 2023. Valga como decir que es una alianza que presenta grandes riesgos.

Los resultados inesperados del 23-J parecieron sumir al centroderecha en un largo estado de estupor, que explicaría no pocos golpes autoinfligidos (la inmigración y la Armada, la semana de cuatro días, ilegalizar partidos, algunas querellas, etc.). Los puentes entre partidos, como mostró la negociación del CGPJ, siguen intransitables. El perfil gestor, tecnocrático y europeo de Feijóo ha formado un extraño maridaje con una oposición que ha vuelto a las manifestaciones y, en ocasiones, ha apostado por tácticas de gran confrontación como el boicot europeo a Teresa Ribera.

Está por ver el efecto que tendrá sobre el PP el escoramiento general a la derecha –a una derecha dura– en Europa y en el mundo. Son vientos en principio favorables a Vox, intelectual y orgánicamente bien conectado a estas corrientes, pero también a un reparto tácito Vox-PP del vasto espacio a la derecha del PSOE. En los últimos tiempos, el giro social emprendido por Feijóo, todavía por definir en su continuidad, parecía una vía inteligente: ofrecer protección en tiempos de desprotección, aportar esperanza y conectar con las clases medias más dinámicas del país, frustradas tras el sepelio de Ciudadanos. Sería un nuevo reformismo ahora que hace años que no hablamos de reformas. Y lo debido a la mejor tradición de la derecha española, que no debiera conformarse con ver caer la fruta del árbol.

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Ignacio Peyró acaba de publicar El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias (Asteroide, 2025).

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