EEUU, una democracia enferma

Las democracias pueden morir de golpe, por la fuerza militar, pero también poco a poco. Como en Venezuela, Rusia, Turquía, Nicaragua o Hungría. Y Estados Unidos muestra síntomas inequívocos de estar en ese proceso. Sigamos los cuatro indicadores descritos en el libro Cómo mueren las democracias (de Levitsky y Ziblatt, 2018).

Primero. Desde que Trump llegó a la Casa Blanca en su primer mandato, y aún más en el segundo, se rechazan las reglas democráticas del juego: el presidente abusa de su inmensa capacidad ejecutiva, llama a la muchedumbre a la insurrección ante un resultado electoral adverso, se mofa y enfrenta a los tribunales, liquida normas burocráticas vigentes sin contemplaciones, rompe con el contrato social de protección de las minorías.

Segundo. Trump y los suyos, una pandilla de incompetentes arrogantes y soberbios, niegan la legitimidad a sus adversarios políticos. Les identifican sistemáticamente como enemigos del país, desleales y traidores a la patria, que trabajan para quienes odian a América. Les suponen delincuentes a los que sería conveniente encarcelar.

Trump y los suyos, una pandilla de incompetentes arrogantes y soberbios, niegan la legitimidad a sus adversarios políticos. Les identifican sistemáticamente como enemigos del país, desleales y traidores a la patria

Tercero. El gobierno mafioso de Estados Unidos tolera y anima a la violencia. Exige inversiones militares mayores, arresta sin garantías a migrantes, es indolente ante las brutalidades de Ucrania, de Gaza y del resto del mundo. Trump no es el primero en adoptar el estilo matón, ni mucho menos, pero con él el perfil violento de Estados Unidos se ha acentuado.

Y cuarto. Hay una predisposición a restringir las libertades de la oposición, incluyendo las de los medios de comunicación críticos. El veto a Associated Press en la Casa Blanca o las amenazas, aceptadas finalmente por algunos de ellos, a poderosos e influyentes despachos de abogados críticos, son eventos definitorios.

A esos factores puede añadirse en el caso de Donald Trump uno más líquido, pero acaso tan evidente como los demás: su carácter lunático, ególatra, impredecible, engreído… La idiotez y el talante psicópata del presidente están acelerando peligrosamente el deterioro de la democracia americana.

Por lo demás, el estadounidense medio no es un modelo de educación, cultura y civismo. Si en las exquisitas burguesías italiana o alemana de los años 20 y 30 del siglo pasado logró prender la chispa del fascismo y del nazismo; si la sociedad más culta de América Latina (la venezolana) sucumbió a la dictadura a lo largo de las últimas décadas, es posible también que los estadounidenses, o una buena parte de ellos, acepten intercambiar miedo por orden e incertidumbre por certezas, que son ambos –orden y certeza– los únicos aportes apreciados de la dictadura. 

Estamos viendo ya cómo Donald Trump se convierte en un dictador suave, un “spin dictator” (Spin Dictators, the Changing Face of Tyranny in the 21st Century, de Guriev y Treisman, 2022). De esos que no suprimen por ley la prensa desafecta pero sí la desacreditan, la persiguen, la asfixian. Autócratas que no eliminan las elecciones, pero sí hacen trampas en los procesos y desvirtúan los resultados cuando les son adversos. Sátrapas que mantienen la ficción de una Justicia independiente, mientras la subyugan a su antojo. Dictadores, en fin, que non someten a sus poblaciones con el miedo, sino con la persuasión. 

Por eso, ¿qué sentido tiene tratar de apaciguar a un chalado que, con la legitimidad de los votos de su pueblo, ha cambiado en apenas unas semanas el orden mundial vigente desde la Segunda Guerra Mundial? ¿Hasta cuándo vamos a aceptar los europeos el insulto permanente de nuestros supuestos aliados? ¿Tiene sentido que tengamos bases militares en nuestro territorio mientras el jefe que las dirige nos llama, como el miércoles por la noche, “patéticos”? A fin de cuentas, China, un poder cuya efervescencia contrasta con la decadencia americana, no ha provocado ninguna guerra desde hace décadas, y menos aún las ha perdido todas, como Estados Unidos. El gobierno chino, no hay ninguna duda, es una dictadura que reprime a la oposición e impone un inquebrantable dogma político. Pero al menos es leal en el comercio y más proclive a colaborar en el mundo en áreas como el cambio climático, la innovación y el intercambio cultural. Tras tantos años de extrañamiento mutuo, se ve raro e improbable que Europa y China se conviertan en aliados, pero en cuanto la imagen naranja y desaforada de Donald Trump viene a la memoria, se percibe la conveniencia de romper esquemas que ya no sirven y adoptar otros nuevos.

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