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España, la viga en el ojo de Habermas

Librepensadores nueva.

Diego Castrejón

No hay tanta diferencia entre ser y parecer; créanme, tengo experiencia en eso. Cuando sufres violaciones diarias durante la infancia, aprendes a relacionarte con el mundo de manera que nadie llega a saber nunca cómo te late la violencia dentro del corazón. Soy un hombre violento que ha aprendido a aislar su ira para poder sobrevivir en el entorno violento que le rodea. Digo esto porque cada vez se hace más fuerte en mí el convencimiento de que la democracia en España parece, pero no es. Nuestra incapacidad de confluir con los otros, seña de identidad de esta tierra, nos convierte a todos en niños dañados que a duras penas controlan su rabia y se proyectan desde la impostura.

Habermas es un tío de la leche, para mucha gente es el alemán más importante del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Por delante incluso de Angela Merkel, Beckembauer, Michael Schumacher o los Scorpions. Y los que dicen que es tan grande te cuentan que lo es porque se le ocurrió perder su tiempo estudiando cómo las sociedades podrían ser mejores. Lo que pasa es que Habermas es de Alemania, del mismo sitio donde hacían los televisores Telefunken. Nunca vi a mi padre leer las instrucciones de nada que viniera del extranjero, en eso se parece a la gente que anda metida en política; da la impresión de que ellos tampoco se han leído las instrucciones de cómo funciona eso de hacer mejor la vida de gente.

En España siempre hemos sido unos románticos. Había romanticismo de verdad en la gente que defendía las causas de otros, romanticismo arrastrado en las canciones de Bambino, romanticismo liminal en los versos de Miguel Hernández, incluso romanticismo nocivo del macho ibérico. Para hacernos los modernos nos aprendimos algunos versos románticos en francés de Jacques Brel y para hacernos los revolucionarios ojeamos algunas páginas de Jean-Paul Sartre. No hay nadie más romántico que los españoles. ¿Qué va a enseñarnos de eso un alemán?

No sé muy bien si lo público perdió el romanticismo con lo de Sócrates o con la aparición de Twitter. Supongo que, como todo en la vida, el romanticismo se fue apagando poco a poco, como cuando a Cortázar se le iban ahogando las sílabas al finalizar las frases cuando leía alguno de sus textos. ¿Qué vendería hoy el hombre de su cuento sin moraleja? ¿Habría últimas palabras para tanto tiranuelo que campa por ahí? Quizá, precisamente, los que sobran son aquellos que venden frases vacías que nos alejan del romanticismo de Habermas y que dejan gritos que sobreviven a los que los gritaron.

“No hay verdad, sino concepciones sobre ellas que es necesario confrontar en un espacio discursivo”. Eso que dicho así suena a profesor alemán de filosofía, en realidad lo que dice es que no hay nada sin el abrazo. Sin el abrazo que se produce al escuchar a quien tienes frente a ti, sin el abrazo al que te entregas cuando pones delante del otro la humildad del que se sabe equivocado, sin el abrazo que absorbe la soberbia y deja la comprensión.

El abrazo como forma sublime de la comunicación, lugar de encuentro de movimientos que confluyen, de espacios que se entrelazan, el abrazo como espacio de permanencia de un tiempo que se materializa superando su condición efímera.

La acción comunicativa, el hecho de darte a lo que el otro siente, de compartir lo que cada uno piensa. De dejar de masturbarse en el monólogo interior, en el que componemos nuestras concepciones míticas de lo bueno y crear desde la composición lo que es bueno para todas. “Actúa de manera que lo que hagas pueda ser una ley universal”, hacerlo compartiendo y no imponiendo. Desde la generosidad y no desde la ira.

En un tiempo en el que el diálogo es más que nunca el único camino para el fortalecimiento de lo bueno para todas en España, seguimos siendo la viga en el ojo de Habermas.

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Diego Castrejón es socio de infoLibre

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